DOOM Eternal: The Ancient Gods; más hardcore que en los noventa
Id Software culmina el reboot generacional con una expansión doble de infarto. El padre de los First Person Shooters sigue siendo el más hábil y estricto.
Una de las prácticas más curiosas y recurrentes a la hora de ensalzar algo es utilizar el intangible baremo de los “techos”: Streets of Rage 4 es el techo de su saga, Hades marca un nuevo techo para su género, etcétera. Seguro que habéis leído expresiones como estas más de una vez, y las seguiréis leyendo. Es un atajo conceptual útil, que hace bien su trabajo a la hora de establecer la posición de una obra respecto a las demás. Aunque también es uno que no siempre refleja la realidad de aquellos que intentan ir más allá, salir de los límites conocidos y arriesgarse a perder usuarios porque de repente se ven fuera de su zona de confort. Fuera de esa habitación conceptual con cuatro paredes y un techo. DOOM Eternal es uno de esos juegos.
Coincidiendo con la semana de su primer aniversario, Id Software acaba de lanzar The Ancient Gods – Segunda Parte, DLC que completa un Season Pass donde también se incluye la primera parte estrenada en octubre del año pasado. A falta de saber cuáles son los planes de futuro del estudio —ahora en manos de Microsoft—, con esta dupla de expansiones se cierra formalmente el arco abierto en 2016, cuando el poderoso Doom Slayer salió de su sarcófago para masacrar demonios y reinventar la saga que popularizó el género. Ahora, casi tres décadas después de la primera entrega, The Ancient Gods se va dejando DOOM en una nueva posición de dominancia. Una que le impedirá vender como otros shooters, y una que tampoco está exenta de sus propios deslices. Pero que también destruye cualquier idea de techo con la misma confianza con la que el Doom Slayer destruye a sus enemigos.
Dios de la guerra
Primero, un desvío rápido para mayor contexto. Justo una década antes de DOOM Eternal, en marzo de 2010, God of War III llegó a PlayStation 3. El título de Santa Monica se convirtió en uno de los mejores escaparates técnicos de la consola y, aunque algunos fans notaron cierta regresión en el diseño de niveles para priorizar el ritmo de avance y la espectacularidad, fue un éxito de crítica y también de ventas, superando a sus antecesores de PS2. El tercer God of War quizá no se convirtió en el techo del diseño —ni del combate en un Hack and Slash teniendo en cuenta que el primer Bayonetta se estrenó poco antes—, pero sí subió el listón de la violencia, tanto en la fidelidad de la recreación como en la indulgencia de su uso. Fue un juego deliberadamente excesivo, caricaturesco y grotesco a partes iguales.
Fue, también, el fin de una era, aunque no se evidenciara de inmediato. Santa Monica completó la transformación de Kratos en la imagen viviente de la cólera, un protagonista incuestionablemente villano para todos cuantos le rodeaban. Las mutilaciones hicieron las delicias de unos, levantaron las cejas en estupefacción de otros y culminaron en un clímax que solo terminaba cuando el jugador dejaba de golpear al jefe final. Podemos llamarlo catarsis, crueldad, morbo. Da igual. Lo importante es que esa clase de épica visceral alcanzó su cénit y el medio, aun sin proclamarlo de forma tácita, decidió pasar página. Tres años después, Santa Monica firmaría una precuela poco antes de que Naughty Dog estrenara The Last of Us. Uno se convirtió en uno de los juegos más laureados de la nueva década. El otro marcó el fin de la saga pre-reboot y fue descartado por Sony a la hora de hacer remasters para PS4.
A pesar de la falta de imaginación que a veces se achaca a las superproducciones, lo cierto es que los videojuegos son un medio considerablemente variado incluso antes de añadir a la suma el mundo indie —con el que, por supuesto, dicha variedad se multiplica de forma exponencial—. Sin embargo, también es cierto que está sujeto a modas, a corrientes que se establecen y definen de forma clara o sutil los juegos de una época. Lo hemos visto con las coberturas de Gears of War, con los scripts de Call of Duty y Uncharted, con la recuperación de la confianza en el jugador de Dark Souls. Sobran ejemplos, pero el reajuste tonal reciente es uno de los más interesantes porque va más allá de números y mecánicas, también responde a un intento de sublimación del medio —a veces genuina; a veces, algo forzada—.
Es fácil señalar a Sony, pero nombres como Spec Ops, Tomb Raider, The Walking Dead o The Witcher representan géneros y compañías diferentes, y comparten el uso de la violencia con fines dramáticos, no simplemente efectivos a nivel jugable —aunque estos existan—. Incluso la reimaginación de Wolfenstein a manos de MachineGames recontextualizó al armario humano Blazkowicz como un personaje atormentado: matar nazis estaba bien, pero no era diversión vacía, había un mensaje de fondo que pronto encontraría su camino hacia el frente. Fue este clima el que dificultó a Marty Stratton y a Hugo Martin, líderes creativos de DOOM 2016, dar con una fórmula adecuada. Por lo menos hasta que se dieron cuenta de que la solución era tan sencilla como abrazar la “regresión” y volver al nivel de intensidad y casquería que la propia Id Software negara a DOOM 3 en su persecución de una experiencia más realista.
