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Coppi y Bartali: unidos por la leyenda

'La pasión de Fausto Coppi'. No se me ocurría mejor lectura para devorar durante el Giro de Italia 2016. Llego a su capítulo 7, ‘El místico y el mecánico’, y el autor William Fotheringham me empuja a retroceder una veintena de años. Eran los tiempos en los que un septuagenario Gino Bartali acompañaba a la caravana de la Corsa Rosa tocado por un ‘capellino’ publicitario. Los aficionados se desgañitaban a su paso. Italia le venera. Entonces no existían los selfies, las fotografías todavía se revelaban. “A principios de los 90 se llegó a calcular que firmaba 5.000 autógrafos al día”, narra el libro. Pero el piadoso Gino sabía que cada uno de esos gestos de cariño era compartido: “Solía decir que le aplaudían tanto por él mismo como por Coppi”.


Desde que Fausto murió por una malaria mal diagnosticada en enero de 1960, la sombra de Coppi siempre ha acompañado a Bartali. El recuerdo de una rivalidad histórica, la mayor rivalidad que se ha conocido nunca entre dos deportistas. Coppi y Bartali. Bartali y Coppi. Hay mucha literatura en torno a dos personajes que, en contra de lo que se pueda suponer, no se odiaban. Al contrario. “Tengo ocho o nueve amigos y Fausto es el mejor, somos como hermanos”, aseguraba Bartali. Siempre exagerado y altisonante. Fausto, por su parte, buscó a un ya retirado Gino en una salida del Giro de 1955 para que fuera la primera persona que viera la fotografía de su hijo Faustino, nacido de su ‘pecaminosa’ relación con la Dama Bianca, que dio a luz en Buenos Aires para que la paternidad fuera reconocida. En unos tiempos en los que Italia censuraba a Coppi por su relación con Giulia Occhini, en unos tiempos en los que tuvo que sentarse ante un tribunal para responder por adulterio, que estaba penado con un año de cárcel, Bartali no le dio la espalda.

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Faustino Coppi… En mis años de enviado especial al Giro también era frecuente ver al hijo del ‘Campionissimo’ de visita por la carrera. De homenaje en homenaje. De recuerdo en recuerdo. Los italianos adoran sus recuerdos. Los cuidan y los ensalzan. Un día de 2005 escuché una sonora ovación en la salida de una etapa. Me acerqué y vi a un octogenario que devolvía los saludos al público. “¿Quién es?”, le pregunté a Alessandra de Stefano, la voz de la RAI. “¿No le conoces? Es Alfredo Martini”. No hicieron falta más preguntas. Alfredo Martini fue un ciclista coetáneo de Coppi y Bartali, aunque su nombre se encumbró años después por sus grandes éxitos como seleccionador de Italia. Aquel día entrevisté a Martini. Y cuando le pregunté por Coppi, su respuesta fue la narración de una gesta: “Giro de 1949, etapa Cuneo-Pinerolo, Fausto rueda 192 kilómetros en solitario, con frío y lluvia, cruza la Maddalena, Vars, Izoard, Montgenevre, Sestriere... Nadie ha hecho las hazañas de Coppi”. Aquella galopada le sirvió para aventajar a Bartali en 12 minutos y para inspirar una frase histórica, la del periodista Mario Ferretti: “Un uomo solo è al comando della corsa, la sua maglia è bianco-celeste, il suo nome è Fausto Coppi”. Eran tiempos sin televisión en directo, la radio hacía soñar. Delante de los ojos de Martini, yo soñé que veía a Coppi y a Bartali.

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Alfredo Martini falleció en agosto de 2014 a los 93 años. Gino Bartali se había marchado antes, el 5 de mayo de 2000, a los 85 de edad, en vísperas de un Giro que partía con una contrarreloj de 6 kilómetros entre Roma y el Vaticano. Muchos recordarán aún a Mario Cipollini embutido en un buzo con los colores del pequeño país: blanco y amarillo. Casualidades de la vida. Gino era una persona profundamente católica, rezaba siempre antes de las carreras, era ejemplar para la democracia cristiana dominante y para el Papa Pío XII: “La fe me permite soportar el dolor”. Un perfecto modelo para la Italia de la época: “En su foto más famosa se le ve rezando en Lourdes en un día de descanso del Tour. Sus ojos están devotamente entornados (…). A menudo se llevaba a misa a todo el equipo antes de las competiciones. Dedicaba sus victorias a Santa Teresa de Lisieux, cuya imagen tenía grabada en el manillar (…). Competía con media docena de medallas de la Virgen colgando de su cuello. Circulaba el rumor de que una niña le había visto subiendo un puerto en la Toscana con un ángel empujándole”. Incluso los tifosi le veneraban como “a un santo en tierra: arrojaban pétalos de rosa a su paso y besaban el asfalto por donde habían transitado sus neumáticos”.


