10 años de Dark Souls: recordando el intrincado e irrepetible diseño de Lordran
Se cumple una década desde el estreno del clásico de From Software, un juego que desafió expectativas y agitó un medio en estado de creciente complacencia.
El 22 de septiembre de 2011, Dark Souls se puso a la venta en Japón, así que no hace falta explicar por qué estamos hoy aquí. El título lo adelanta, y probablemente se hayan publicado ya —o se vayan a publicar en las próximas horas— bastantes artículos relacionados con el tema. ¿Cómo resistirse? Durante los últimos diez años, la obra de From Software se ha convertido en un comodín inagotable para hablar de dificultad y superación, espoleando admiraciones y controversias a partes casi iguales. Una década es suficiente para que la crónica se convierta en leyenda, pero con ese aderezamiento también se pueden desdibujar los orígenes de un fenómeno más humilde de lo que algunos recuerdan. Porque 2011 fue en realidad el año de Skyrim. Y de Portal 2. Y de Arkham City. Y de Skyward Sword. Y de Uncharted 3. Todos ellos recibieron mejores notas, vendieron más copias y ganaron más premios que Dark Souls.
A pesar de lo que reza el dicho, el tiempo no siempre pone a cada uno en su lugar, aunque en el caso de Hidetaka Miyazaki y su estudio sí ha sido muy favorable. Demon’s Souls, origen real de la fórmula, pasó varios años a la sombra de su sucesor, pero su reciente remake para PS5 volvió a poner de manifiesto la revelación que siempre fue. No obstante, si bien la explosión en popularidad de Dark Souls tampoco fue instantánea, sí fue más rápida e intensa. Su naturaleza multiplataforma y el mayor esfuerzo por parte de Namco Bandai por publicitarlo en Occidente desempeñaron un papel clave, pero hay otro factor tan o más importante. Uno que ahora, en pleno 2011, sirve para que este juego todavía marque distancias respecto a las secuelas con las que comparte nombre, los imitadores creados por otros estudios y los demás juegos del propio Miyazaki (Bloodborne, Sekiro). Y es, por supuesto, el diseño de Lordran.
Aventuras digitales
Pero antes de ir a Lordran, pasemos un momento por Hyrule. Semanas atrás, al divagar sobre la innovación en videojuegos, recuperamos la anécdota sobre un panel de 2012 con Jonathan Blow (Braid, The Witness) y Phil Fish (Fez) donde se cuestionaba el estado de la industria japonesa. El ya citado Skyward Sword se había estrenado meses antes y se convirtió en un ejemplo paradigmático de las trampas en las que caían los estudios en su afán de hacer todo más accesible y digerible. Interminables interrupciones para tutoriales, secretos señalados con neones, migas de pan siempre guiando hacia cada punto de progreso. Aunque distaba de ser un problema japonés. El camino desde mediados de los 2000 hasta entonces había sido uno tan marcado por el refinamiento técnico y jugable como por el incremento de concesiones que a veces corrían en dirección opuesta a la intención original de las propuestas.
Los Shooters ofrecían refugio en coberturas regenerativas que acaparaban más tiempo de juego que los disparos. Los RPG simplificaban los sistemas de progresión para invitar a recrearse en la acción y los romances. Los Survival Horror minimizaban la importancia del conocimiento de los niveles y la gestión de los recursos para hacer del terror una atracción temática. Todo el mundo podía disfrutar de cualquier juego, lo que en absoluto era malo, pero tampoco realmente cierto. Porque el disfrute de un producto no solo va ligado al hecho de que se marque una serie de casillas para encajar semánticamente en una categoría, sino también a lo que haga experimentar usando lo incluido en dichas casillas. En 1986, cuando se estrenó el primer Zelda, su éxito no derivó de ser un buen Zelda (¿con qué compararlo?) o un buen representante de un género en pañales como eran las aventuras. Su éxito fue lograr que el término “aventura” resultase apropiado al margen de las mecánicas usadas.
Nintendo abandonó los desarrollos lineales de fase en fase y soltó a Link en un mundo abierto sin direcciones. Hacerse con la espada era fácil, solo había que entrar en la cueva de la primera pantalla; pero a partir de ahí, conseguir las piezas de corazón, aumentar el contador de rupias y localizar las entradas de las mazmorras —varias ya accesibles desde el minuto uno— era responsabilidad del jugador. Perderse varias veces resultaba prácticamente inevitable durante la primera partida. Y morir, también era un suceso frecuente con la salud inicial. Pero era eso lo que luego, a cambio, hacía más significativo cada progreso. Cada jefe derrotado y cada corazón ampliado no solo eran una victoria para Link, también lo era para el jugador, que poco a poco perdía el miedo y miraba a las partes de Hyrule ya exploradas con familiaridad y satisfacción.