De forma casi quirúrgica, DOOM 2016 trazó una línea entre el horror de una invasión demoníaca y la satisfacción de abrir cráneos con nuestras manos. Un cóctel agitado con su imaginería satánica, el detallado trasfondo de los diarios de la UAC (Union Aerospace) y, sobre todo, una jugabilidad frenética, rica en opciones, pero también exigente con el jugador. Fue un juego de intensidad sin parangón y, a la vez, un simple calentamiento: de forma no tan diferente a Kratos, el Doom Slayer se estableció como una figura mitológica, una manifestación moderna del dios de la guerra cuya presencia era temida por enemigos e incluso aliados por su incuantificable capacidad para la destrucción. Es el mismo Doom Slayer que ahora ha encontrado en Eternal su propio God of War III, una epopeya sanguinaria con mundos y criaturas de leyenda en la que The Ancient Gods redobla para disfrute de los fans.
Destroza y desgarra
La diferencia clave, más allá del género, reside en el modo en el que DOOM construye su épica. Kratos era capaz de las mayores gestas imaginables, pero el jugador participaba en ellas mediante un combate bastante convencional y las ocasionales secuencias interactivas progresadas mediante Quick Time Events. El comportamiento del Doom Slayer, en cambio, se debe gestionar al milímetro, dominando el movimiento, el apuntado y tomando decenas de decisiones en cada combate. DOOM 2016 fue célebre por implementar un sistema de recuperación de vida mediante ejecuciones que nos reeducaba tras años de shooters donde esconderse y esperar unos segundos era la solución para casi todos los males. Eternal asumió que esa lección ya estaba aprendida y, como si fuese una expansión en vez del suave reinicio que tienden a ser casi todas las secuelas en el plano jugable, nos lanzó de forma inmediata a lidiar con nuevas microgestiones.
El aspecto más controvertido fue la dramática reducción de la munición tanto por su menor presencia en escenarios como por la limitada capacidad de almacenamiento inicial. Ningún encuentro termina sin que las armas queden vacías varias veces, por lo que una disyuntiva ya presente en DOOM 2016 adquirió mucha más importancia: ¿ejecuto a un enemigo con las manos para conseguir vida o con la motosierra para conseguir munición? Incluso las peleas más corrientes de Eternal requieren responder a esta pregunta de una y otra forma en varias ocasiones, gestionar mejor el combustible y coger destreza con más de una o dos armas porque no siempre estarán disponibles. También ayuda recordar que el lanzallamas sirve para conseguir armadura y que las bombas de hielo paralizan momentáneamente a los enemigos, aunque ambas funciones tienen periodos de regeneración durante los que nuestra cabeza debe centrarse en otras opciones antes de regresar a ellas.
Las armas también cuentan con dos funciones al margen del disparo normal (por ejemplo, la escopeta puede lanzar ráfagas o granadas explosivas) más o menos idóneas según la situación y el enemigo. Muchas criaturas tienen debilidades específicas, comunicadas de forma directa por el estudio durante su presentación (por poner otro ejemplo, el cacodemonio puede ser ejecutado de inmediato si conseguimos que engulla una de esas granadas explosivas de la escopeta), pero son más sugerencias, atajos para acabar antes, que imposiciones. El ritmo taquicárdico, la gestión de nuevas variables y la mayor cantidad de enemigos —en número y variedad, incrementando las estrategias de priorización— convirtieron a Eternal en un juego más intimidante, potencialmente frustrante mientras no nos aclimatábamos a sus exigencias. Pero con las exigencias también aumentó la utilidad de herramientas como los dashes, el cambio rápido y los combos de arma.
Usar el botón que devuelve al arma previa —sin pasar por la rueda de selección— anula la espera de recarga, lo que significa que las más contundentes como el lanzamisiles, la superescopeta o la balista se pueden alternar en rápida sucesión con resultados devastadores. Y otras con efectos más específicos, como el aturdimiento de una de las funciones del fusil de plasma, pueden preceder a las centradas puramente en daño para mayor efectividad. Es un sistema muy versátil, que permite experimentar y dar con tácticas nuevas si no nos limitamos a seguir los mismos patrones una y otra vez. Y justo eso es lo que hace de The Ancient Gods una culminación brillante de lo que ya de base era una evolución notable de DOOM 2016.
