Espartaco ya es eterno
Cuando Óscar Freire repetía en los medios de comunicación que no le interesaban mucho las vueltas, que él era un hombre de clásicas, su mensaje no terminaba de cuajar en el público español. Aquí nos hemos criado en la vueltomanía, mucho mejor si además nos agarrábamos al rebufo de un escalador. Con Indurain logramos perdonar a los contrarrelojistas, que hasta entonces nos zarandeaban de lo lindo. Y con Freire hay mucha gente que se ha enganchado a las clásicas, aunque me temo que menos de la que nos gustaría a los que amamos este tipo de carreras. El cántabro llegó a ganar alguna ronda de prestigio, como la Tirreno-Adriático, o se enfadó mucho cuando el Rabobank le dejó fuera del Tour en 2011. Aceptó en parte la importancia publicitaria de las vueltas, pero nunca renunció a sus principios. Su prioridad eran las clásicas y el Mundial. Y ahí se hizo grande.
Cuando Freire lanzaba aquel discurso, que secundaron otros como Horrillo o Flecha, sólo los aficionados más especializados seguían las grandes clásicas, pero el público más generalista estaba muy lejos de hacerlo. Incluso muchos de los que nos dedicábamos al ciclismo por profesión lo veíamos como algo remoto y hasta exótico. Sonaban más que otras la París-Roubaix, por el pavés y esas imágenes de los ciclistas embarrados, y la Milán-San Remo, que hace tiempo había ganado un español, Miguel Poblet. Algunos medios eran (o éramos) tan osados que pintábamos la Lieja-Bastoña-Lieja como la clásica más española, porque las cotas se adaptaban más a las cualidades ibéricas, aunque luego iban los españoles y no se comían ni un colín. El Tour de Flandes apenas si sonaba en este país, sólo a los más entendidos.
Aunque no se prodigó mucho por los adoquines, y creó que erró con ello, Freire nos abrió aquel mundo… A un público más amplio, a los medios de comunicación y, sobre todo, a los equipos y a los propios ciclistas españoles. Aun así, tengo mis dudas de que el mensaje haya calado tanto. En este país somos muy dados a no disfrutar del deporte si los nuestros no están implicados. Y en el pavés, a excepción del ya retirado Flecha, la presencia rojigualda se multiplica por cero. Es una pena, porque el aficionado se pierde un espectáculo soberbio, como este domingo pudimos comprobar en los muros y las piedras de Flandes, con las cunetas plagadas de un público implicado y fervoroso (vaya mi cariñoso homenaje a esa mujer derribada accidentalmente por Vansummeren).
Ganó Fabian Cancellara, un suizo que llegó a la meta acompañado de tres hombres de la casa, de tres corredores con apellido Van (que siempre impresiona más en un belga, salvo que te topes con Boonen o Merckx). Eran Van Avermaet, Vanmarcke y Vandenbergh. Y se merendó a los tres. Espartaco suma así su tercer Tour de Flandes y empata con los belgas Boonen, Museeuw, Buysse y Leman y el italiano Magni (nadie ha llegado a cuatro). También tiene tres victorias en la París-Roubaix y una en la Milán-San Remo, con lo que totaliza siete triunfos en Monumentos (y 14 podios). Si aludimos a otro dato estadístico facilitado en Twitter por Mister Chip, Cancellara ha subido al cajón en los últimos 11 Monumentos que ha disputado sin caerse.
Los números no describen la épica, pero sí la grandeza. Cancellara, al igual que Boonen, ya son mitos del ciclismo. Cuando ambos se retiren no les recordaremos por sus victorias de etapa en el Tour o en la Vuelta, que las tienen, sino por sus gestas en las grandes clásicas. Eso les hará eternos, ya les ha hecho eternos. A eso se refería Freire, al final no era tan difícil entenderle.