Llegado 2011, sin embargo, Nintendo había dejado de ofrecer aventuras y ahora organizaba excursiones. Recorridos minuciosamente planeados desde esta aldea hasta esa colina, y luego hasta aquella mazmorra. Skyward Sword no fue el primer caso, pero sí había sido el más drástico hasta la fecha, y la irrupción de Dark Souls casi al mismo tiempo ayudó a evidenciar que, aunque semánticamente el juego de Nintendo se calificase como una aventura y el de From Software como un action RPG, el segundo se acercaba mucho más a lo que había intentado conseguir Zelda en sus orígenes. Al igual que la primera encarnación de Hyrule en 2D, Lordran era un mundo grande y peligroso, donde el jugador debía abrirse camino probando y fallando. Morir era parte del proceso; perderse, también. El juego casi nunca daba direcciones claras y el jugador novato podía acabar presa de emboscadas o incluso atraparse a sí mismo en lugares poco apropiados para alguien de su nivel. Era intimidante, pero también estimulante, porque había riesgo. Como en una buena aventura.
La lucha contra el desconocimiento
El debate cíclico sobre si los Souls necesitan un modo fácil a veces pierde de vista que el desafío de estos juegos, especialmente en el caso de Demon’s y Dark (el equilibrio fue alterado a medida que había que diseñar otros y volver a sorprender), no reside tanto en la destreza necesaria con el mando como en la capacidad de usar sus sistemas para regular la dificultad. Elegir y optimizar determinadas clases o armas, invocar a otros personajes, cambiar el itinerario de la partida o farmear almas son herramientas de modulación interna que permiten a los jugadores alterar la dificultad de forma orgánica, no desde un menú. Subir treinta niveles farmeando o explotar la piromancia para avanzar sin subir ni un solo nivel son formas igual de válidas de completar Dark Souls, satisfactorias para diferentes tipos de jugador —o el mismo en diferentes fases de descubrimiento— y libres de esa relatividad que inyecta un abanico de modos donde los parámetros de los enemigos se alteran de forma externa.
Es cierto que la gestión de la resistencia para atacar, cubrirse o rodar y la presencia de un búfer que espera a completar una acción antes de ejecutar la siguiente no ofrecen un punto de entrada tan instintivo como otros juegos —aunque sea más verosímil—, pero es una decisión orientada a crear un reto más táctico, a recompensar al jugador que piensa antes de actuar, no a castigar al jugador con menos reflejos. La misma lógica se traslada al mundo. Demon’s Souls disponía cinco regiones para explorar en paralelo, con sus propios enemigos, peligros y curvas de dificultad pronunciadas para que fuese recomendable alternar en vez de intentar alcanzar el final de una antes de empezar la siguiente. Así, el juego adoptaba una estructura abierta pese a la eminente linealidad de cada región, y mitigaba la frustración ante tramos o jefes más duros ofreciendo alternativas en las que seguir progresando, reforzando al personaje y consiguiendo equipamiento útil de vuelta a ese punto crítico que antes se atragantaba.
Demon’s Souls fue un juego exigente y disruptivo, aunque el salto libre entre las archipiedras ponía una red de seguridad desde que superábamos el primer nivel de Boletaria. Dark Souls quitó esa red y —por primera y última vez en la serie— prescindió de teletransporte durante gran parte del juego. Tras el tutorial en el Refugio de los no muertos, un cuervo nos dejaba en el Santuario de Enlace de Fuego y Dark Souls canalizaba su Zelda NES interior, cediendo al jugador la responsabilidad de buscarse la vida explorando. Oscar de Astora, personaje encargado de liberarnos para poco después morir en el propio Refugio, aludía a una campana; y luego, el guerrero alicaído junto a la hoguera de Enlace matizaba que en realidad había dos, hacia las que nos indicaba de forma muy general. Una estaba arriba, en una iglesia. Otra abajo, en las ruinas al pie de un lugar llamado Ciudad Infestada. Así que tocaba buscarlas.
