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EL 12-1 y la autogestión controlada

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Ahora, a la distancia de un Mundial y dos Eurocopas ganadas, puede no parecer mucho aquello de los 12-1 a Malta, pero se vivió como un prodigio. Y lo era. Llevo cincuenta años siguiendo con atención el fútbol y nunca más he visto un resultado así en un partido de nivel. Ni entonces lo esperaba.

Y fue muy divertido recordarlo. Ya dediqué uno de mis editoriales a ello, pero hay alguna cosa que merece mayor extensión, y que pudo ser un clave mayor a la hora de conseguir lo que consiguió: la autogestión. A lo largo del distendido encuentro que tuvimos (primero, los abrazos y bromas de la llegada, luego la visión de las imágenes, después la intensa rueda de preguntas y finalmente una feliz comida en ‘Las Estaciones de Juan’) salieron todo tipo de temas, más o menos sonados desde entonces. Pero hubo una novedad, que contó Santillana: los jugadores se reunían, sin el entrenador, para decidir cosas entre ellos.

Allí se establecían cosas como quién cogía a cada quién en los balones altos contra el área propia, en qué zona se presionaba, quiénes eran los jugadores más peligrosos, dónde hacer falta, dónde no, cómo quiero que te desmarques cuando la tenga, dónde quiero que me la pongas cuando me la eches… Ahí se ponía sobre la mesa la información que cada uno del grupo tenía sobre cada uno de los rivales. Entre tantos, difícil era que alguien no hubiera jugado contra alguien. No hablo sólo del día de Malta, sino de otros partidos. Luego, se establecía un compromiso.

¿Y Miguel Muñoz, el seleccionador? Él lo sabía, daba su consentimiento. Por un lado, se ahorraba trabajo. Por otro, sabía que un compromiso ante el grupo es más difícil de desobedecer que una orden del jefe. Desobedecer a este puede ser visto, según cuán y por qué, como un gesto de gallardía. Fallarle al grupo es una deserción. Pero la última decisión, la más importante, se la reservaba Miguel Muñoz: la alineación.

De hecho, cuando les preguntábamos que consignas dio Miguel Muñoz antes del partido nos contestaron con vaguedades, hasta que contaron cómo se gestionaba aquel equipo. Alguien, creo recordar que Sarabia, explicó con sencillez: “La táctica te la daba la alineación. Ahí veías cómo quería jugar él. Y jugábamos así”

Un sobreentendido que funcionó. La autoridad estaba en el grupo, pero delegada por el entrenador, cuyo mensaje era qué once salía. Luego, con el grupo llevando los hilos de los noventa minutos, era natural improvisar soluciones sobre la marcha. Cuando todo se desató, en la segunda mitad y Malta entró en pánico, se quedó prácticamente solo Camacho atrás: “Ellos no querían tener la pelota ni un momento, la echaban fuera o muy fuerte para arriba. Así que me quedé solo atrás y una y otra vez me llegaba el balón. Todos se fueron al ataque, incluidos Goiko y Maceda.”

Allí se creó un pandemónium como no he visto otro, porque lo que se produjo fue una ola de entusiasmo que duró no unos cuantos minutos, como frecuentemente pasa en fútbol, sino toda la segunda parte. Eso dio lugar a la avalancha de goles, que vino de la mano del ataque de pánico y la paralización de los malteses. “Nunca más vi lo que vi ese día: esa mirada de ellos. Se notaba que querían irse del campo”, dijo Carrasco.

Así hasta que llegó el gol número doce, justamente de Señor, que había fallado un penalti nada más empezar. El gol que le hizo soltar un gallo a José Ángel de la Casa, tan contenido siempre.

Esas reuniones las trasladaron luego los del Madrid al Madrid de Molowny, el de las gloriosas remontadas de la Copa de la UEFA. Molowny, otro que mandaba con el estilo de Muñoz, cuidando el trazo grande, el marco de convivencia, y dejando los detalles para otros. Eso sí: observaba y decidía. Ahora pongo a Juanito, ahora quito a Juanito. Con ese instinto de viejos hombres de fútbol sabían detectar lo que estaba ocurriendo en cada minuto.

Con ese modelo ganó el Madrid dos Copas de la UEFA, pasando eliminatorias tremendas, con ese modelo aquella Selección fue finalista en la Eurocopa, derrotada ante el local, Francia, aquel día del dichoso gol de Platini a Arconada, antes del cual se había ido al limbo un gol fantasma de Santillana. Y con ese modelo llegó a cuartos del Mundial de México, donde cayó, pena, en los penaltis ante Bélgica. Ese día España jugó sin centrales, por lesión de Maceda y tarjetas de Goiko. Argentina, me lo han confesado Maradona y Valdano, temía a España.

Era un muy buen grupo de jugadores, unidos además por ese compromiso. No todos los entrenadores aceptarían algo así. Es más: casi ninguno. Cuando al Madrid llegó Beenhakker acabó con eso y siempre pensé que hizo mal. Acabado en el Madrid, se perdió también la costumbre en la Selección, que fue justo donde había nacido. La mayoría de los entrenadores prefiere un control directo, en algunos casos hasta agobiante, de cada detalle. Hoy vemos cómo a cada suplente que sale se le recuerda en un cuaderno dónde debe ponerse en las faltas. El Madrid de Mourinho fue particularmente llamativo en ese aspecto, y no sé si en alguna otra época le han metido al Madrid con tanta frecuencia goles con saques de balón parado al área.

No sé si ahora habrá algún equipo donde haya resucitado esa práctica. Lo dudo. Hace falta un fuerte lanzo de confianza entre el grupo (ver cómo de sinceramente amigos siguen siendo aquellos hoy en día, cómo disfrutan juntos, pasados ya treinta años resulta emocionante) y generosidad por parte del entrenador. Generosidad para ceder parte de su papel. O seguridad, quizá. El inseguro no delega, quiere controlarlo todo, asfixia. Muñoz y Molowny tuvieron generosidad y seguridad en sí mismos.