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El Mundial más duro de la historia

En 1980, Hinault, en el mejor día de su vida, barrió en una prueba en la que solo acabaron 15 corredores. Nuestro Juan Fernández ganó la medalla de bronce.

El Mundial más duro de la historia

Era el 31 de agosto de 1980 y ninguno de los que lo corrieron lo ha olvidado. La víspera, Anquetil advirtió: “Aquí van a acabar 15”. Lo clavó. Acabaron 15. Ganó Hinault, en el mejor día de su vida. Nuestro Juan Fernández ganó la medalla de bronce. Aún lo tiene por el peor día que pasó en su vida.

Aquello fue en Sallanches, en la Alta Saboya, al pie del Mont Blanc. Un circuito de 13,4 kilómetros, al que había que dar 20 vueltas, así que 268,4 kilómetros en total. La trama estaba en mitad del recorrido: la Côte de Domancy, a las afueras de la ciudad. Una cuesta de 2,7 kilómetros, en los que remontaba 200 metros. Algunas rampas eran hasta del 16%.

Juan Fernández recuerda que fueron tres días antes, a adaptarse. El día siguiente hicieron el circuito: “Cuando subíamos, nos mirábamos unos a otros. Nos estábamos diciendo todos lo mismo con la mirada: que no acabábamos ni uno”.

Para más inri, llovía cuando los 127 corredores se pusieron en marcha. Desde el inicio, Hinault se puso en cabeza, junto a algunos compañeros y metió tralla. En la tercera vuelta intentó saltar De Muynk e Hinault en persona le neutralizó. Luego mandó por delante a Mariano Martín y él siguió hostigando al pelotón, poseído de una rara furia. Llegaba a aquel Mundial con rabia contenida. Había ganado el Giro, pero el Tour lo tuvo que abandonar, líder y con tres etapas ganadas, por una tendinitis. Sufrió críticas por haber intentado abusar de su cuerpo, por creerse un supermán. Y decidió cobrárselas ese día.

Con aquel ritmo, muchos pasaban la cuesta con dificultades, y en la persecución en la bajada sobre mojado, las caídas abundaban. Cada vuelta le sacaba al pelotón una loncha de corredores, primero los que caían, luego los que caían más los agotados, que al paso por meta se apeaban. Moser, Kneteman, Rass, los tres últimos campeones, estuvieron entre los primeros damnificados. Los españoles empezaron a caer como fruta madura a la mitad de la prueba.

En la vuelta 13, Hinault se escapó. Pollentier, Baronchelli, Millar y Marcussen salieron tras él, y consiguieron alcanzarle. Pero en cada subida, él pegaba un zurriagazo y así los fue dejando. El último al que soltó fue a Baronchelli, a tres vueltas del final. Y ya siguió solo hacia la victoria.

Poco después abandonó Rupérez: “No puedo más”, le dijo a Juan Fernández, que para entonces ya pensaba “qué pinto yo aquí”. Meditaba apearse antes de la cuesta cuando se le acercó el coche de Mendiburu, director de equipo: “¡Dale, Juan, dale, sufre ahí! ¡Eres el último que nos queda, terminar hoy ya es una proeza!”. Juan Fernández iba aterido, acalambrado y agotado, pero se sintió obligado a sufrir tres vueltas más.

Hinault entró triunfante, en un tiempo de 7h 32m 16s, siete horas y media largas en las que pareció disfrutar torturando a sus compañeros de oficio. Al minuto y pico entró Baronchelli. A casi cinco rodaba un grupito sufrido y doliente, en el que aún se sorteaba un premio, la medalla de bronce. Juan Fernández, Marcussen y Roger de Vlaeminck se descolgaron en la última subida, en la que se les fueron Panizza, Boyer, Pronk y Nilsson. Los rezagados apretaron y consiguieron conectar en la última curva el circuito, cuando los de delante ya se vigilaban unos a otros. Con la fusión, saltó Boyer, y tras él De Vlaeminck, que le neutralizó. En el consiguiente parón, saltó Juan Fernández, aún no sabe ni cómo: “Todos estaban agotados, ninguno salió, yo lo intenté, y ¡premio!”. Luego irían llegando seis corredores más, demacrados, sostenidos por el amor propio de terminar.

Para entonces, una medalla de bronce en el Mundial era una proeza en nuestro ciclismo (sólo lo había conseguido Tarzán Sáez, en 1967, luego Juan Fernández lo haría dos veces más). Mendiburu le abrazó emocionado: “¡Nos has salvado, nos has salvado!”. Para él hubiera sido una vergüenza que ningún español llegara.

Subió al podio como un autómata. Alguien le pidió un autógrafo y lo firmó con dedos tan agarrotados que luego no podía soltar el bolígrafo. Y de ahí, al control antidopaje.

“Era en el segundo piso de un polideportivo. Subí como un anciano, agarrándome a la barandilla, vacilante. En eso me pasó Hinault, que subía los escalones de dos en dos. Me miró, me sonrió y me dijo: ‘Ça va? [¿cómo estás?]’ Y siguió para arriba”.