Pero en Dark Souls no había mapa, ni indicadores de misión, ni brújula mágica para orientarnos. Usar términos tan vagos como “arriba” y “abajo” fue una decisión deliberada, ya que no requerían referencias relativas: “arriba” simplemente implica subir, y una pendiente cercana conducía hacia el Burgo de los no muertos, lugar que escalaba de forma natural la dificultad respecto al Refugio y empataba con la Parroquia de los no muertos, donde podíamos encontrar la iglesia en cuestión. En ella, el jugador tenía acceso a la primera campana —solo si antes derrotaba a las gárgolas que la custodiaban— y a la primera gran revelación sobre Lordran: a pesar de llevar una o dos horas alejándonos del punto inicial, usar un ascensor situado dentro de la propia iglesia nos dejaba de vuelta en Enlace de Fuego en apenas unos segundos.
Racionando el Estus
Este descubrimiento seguramente se ha quedado tan o más grabado en la memoria de los jugadores que la mayoría de jefes y paisajes. El práctico regreso a Enlace sin necesidad de teletransporte no solo era un ingenioso truco de diseño, era la punta de un iceberg que bajaba mucho más de lo que el jugador percibía en ese momento. Y de lo que ha bajado cualquier otro Souls desde entonces, dicho sea de paso. Era el primer vislumbramiento de una intricada red de caminos que se replegaban y conectaban casi todo Lordran de vuelta a ese lugar central, útil para reubircarnos tras otras expediciones. El punto en el que anclar el mapa imaginario que debíamos elaborar en nuestra cabeza con el paso de las horas.
Aunque ese momento también tenía una utilidad algo más prosaica. En Enlace, podíamos usar la hoguera para llenar diez frascos de Estus y entregar a su guardiana el alma de otra —encontrada en la iglesia— para mejorar la capacidad regenerativa, ayuda importante a la hora de volver a luchar contra las gárgolas si aún no las habíamos derrotado. Con la sustitución del acopio de hierbas curativas por un recurso mucho más limitado y solo regenerado en hogueras, Dark Souls introdujo de una tacada dos elementos nuevos de gestión: por un lado, los cinco usos habituales (en hogueras no avivadas) creaban constantes situaciones de duda entre la idoneidad de consumir un frasco tras perder algo de vida o esperar para amortizar su consumo más adelante, cuando la salud hubiese bajado más; y por otro, poder llegar a los jefes desde más de una hoguera también hacía que el jugador pudiese elegir entre rutas alternativas si, como en el caso de Enlace, una permitía partir con más Estus que otra.
Eso sí, este segundo elemento de gestión inicialmente no era tan relevante pues, salvo por la hoguera de Enlace y la de Anor Londo, todas las demás rellenaban cinco frascos y la diferencia en la distancia solía contrarrestar el beneficio del incremento fuera de casos puntuales como las gárgolas o el infame dúo Ornstein y Smough. Sin embargo, una vez avanzado en el juego y conseguido el rito del Avivado en las catacumbas, el jugador tenía más control sobre cuántos frascos llenaba cada hoguera, hasta un total de veinte sacrificando tres veces humanidad (consumible limitado, pero fácil de conseguir) en las corrientes. Llegado ese punto, no obstante, la mayoría de los jugadores primerizos ya estarían en la segunda mitad, lo que significaba que tendrían teletransporte y también podrían, por ejemplo, regenerar el máximo en Enlace y luego viajar a otra más cercana al jefe con ese beneficio.
Lo que hace realmente interesante esta mecánica, y empieza a explicar por qué Lordran es un mundo sin comparación incluso entre los otros Souls, es que el rito del Avivado se podía conseguir nada más llegar a Enlace por primera vez, antes de poner rumbo al Burgo de los no muertos. La ruta hacia las catacumbas estaba disponible desde el principio, cruzando un cementerio a pocos metros de donde nos dejaba el cuervo, y, aunque los novatos probablemente serían disuadidos de adentrarse nada más comprobar la dureza de los esqueletos que salían a recibirnos, saber de antemano el camino permitía correr y plantarnos ante Molinete —jefe bastante asumible incluso con nivel bajo— en pocos minutos. Derrotarlo nos recompensaba con el rito y nos permitía regresar a Enlace para reanudar (o mejor dicho, empezar) el viaje hacia las campanas regenerando diez o más frascos en la hoguera que nos apeteciese.
Claro que decirlo es una cosa y hacerlo, otra. Molinete podría no ser el jefe más difícil, pero las catacumbas intimidaban incluso conociendo el trazado: los esqueletos se agolpaban en lugares estrechos, los nigromantes lanzaban bolas de fuego, las cabezas voladoras explotaban al pasar cerca, unas estatuas de piedra sacaban púas retráctiles para pincharnos y los esqueletos con rueda que esperaban al final, ya como antesala de Molinete, podían acabar con nosotros en segundos si nos enganchaban de mala manera. Así que completar el camino sin parar en alguna de las hogueras intermedias para crear puntos de control y no repetir todo en caso de muerte era casi inviable, o al menos un riesgo demasiado grande como para que la mayoría de los jugadores lo asumiesen. Mejor descansar, pero con ello se perdía la posibilidad de usar un hueso de regreso para reaparecer en Enlace tras derrotar a Molinete. Había que volver a pie, por una ruta algo diferente, pero también plagada de peligros.
