30 años de Final Fantasy IV: la primera fantasía moderna
Este mes se cumplen tres décadas desde la llegada de la saga de Square a SNES. Un evento clave a la hora de asentar el género tal y como lo conocemos.
Puede parecer —y es— atrevido referirse a un juego de 1991 como “moderno”, y más desde la perspectiva actual, donde todas las entregas de Final Fantasy de los noventa (y, como poco, una de las del nuevo milenio) se tienden a agrupar como la etapa “clásica” de la saga, cuando sus creadores originales todavía trabajaban bajo el sello de Squaresoft. También es recurrente y lógica la consideración de Final Fantasy VII como el inicio de la nueva etapa por suponer el salto a las tres dimensiones, a los mundos de ambientación futurista, a una narrativa más compleja y a la clase de éxito de escala mundial que ni esa ni ninguna otra saga rolera de Japón había gozado antes.
Sin embargo, también hay un fuerte argumento a favor de que tanto ese juego como Final Fantasy VI, culmen de la era 16 bits y último capítulo de la historia común con Nintendo antes de pasarse a la PlayStation de Sony, se construyen sobre una fórmula que la cuarta entrega ya redefinió y llevó hacia la excelencia. Un argumento que intentaremos exponer hoy aprovechando su inminente trigésimo aniversario (el lunes 19 de julio) y también su futuro regreso como parte de la serie Pixel Remaster. Esta es la crónica de Final Fantasy IV, la primera fantasía moderna.
Antecedentes: la trilogía 8 bits
La historia de la saga Final Fantasy es una tan bien documentada y tantas veces narrada —aquí y en otros sitios— que seguramente podríamos saltar de golpe a Super Nintendo sin perder a nadie por el camino. Pero como nunca está de más establecer al menos los hechos más básicos, empezaremos recordando que en diciembre de 1987 se estrenó el primer Final Fantasy de Famicon (la NES japonesa). En aquel entonces, el futuro de Squaresoft estaba en la cuerda floja y el juego, propiciado por el éxito del primer Dragon Quest (de la entonces independiente Enix) y la preferencia de Hironobu Sakaguchi por contar historias en vez de simplemente crear juegos de acción, se convirtió en un inesperado salvavidas para la compañía.
Irónicamente, dadas las pretensiones de su autor y lo que acabaría siendo la saga a la larga, aquel primer Final Fantasy era un juego de argumento tremendamente sencillo y escueto. La falta de una tradición narrativa bien establecida en el medio y las limitaciones de los cartuchos se saldaron con infinidad de juegos crípticos (traducir japonés a inglés aumentaba el peso y forzaba recortes de texto), que requerían recurrir a manuales, revistas de la época y también a abundante ensayo-error para sacar alguna suerte de hilo conector y progresar. Por tener, el Final Fantasy original no tenía ni protagonistas preestablecidos: los jugadores creaban un grupo de cuatro héroes a su gusto, eligiendo nombres y clases, y luego merodeaban las aldeas en busca de personajes que arrojasen luz sobre el siguiente objetivo que acometer.
Aun así, en su contexto original, Final Fantasy fue un juego absorbente gracias a ese primitivo intento de narrativa, con los cuatro Guerreros de la Luz explorando un mundo vasto, localizando y derrotando a los guardianes de los cuatro cristales elementales (en Occidente originalmente traducidos como orbes) y, en un inesperado giro final, viajando dos mil años hacia el pasado para enfrentarse a Garland, facilón jefe inicial enviado hacia atrás en el tiempo por esos cuatro guardianes para así fortalecerse, convertirse en el ser conocido como Chaos y poder enviarlos a ellos hacia el futuro en primer lugar. ¡Paradoja temporal!
Con el juego vendiendo como churros y los muebles de Square salvados, Final Fantasy II entró en producción y dio a Sakaguchi una nueva oportunidad para seguir contando sus historias. Estrenado ya en 1988, y siguiendo una tónica bastante común entonces (Zelda II: The Adventure of Link, Castlevania II: Simon's Quest), la secuela se negó a calcar la fórmula e hizo cambios importantes en el sistema de progresión de los personajes: estos ya no eran lienzos en blanco para que el jugador los crease a su gusto, sino que venían con nombres (Firion, Maria, Guy y Leon) y aspectos predefinidos, aunque se personalizaban y mejoraban según las armas y las técnicas utilizadas (muy en línea con lo que haría más tarde la saga The Elder Scrolls).