Por contraste, siempre se ha sostenido que Coppi era ateo, sobre todo después de aquel escándalo de adulterio que provocó hasta un veto papal. No era así. Coppi era el hijo de un campesino y guardaba las tradiciones, pero no las exhibía en público. “Solía censurar a las personas que aireaban sus creencias, en clara alusión a Bartali”. Era más reservado que Gino, a quien se le distinguía como un hombre de voz alzada, conversador y lenguaraz, fumador y bebedor. Y también menos impulsivo: Bartali propinó un puñetazo a un corredor que le llamó “cura mentiroso” en el Giro de 1947. El piadoso Gino no era ningún monje.

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Durante aquel Giro de 2000 se habló y se escribió mucho de Bartali. Los italianos tienen una enorme capacidad para enaltecer a sus héroes. La Corsa Rosa ya dedicaba por entonces su cima más alta a la memoria de Coppi. Y a partir de esa fecha, también rinde homenaje a Bartali cuando alguna etapa pasa por su Toscana, igual que lo hace con Marco Pantani en alguno de los puertos donde dejó su sello. Se contaron muchas cosas aquellos días sobre Bartali y Coppi. Sobre esa rivalidad que dividió a una Italia que necesitaba algo en lo que creer después de la II Guerra Mundial. Aunque parezca una contradicción, no sería exagerado sostener que aquella Italia enfrentada por un conflicto bélico volvió a unirse gracias a la rivalidad de dos hombres.


El embrión de aquella rivalidad se localiza unos días antes de la entrada de Italia en la guerra, en aquel Giro de 1940 que ambos corrieron juntos en el equipo Legnano. Bartali era el gran líder, pero por avatares de la carrera y por cuestiones estratégicas, el triunfo se lo llevó el debutante Coppi, un joven de 20 años que en aquella época “parecía más una cabra famélica que un ciclista”, según el testimonio de un corredor de entonces. Gino no sólo aceptó su suerte, sino que asistió a Coppi durante una tremenda crisis en los Alpes: “Me echó un brazo por encima de mis hombros temblorosos y me pasó un bidón de agua…”. El veterano ayudó al pipiolo, pero en el fondo nunca olvidó la afrenta: “Si yo hubiera estado en otro equipo, Fausto no habría ganado aquel Giro”, repitió siempre. Y era verdad.

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Poco le duró la alegría a Coppi, porque fue llamado a filas tan sólo dos días después de su victoria, con el número de recluta 7.375. Al principio sus mandos fueron generosos con él y pudo continuar con sus rutinas “siempre que estuviera en el cuartel antes del toque de queda”. Siguió entrenando y siguió compitiendo. También Bartali. Y ese mismo año conoció a su futura mujer: “Una chica morena y tímida llamada Bruna Ciampolini le pidió un autógrafo en una carrera”. Antes de acudir al frente, aún tuvo tiempo también para batir el récord de la hora en 1942, en el velódromo Vigorelli de Milán, una instalación descascarillada por los bombardeos que era utilizada como hospital de campaña por el ejército. Coppi se preparó chapuceramente, entre otras cosas porque “el racionamiento de gasolina le impedía tener una moto para entrenar”, pero logró la plusmarca.


Coppi evitó la guerra hasta donde pudo, pero finalmente en marzo de 1943 tuvo que incorporarse al frente, en el norte de África, donde sufrió numerosas penalidades, entre ellas una primera malaria que entonces pudo superar, y fue hecho prisionero. El soldado británico Len Levesley, mecánico de bicicletas en Londres, recordó después que un día pidió un preso para que le cortara el pelo: “Y apareció el mismísimo Coppi”. A Bartali, sin embargo, no le reclutaron, aunque muchos años más tarde, después de su fallecimiento, se conoció que sí tuvo una participación activa en una red impulsada por monjes que falsificaba documentos para salvar a judíos. El toscano los transportaba escondidos en los tubos de su bicicleta, sin que los camisas negras tuvieran valor para detenerle porque era un mito nacional, un hombre que había ganado el Tour en 1938, que se había coronado en la adversaria Francia, en pleno régimen de Benito Mussolini. Gino Bartali, tan charlatán y bravucón en vida, se llevó ese secreto a la tumba. Fue un héroe silencioso. Un héroe de verdad.