La luz al final del túnel
Esto nos lleva a otro elemento único de Dark Souls, no tan presente en Demon’s Souls ni replicado hasta el mismo extremo en los siguientes juegos de From, y es el temor a verse atrapado en un lugar indeseado. El viaje hacia la segunda campana, la de “abajo”, podía hacerse por dos rutas, pero la mayoría seguía la más larga y complicada porque ir primero a la iglesia daba pie a ello. Justo frente a su fachada encontrábamos una llave que abría el acceso a los niveles inferiores del Burgo de los no muertos, lugar que también conectaba de vuelta hacia Enlace, pero que además descendía a una serie de sótanos y alcantarillas conocidas como las Profundidades. Al principio, el nombre parecía apropiado. Planta tras planta, bajábamos haciendo frente primero a los huecos comunes, luego a ratas gigantes que nos podían envenenar, y luego a los temibles basiliscos, criaturas no difíciles de matar, pero capaces de gasearnos y reducir de forma permanente nuestra barra de vida mediante el estado maldición.
De darse el caso, el jugador más novato —y menos previsor— entraría en pánico. Aquí abajo, las cinco curaciones de Estus resultaban incluso más triviales con tan poca vida de base, y sin teletransporte no había forma de reaparecer en un lugar más seguro para buscar remedios. Por suerte, un poco de cabeza fría (o el uso de internet, para qué negarlo) servía para recordar que en realidad no había que volver tanto hacia atrás, ya que el atajo recientemente abierto entre el Burgo y Enlace disponía de una mercader con piedras purgadoras (el consumible que restauraba la barra de vida). Una vez solucionado el entuerto, tocaba regresar y seguir bajando, con cuidado para no ser maldecido otra vez, hasta el Dragón boquiabierto. Un rival digno de custodiar la segunda campana. Pero no. Lo único que custodiaba era la llave de Ciudad Infestada.
Porque el camino seguía bajando más y más. Ahora entre rampas y puentes rudimentarios de madera, que se retorcían hacia todas las direcciones e incluso se movían bajo nuestros pies, sin revelar con claridad el camino más seguro ni ayudar prevenir las caídas al vacío. Los enemigos tampoco lo ponían fácil (aunque ellos también podían caer), y algunos incluso nos intoxicaban usando cerbatanas desde la distancia. Abajo, tras un descenso lento, lleno de frustraciones y más que posibles reinicios, esperaba un enorme cenagal venenoso, poblado por gusanos e insectos gigantes. Y en el medio, un túnel con una hoguera. Encenderla materializaba el progreso y regeneraba nuestro Estus, seguramente vacío a esas alturas, pero no era un logro diseñado para ofrecer confort: el Santuario de Enlace ahora quedaba extremadamente lejos, y la idea de tener que andar todo el camino de vuelta hacia arriba intimidaba más que seguir hacia delante, hacia lo desconocido.
El intrincado e irrepetible diseño de Lordran
Por supuesto, como ya sabrán todos los veteranos, en realidad no había que volver a subir, al menos no por la misma ruta. Si alguien tenía el capricho de regresar a las Profundidades, podía, porque el diseño funcionaba en ambas direcciones; lo mismo ocurría con el gran Hueco, zona oculta que seguía bajando hasta lo más hondo de Lordran (el Lago de la Ceniza) y por la que también podíamos volver a pie pese a que el pronunciadísimo descenso no pareciese habilitado para ello. Pero el camino desde Ciudad Infestada hasta Enlace —tras derrotar a Quelaag y tocar la otra campana— podía recorrerse por una ruta mucho más fácil y directa. La misma que, en caso de coger la llave maestra como regalo inicial al crear el personaje, podíamos tomar desde el inicio, saltándonos todo el recorrido a través de los niveles inferiores del Burgo de los no muertos (evitando así el enfrentamiento contra el Demonio de Aries y sus perros) y las Profundidades (evitando los basiliscos y el Demonio boquiabierto).