Por otro lado, también introdujo el aprendizaje y uso de palabras clave a modo de contraseñas para acceder a diálogos y eventos (de nuevo en línea con Elder Scrolls) e incluso conseguir que secundarios se uniesen de forma temporal al grupo, con un hueco libre tras la desaparición de Leon. La historia seguía siendo sencilla y la evolución de los protagonistas, casi nula; pero darles diálogos propios (el cuarteto principal convivía en la misma aldea hasta que un imperio arrasaba con todo y los empujaba a unirse a la causa rebelde), la entrada y salida de nuevos personajes (que a menudo morían de forma trágica) y la posibilidad de involucrarse de un modo más directo mediante el uso de las contraseñas lograron que su narrativa fuese más inmersiva.
Fueron ideas, no obstante, que Final Fantasy III descartó cuando le tocó poner el punto y final a la etapa de Famicom, aunque eso no le impidió alzarse como la culminación jugable de los 8 bits. El juego recuperó y amplió la personalización de la mano de oficios intercambiables (escalando hasta la veintena de opciones), introdujo las invocaciones, hizo más práctico el uso de magias y se libró de frustraciones como los ataques perdidos cuando los enemigos seleccionados morían o huían antes de recibirlos. Fue una propuesta mucho más completa y refinada, aunque de nuevo protagonizada por avatares mudos, sin desarrollo propio de ningún tipo, recuperando incluso una premisa muy familiar con cuatro guerreros en la búsqueda de cristales mágicos para restaurar el orden en el mundo.
Una nueva era para la narrativa del JRPG
Final Fantasy III no solo fue la última entrega 8 bits, también fue la encargada de inaugurar la década de los noventa. A su llegada a las tiendas japonesas en abril de 1990, la obra de Sakaguchi ya estaba consagrada y, si bien Dragon Quest seguía siendo la saga reina del rol japonés, FF II había superado las ventas de la primera entrega y FF III logró cruzar por primera vez la marca del millón de copias en su país natal. Para América, en cambio, apenas era el principio: en julio, el Final Fantasy original desembarcó en Estados Unidos y, a pesar de su tardanza, también logró muy buenas cifras, empujándolo al terreno del millón y medio de copias totales tras sumar tanto las de Famicom como las de la conversión a MSX realizada en 1989.
Los fantasmas de la bancarrota quedaban muy lejos, así que Square decidió poner varios juegos más en producción: la localización al inglés de Final Fantasy II, la creación de una cuarta entrega todavía para Famicom y también la de una quinta para la inminente Super Famicom, prevista para noviembre de ese año en Japón. Sin embargo, solo uno de los tres proyectos se acabaría materializando. La tarea se reveló como una demasiada compleja y costosa para la todavía humilde compañía, así que optaron por cancelar la idea de Famicom y centrarse en la primera entrega de 16 bits, que no solo pasó a llamarse Final Fantasy IV por razones obvias, también fue renombrada Final Fantasy II en América para confusión de los que habían visto imágenes de la versión original para NES (anunciada y luego cancelada) en revistas.
Y esto nos lleva, ahora sí, al 19 de julio de 1991, día en el que Final Fantasy IV se puso a la venta en Japón (los americanos tendrían que esperar a octubre y nosotros, los europeos, a la versión de PlayStation en 2002). Aun más detallado gracias a la potencia de la consola, el juego no fue exactamente el mayor prodigio técnico de la época, pero sus primeros minutos ya servían para evidenciar que la saga había subido al siguiente nivel. El mejorado chip de sonido permitió al compositor Nobuo Uematsu crear música más bella y elaborada, incluyendo una nueva —y desde entonces, recurrente— melodía junto a los arpegios del preludio, y también el ominoso tema de los Alas Rojas que servía para introducir a Cecil, el nuevo protagonista.