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Los momentos de mayor rivalidad entre ambos llegaron después de la II Guerra Mundial, en una Italia derruida e invadida por la pobreza que necesitaba recuperar su orgullo, “con tubulares remendados por trapos”, sobre unas carreteras destrozadas por las bombas y la sinrazón. Antes, Coppi contrajo matrimonio con Bruna en noviembre de 1945: “No había dinero para arreglar la iglesia con flores, así que Bartali, como buen cristiano que era, le regaló la victoria en un critérium para que pudiera llevarse a casa uno o dos ramos”. Su querido enemigo. Siempre presente. La pareja se instaló en un cuarto piso sin ascensor en Sestri Ponente: “Los tifosi lo esperaban fuera, peleándose por el honor de subirle la bicicleta por las escaleras”.

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Durante aquellos años posteriores llegaron algunas de las mejores gestas de Coppi y Bartali, algunos de los episodios más brillantes de la historia del ciclismo. Coppi se convirtió en el primer corredor que lograba el doblete Giro-Tour, que repitió en 1949 y 1952. Y Bartali ganó el Tour en 1948, justo diez años después y con un conflicto bélico entre medias. Cuentan que aquella victoria salvó a Italia, porque se produjo al día siguiente del intento de asesinato del comunista Palmiro Togliatti. Mientras sus incondicionales levantaban barricadas en las calles, el presidente demócrata cristiano Alcide di Gasperi pidió a su amigo Bartali por teléfono que ganara la carrera para evitar una guerra civil.

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Fausto Coppi fue mucho más que un campeón: Fausto Coppi fue el ciclista que marcó el camino a los campeones del futuro. A Anquetil, a Merckx, a Indurain… “Todos los corredores que vinieron detrás se han inspirado en él”, afirma su excompañero Raphael Geminiani. Por primera vez, un ciclista cuidaba la alimentación (experimentó con dietas vegetarianas, sustituyó la carne por carbohidratos…), la preparación física, los entrenamientos (fue un pionero del tras moto), la programación de la temporada, el vestuario, el material, la aerodinámica… La primera decisión que tomó cuando nació el equipo Bianchi fue llevarse a su mecánico del Legnano: Pinella de Grandi, a quien llamaban ‘alicates de oro’. Siempre bajo la supervisión de Biagio Cavanna, la figura más importante de su carrera: su masajista, su guía, su auxiliar, su asesor, su consejero, su confesor... Cavanna era ciego: “Mis manos pueden ver mejor que cualquier ojo humano y mis oídos pueden escuchar sonidos inaudibles para una persona normal. Mis manos y mis oídos nunca mienten”. Y tenía un lema: “Nada de fumar, nada de mujeres, nada de vino”. En francés existe una palabra para sus funciones: ‘soigneur’. Significa: ‘cuidador’. Eso era Cavanna.



Coppi también fue un ciclista íntimamente relacionado con el dopaje, cuando el dopaje no estaba tan estigmatizado ni tan regulado como ahora. De hecho, no se prohibió hasta cinco años después de su muerte. “Yo soy un profesional. Si pudiera encontrar una sustancia que no dañara mi corazón ni mi sistema nervioso no dudaría en utilizarla para ganar, y a menudo”, decía Il Campionissimo. La anfetamina era el producto rey. También estaban de moda los mejunjes a base de cafeína, alcohol y anfetaminas. “Y luego estaba la bomba: un bidón que contenía seis o siete cafés, azúcar, peptocola y dos o tres pastillas de anfetaminas suaves”. El consumo de sustancias estimulantes formaba parte de la estrategia. Como en aquel Giro de 1953 en el que Coppi envió de espía a su gregario Ettore Milano para que mirara a los ojos a Hugo Koblet en una salida: si los tenía enrojecidos era síntoma de que no había dormido porque el día anterior había tomado una dosis alta. “Tiene los ojos en el cogote”, fue el informe de Milano. Durante la etapa, otro gregario vigiló si bebía mucho: las anfetaminas dan sed. Con estos datos, gracias a aquella picaresca, Coppi ganó el Giro. Fue su última grande, por cierto.


Bartali y Coppi se espiaban constantemente. Era un hábito de la época. Bartali observó, por ejemplo, que “a Coppi se le inflamaba una vena en la parte de atrás de su rodilla izquierda cuando estaba llegando al límite de sus fuerzas”. Utilizaban todo tipo de argucias y triquiñuelas para desestabilizar al rival. En la víspera de la Milán-San Remo de 1947, Fausto sabía que no llegaba en un buen punto de forma, así que se fue pronto a la cama y envió a tres gregarios, su hermano Serse, Casola y Pugnaloni, a pasear y a entretener a Bartali. La táctica era que durmiera poco, que se debilitara. Lo llevaron al cine a ver ‘Gilda’, de Glenn Ford. Fumaron como carreteros. Pero al día siguiente, Il Ginetaccio estaba fresco como una rosa. Quienes pagaron las consecuencias fueron los propios gregarios de Coppi, que rindieron a bajo nivel. “Nos dejó fuera de combate, porque estaba más acostumbrado a trasnochar que nosotros”, contó Pugnaloni. Bartali se recuperaba a base de cafés, podía tomarse hasta 28 al día. Siempre sostuvo que ese fue su único dopaje durante su carrera deportiva.




