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Australia, tierra de promisión

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Nadal ha vuelto a cruzar una frontera. Ésta estaba en las antípodas. En una tierra de promisión donde los españoles llegaban a cortar caña o cuidar rebaños a principios del XX. Era un país ignoto. Hasta que en 1965 y 1967 España disputó y perdió dos finales de Davis con Santana al frente. Hasta allí se trasladaron, como cuenta el maestro Manu Leguineche en La tierra de Oz, un reducido grupo de aficionados y periodistas ("Julián García Candau tocado de montera") o un tal Juan Antonio Samaranch, delegado nacional de Deportes. Con Australia jugaban unos señores que atendían por John Newcombe, Tony Roche o Roy Emerson, continuadores de Rod Laver, que había conseguido el Grand Slam en 1962 y se pasó a profesionales entre 1963 y 1967 para repetir proeza en 1969.

El domingo, en la final de Melbourne, los ojos de todas esas leyendas estaban imantados por la fuerza de Nadal. Todos debían pensar en los trabajos de Hércules que abordará. Cuando ellos triunfaban, se jugaba en hierba y tierra, y ahora la mitad de la campaña es sobre pistas duras que minan el físico. Tampoco existía la tiranía de la defensa de puntos ATP -objetivo irrenunciable en estos tiempos-, y Nadal debe sostener una burrada en el tramo de tierra. Ni una temporada de once meses por todo el globo. Así que el reto de Nadal, revalidar Wimbledon y Roland Garros, ganar el US Open, la Davis y acabar número uno parece imposible, casi increíble. Pero nosotros, y también los mitos, comenzamos a pensar que puede ser posible.