De hecho, por poder, también podíamos evitar el Demonio de Tauro, primer jefe que salía al paso en la ruta a través del Burgo de los no muertos hacia la iglesia: aquel que decidiese empezar por “abajo” nada más llegar a Enlace, acabaría en las Ruinas de Nuevo Londo, lugar ideado para la segunda mitad (y sin hogueras para no quedar atrapado), pero donde ya podíamos encontrar tanto el primer herrero y algunos bienes útiles para la primera mitad (un alma de guardiana para mejorar los frascos de Estus y un anillo para prevenir la maldición de los basiliscos) como el acceso al Valle de Dragones. En una partida “normal”, si es que alguna se puede considerar como tal, esta localización era un lugar de transición con apenas importancia, pero la llave maestra y las ganas de investigar hacían que en otra menos convencional sirviese para llegar a Ciudad Infestada y a la Cuenca Tenebrosa mucho antes de tiempo.
A consecuencia de esta ramificación, el primer jefe de Dark Souls siempre iba a ser el Demonio del Refugio, la culminación del tutorial, pero el segundo podía ser el Demonio de Tauro, las gárgolas de la iglesia (si entrábamos a la Parroquia desde el Jardín Tenebroso), la Mariposa lunar (también en el Jardín Tenebroso), Quelaag, Molinete o incluso Sif, el gran lobo gris al que podíamos acceder farmeando almas para comprar el emblema de Artorias al herrero Andre o dando un rodeo desde la ubicación de la hidra en la Cuenca Tenebrosa. Técnicamente, también podríamos regresar al Refugio y hacer frente al Demonio salvaje —versión mucho más grande y difícil del jefe inicial— antes de luchar contra ningún otro, aunque descubrir cómo volver allí era bastante complicado sin algún chivatazo.
La existencia de todas estas posibilidades simultáneas es algo que muchos jugadores, probablemente la mayoría, pueden ignorar incluso tras terminar el juego porque, del mismo modo que From no dio mascada la ruta “normal” (de nuevo, si queremos denominar alguna como tal), tampoco hizo lo propio con las alternativas. Sin embargo, el hecho de que estuviesen ahí sirvió para enriquecer Lordran y convertirlo en algo más que una simple sucesión de niveles conectados. El miedo a estar adentrándose más y más en un lugar “equivocado”, usando hogueras que guardan el avance y previenen salir por arte de magia, solo se mantiene a lo largo de las horas si el jugador percibe que de verdad puede darse el caso. Evidentemente, también hay un argumento en contra, y es que algunas partidas pueden acabar de forma prematura debido a ello, y otras pueden pecar de laboriosas para la cantidad de backtracking derivado de ir a dónde todavía no debíamos o la incursión es opcional.
No obstante, era raro el rincón que no guardase algo de valor, fuera un anillo con propiedades útiles, un enemigo que soltase materiales para mejorar el equipamiento, un arma con detalles interesantes sobre el hermético trasfondo de Lordran, el acceso a un pacto para participar en el multijugador online o un personaje secundario inmerso en su propia búsqueda. Crear un mundo tan grande, denso e interconectado es una tarea sumamente compleja, y el limitado tiempo de desarrollo impidió que From Software pudiese terminarlo: llegada la segunda mitad, cuando partimos en busca de cuatro jefes cuyas almas debemos reclamar para acceder al final, el desarrollo delega en el teletransporte para enviarnos a través de varios caminos con ida, pero sin vuelta. Sin esos repliegues y atajos de regreso hacia Enlace que justifiquen ceñirse a la exploración a pie, entrando en una dinámica que sería el estándar de sus sucesores.
Para muchos será un acierto, y además es difícil discutir con los creadores de juegos como Bloodborne y Dark Souls III cuando, bueno, son los creadores de Bloodborne y Dark Souls III. Juegos más refinados, con controles más precisos, combates más intensos y desarrollos más amables sin negar su espacio a los secretos y el ocasional “obtusismo”. Pero también es difícil no considerar que algo se ha perdido por el camino. Esa aventura que surge de la posibilidad real de perderse, y esa satisfacción que aparece luego al encontrarse. Del mismo modo que A Link to the Past y Ocarina of Time, aun siendo obras maestras trascendentales, no recapturaron por completo las cualidades de la primera versión de Hyrule, los siguientes juegos de From Software tampoco han conseguido eclipsar a Lordran. Un mundo que, diez años después de abrir sus puertas a los jugadores, todavía conserva la misma capacidad para asombrar.
- RPG
- Acción
Dark Souls es un RPG de acción, ambientado en un rico universo de fantasía oscura. Una experiencia de rol única, que combina la tensión de la exploración de mazmorras con temibles encuentros con enemigos y asombrosas características online.