El pique sobrepasaba incluso la competición: “Si Bartali se compraba un coche nuevo, Coppi se agenciaba una máquina más grande”. Pero más allá de sus rencillas, Fausto y Gino se necesitaban. Los dos sabían que esa gran rivalidad creaba expectación, y que la expectación se transformaba en altos contratos para las carreras, en buenos fijos de salida… El mayor duelo deportivo de la historia también era una máquina de hacer dinero que ambos supieron exprimir: “No había carrera que valiera la pena organizar si no participaban los dos, así que cobraban por hacerlo (…). La Gazzetta dello Sport necesitaba a la pareja para vender más ejemplares (…). Bianchi y Legnano los necesitaban para vender bicis. Los gregarios de Coppi y de Bartali ganaban bastante más trabajando para sus jefes que si lo hacían para ellos mismos”. Los dos tenían muy claro el valor económico de su rivalidad.


Tanto confrontaron, que en ocasiones no supieron medirse. El Mundial de Valkenburg en 1948 fue uno de los capítulos más cómicos del ciclismo, con ambos marcándose estrechamente para que no ganara el otro, con los dos desentendiéndose totalmente de la carrera. “Iré donde tú vayas”, le dijo Coppi. Y le siguió incluso a los vestuarios. Italia tenía un problema. En una época en la que el Tour se disputaba por países, sus dos principales capitanes estaban más preocupados por fastidiarse que en colaborar por la gloria patria. El seleccionador, Alfredo Binda, tuvo que lidiar con aquella situación y les obligó a firmar un acuerdo. No era un cualquiera, sino un campeón con cinco victorias en el Giro y tres en Mundiales, por lo que podía mirarles a los ojos y dar un puñetazo en la mesa. El eterno conflicto estuvo a punto de dejar fuera a Italia del Tour de 1949, que finalmente ganó Coppi, gracias a la insistencia del seleccionador para que no abandonara la carrera después de una avería. Binda mantuvo milagrosamente el equilibrio entre los recelos de ambos y evitó que repitieran el capítulo de Valkenburg en el Izoard. En víspera del Tour de 1952 hubo la misma polémica, pero en esa ocasión aquel madurito Bartali salvó hasta dos veces del desastre al desconfiado Coppi cediéndole su rueda cuando pinchó en Mónaco y en Aviñón.



Bartali nunca ganó un Mundial. Coppi, sí. Il Campionissimo lo hizo en Lugano en 1953. Y en la foto de aquel podio apareció ya la figura de Giulia Occhini. El escándalo. Fausto abandonó a su mujer de toda la vida, Bruna, y desoyó cualquier intento de reconducción, sin importarle que vinieran del propio Papa, o que tuvieran al piadoso Gino como intermediario. Italia llegó a perdonar a Fausto, pero nunca a Giulia. Coppi entró en una cuesta abajo que desembocó en su muerte por aquella malaria diagnosticada como una gripe, por aquella gira de carreras y aquellas cacerías en África de la mano de su compañero y amigo Raphael Geminiani. Coppi nunca tenía que haber viajado a Alto Volta (la actual Burkina Faso), pero Louison Bobet causó baja y Geminiani le llamó. El destino. La casualidad cruel. Geminiani recuerda perfectamente la noche en que fueron acribillados por los mosquitos. “¡Poca miseria, pim, pam, pum!”, repetía Coppi. Raphael también enfermó, pero en su caso dieron bien con el tratamiento. Fausto Angelo Coppi murió el 2 de enero de 1960. Era el final del hombre y el comienzo del mito, el cierre a una vida que le brindó gloria, pero que también estuvo sembrada por lunares negros que le iban anunciando la oscuridad última: la muerte de su padre, Domenico, aplastado por una pareja de bueyes cuando aún no había cumplido los 50 años; o la muerte de su hermano y gregario Serse por una mala caída en el Giro del Piamonte de 1951... Fausto Coppi fue el último eslabón de una desventurada cadena. Un héroe trágico.


Desde aquella fecha, y durante 40 años, cada gesto de cariño que recibió Gino Bartali era compartido con el recuerdo de su eterno rival. Pero Fausto Coppi ya no es “un uomo solo al comando”. En algún lugar, Coppi y Bartali, Bartali y Coppi, vuelven a pedalear juntos y a compartir un bidón. Unidos por la leyenda. Hasta la eternidad.