Capitán de las fuerzas aéreas de Baronia, Cecil regresaba para reportar el éxito de su última misión: la sustracción por la fuerza de uno de los clásicos cristales en un reino vecino. La fácil victoria, no obstante, no aplacaba los remordimientos de Cecil, que había tenido que acabar con varias vidas y se cuestionaba la moralidad del acto. Una duda que planteaba a su interés romántico, Rosa, y al propio monarca durante la audiencia, resultando en su destitución como capitán y el encargo de una nueva misión para reevaluar su lealtad: acompañado por Kain, comandante de otra división del ejército y amigo que salía en su defensa durante la audiencia, Cecil debía partir hacia un pueblo llamado Mist para entregar un paquete.
Al igual que en el Final Fantasy original tras la primera derrota de Garland, este prólogo culminaba en una imagen con un paisaje, el tema principal de la saga y un texto que introducía de una manera algo más formal el objetivo inicial de la aventura. Aquí, sin embargo, no era una mera excusa para tirarse las siguientes diez o veinte horas merodeando pueblos e interrogando a los NPC en busca de pistas: la llegada a Mist revelaba que el paquete del rey incluía un anillo mágico con monstruos, que salían y acababan con los habitantes sin que Cecil o Kain pudiesen hacer nada. En medio del horror, el dúo encontraba a una niña huérfana superviviente, Rydia, quien también era poseedora de poderes mágicos y hacía aparecer un Eidolon (invocaciones por primera entrelazadas con el argumento) que separaba a los dos amigos.
Estos acontecimientos terminaban con las dudas sobre la lealtad de Cecil, así que el ahora desterrado caballero acogía a Rydia y se embarcaba en una aventura para detener los planes de conquista de Baronia. Rosa no tardaba en unirse, haciendo de figura maternal para la niña, y por el camino también se sumaban personajes como el sabio Tellah (mago que perdía de forma trágica a su hija Anna), el príncipe bardo Edward (prometido de Anna inicialmente enemistado con Tellah), el monje Yang (cuyos pupilos también caían a manos de Baronia), los jóvenes hechiceros Palom y Porom (gemelos que aprendían a confiar en Cecil y se sacrificaban para ayudarle), el ingeniero aéreo Cid (personaje recurrente por primera vez jugable) o el ninja Edge (otro príncipe cuyos padres eran raptados y convertidos en demonios).
Todo esto sin olvidar a Kain, que reaparecía y se unía al grupo tras resolver su propio conflicto. Ni a Fusoya, lunario que revelaba que Golbez, nuevo comandante de los Alas Rojas y antagonista principal durante casi todo el juego, era en realidad hermano de Cecil y estaba siendo manipulado por otro de los habitantes de la Luna. Viniendo de los protagonistas genéricos de Final Fantasy I y III, o del apenas desarrollado reparto de II, Final Fantasy IV dio el primer y quizá más importante salto narrativo de la saga, ofreciendo un elenco amplio y variado, con sus propios orígenes y motivaciones, incluso aunque fuesen expuestos a través de pocas líneas. Todos contaban, además, con técnicas diferentes, y el combate permitió usar hasta cinco personajes simultáneos para aprovecharlas, aunque las idas y venidas eran constantes debido a las vicisitudes del argumento (incluyendo alguna muerte permanente).
Por otro lado, Cecil y Rydia también se beneficiaban de evoluciones significativas, destacables incluso ahora, tras tres décadas de Final Fantasy: el primero, ya liberado de sus lazos con los Alas Rojas, ascendía a una montaña para purgar la oscuridad de su corazón y convertirse en un paladín, transformación que cambiaba tanto su aspecto físico como sus habilidades de combate; mientras que la segunda, tras caer por la borda de un barco y acabar en el mundo de los Eidolones (lugar con diferente flujo del tiempo), se convertía en una mujer y dominaba el arte de la invocación antes de regresar y salvar al grupo durante un enfrentamiento climático contra Golbez. Eventos que ahora, treinta años más tarde, quizá no impacten de la misma manera, pero que en 1991 ponían a Final Fantasy IV a la vanguardia narrativa del género.
Actime Time Battle: combates bajo presión
Claro que no fueron solo la historia y los personajes —o la maravillosa banda sonora de Uematsu, esencial para cargar de emoción cada escena— lo que hicieron grande a Final Fantasy IV. Con el salto a la nueva generación, Sakaguchi y compañía también decidieron revisar las peleas. El golpe de genio aquí se le ocurrió a Hiroyuki Ito (diseñador posteriormente encargado de dirigir Final Fantasy VI y IX), que ideó un sistema para añadir la presión del combate en tiempo real a los turnos. Si bien los menús y comandos seguían funcionando de forma similar a los juegos previos, el orden y la frecuencia de los ataques estaban condicionados por la velocidad de los personajes y eran ejecutados en base a un medidor (aquí invisible, pero en entregas posteriores mostrado en la interfaz) en progreso continuo.
Este sistema fue denominado Active Time Battle (a menudo citado por sus siglas, ATB) y forzaba a pensar y actuar con rapidez, ya que los enemigos podían seguir atacando mientras nos movíamos por las ventanas de los menús, pero los jugadores también podían sacarle partido para realizar más movimientos por turno si tenía las ideas claras. El resultado funcionó tan bien, y consiguió unas batallas tan dinámicas (a veces solo podíamos hacer daño o evitar contraataques si golpeábamos a los enemigos dentro de determinados periodos de tiempo), que durante una década exacta (hasta el lanzamiento de Final Fantasy X el 19 de julio de 2001), todas las demás entregas principales de la saga utilizaron variantes de esta idea.
Final Fantasy V volvería a dar importancia a los oficios; FF VI recurriría al equipamiento de Espers (nuevo nombre para las invocaciones); ya en PlayStation, FF VII, al similar equipamiento de materias; FF VIII experimentaría con más invocaciones (G.F.) y extracciones de magia; y FF IX volvería al sistema más clásico para cerrar la etapa 32 bits en clave de homenaje. Pero todos ellos, siempre usando el ATB en su núcleo. Por desgracia, cuando se trató de localizar el juego para América, en Square temieron que los usuarios occidentales se frustrasen y bajaron tanto el nivel de dificultad que acabaron trivializando en gran parte su factor táctico.
Por suerte, el éxito de tanto esta entrega como del resto de la saga hicieron que la compañía remendase su error y, años más tarde, la rescatase para relanzarla varias veces, mediante versiones con mejoras como dificultad esta vez sí bien ajustada, una nueva localización inglesa (alterada e incluso algo censurada en la americana de SNES), una traducción al castellano (en Game Boy Advance) e incluso nuevos gráficos: en PSP, los sprites fueron redibujados con mucho mayor nivel de detalle, mientras que para Nintendo DS se creó un remake 3D que preservaba el desarrollo original, pero rehacía todo con polígonos y añadía secuencias con doblaje.
Cualquiera de ellas todavía sirve para revisitar y disfrutar este clásico, tan esencial a la hora de establecer los fundamentos del Final Fantasy moderno, e incluso digno de recibir una secuela directa muchos años después: en 2008, Matrix Software (responsable del remake de DS) colaboró con Square para crear una continuación titulada Final Fantasy IV: The After Years. Fue un título menor en el conjunto de la saga, estrenado primero en móviles y más tarde porteado a otras plataformas como Wii, PSP o PC, pero reivindicativo del estatus de Cecil, Rosa, Rydia y demás como algunos de los personajes más importantes de la serie a pesar de ser posteriormente eclipsados por otros mejor escritos y envueltos en tramas más complejas.
Llegar primero, como todos sabemos, no es necesariamente llegar mejor; aunque en el caso de Final Fantasy IV aún queda mucho para apreciar y admirar. Su trama, si bien sencilla para estándares actuales, avanza a buen ritmo y está repleta de giros y sorpresas. Su música, fiel a la trayectoria de Uematsu, es mágica y contiene algunas de sus composiciones más celebradas (como Theme of Love). Y su combate, aunque no tan efectista como en entregas recientes, todavía preserva un buen equilibrio entre táctica y agilidad. Fue una obra maestra de su tiempo, que ahora nos mira tres décadas desde la distancia, y nos recuerda cómo Final Fantasy pasó de ser una muy buena saga de rol a una de las franquicias más influyentes y queridas del medio.
Fuentes: Video Games Sales | Lost Levels
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