The Ancient Gods: Finish the Fight
Aunque se pueden comprar y jugar por separado, sin haber tocado antes DOOM Eternal, empezar directamente en The Ancient Gods es cualquier cosa menos recomendable. Si bien Eternal tuvo un final relativamente conclusivo —se encarga de cerrar el arco principal y prioritario en ese momento—, las expansiones retoman la historia justo después, siguen ampliando el universo, dan respuestas a algunas preguntas que quedaron en el aire y conducen hacia una conclusión más definitiva para el arco global empezado en 2016. DOOM difícilmente es la clase de juego que uno elige para centrarse en el argumento, pero está claro que Hugo Martin se ha empeñado en darle un poco más de empaque e hilar las masacres con algunas intrigas.
El estoico Doom Slayer sigue sin compartir los brotes coléricos de Kratos, pero su determinación a exterminar demonios en el sentido más literal de la palabra —que no quede ni uno— también da lugar a algunas incertidumbres entre las filas amigas. Lo que empezó como un marine genérico para que el jugador se pudiese insertar es, ahora más que nunca, una entidad propia que se percibe dentro del universo del juego como desde fuera. De forma poco sutil, pero divertida, The Ancient Gods introduce la figura de un becario que, a diferencia de los demás técnicos del ARC (coalición formada tras los eventos de DOOM 2016), reacciona como un fan plenamente consciente del tipo de aventura en el que está embarcado el Doom Slayer.
Y es que a pesar de su condición de contenido descargable, The Ancient Gods casi se puede contar como cierre de trilogía, ya que sumando las dos partes supera fácilmente las ocho horas de duración —algo variable según dificultad, la búsqueda de secretos y los desafíos de combate opcionales—. Si bien la primera parte es más larga, ambas incluyen tres zonas nuevas y ofrecen visitas a lugares tan variados como una estación sobre un océano terrícola, unas ciénagas infernales o los restos de una civilización medieval de otro mundo. Entre combate y combate no faltan retos navegacionales, como pequeñas secciones de buceo (énfasis en pequeñas, descuidad), la persecución de un perro espectral que crea zonas seguras para pelear en lugares tóxicos —un poco al estilo Metroid Prime 2— o las recurrentes secciones plataformeras, especialmente inspiradas en la segunda parte gracias al uso del gancho de la superescopeta para balancearnos en el aire —otro detalle que traerá recuerdos a fans de Metroid—.
Subiendo todavía más el listón
Claro que si hay una razón de peso para jugar a The Ancient Gods después de Eternal es precisamente el combate, que no solo sube el nivel de exigencia general, sino que ha sido reajustado en base a las expectativas y rutinas adquiridas por aquellos que ya superasen el desarrollo principal. Las expansiones nos entregan de salida todas las herramientas y mejoras que podíamos conseguir en el juego base —todas las armas y sus funciones, las ampliaciones máximas de vida, munición y armadura, las runas equipables— para igualar a todos los jugadores y luego empujarlos fuera de su zona confort con el objetivo de que busquen una nueva.
Esto se traduce entre otras cosas, en algunas arenas de diseño más intrincado, donde no se puede abusar del lanzamisiles por la densidad de obstáculos. Pero sobre todo en la presencia de nuevos enemigos, que cambian por completo ese “baile de la muerte” en el que se terminan convirtiendo los combates de DOOM Eternal en cuanto cogemos algo de soltura. Las torretas, por ejemplo, mantienen una posición fija y son predecibles, pero ocultan su único punto débil en intervalos y requieren atención para anticiparse. También sirven como introducción temprana al reto que más tarde ofrecen los Makyr de sangre, variedad de una especie ya presente en el juego base que ahora solo es vulnerable cuando cambia de color para activar ataques especiales.
La segunda parte juega incluso más con esta clase de variantes, introduciendo otras como un zombi chillón que al morir refuerza a todos los demás enemigos con sus gritos —y que, por tanto, se debe intentar dejar vivo el mayor tiempo posible—; un imp de piedra resistente a casi todas las armas que cae de inmediato al usar las ráfagas de la escopeta; un soldado antidisturbios cuyo escudo es indestructible con cualquier tipo de ataque frontal; o un merodeador maldito que nos induce un estado alterado —la pantalla se tiñe de verde y se desactivan los dashes—, por lo que debe ser perseguido y golpeado con un puñetazo sangriento para revertir al estado normal.
Aunque el añadido más destacable en este terreno son los espíritus, espectros azules presentes en ambas expansiones que pueden poseer a cualquier otro demonio para hacerlo más fuerte y rápido, anular sus puntos débiles y añadir resistencia a los aturdimientos. Una vez liquidado el anfitrión, los espíritus deben ser eliminados específicamente con el haz de microondas del fusil de plasma —buen guiño a los Cazafantasmas— o volverán a ocupar otro cuerpo y meternos en mayores aprietos.
Esta clase de criatura, así como algunas de las otras comentadas antes, parecen limitar las opciones, pero sirven específicamente al propósito de sacarnos de las rutinas viejas y evitar el abuso de combos como balista-superescopeta-balista (sobre todo si tenemos en cuenta que la balista comparte munición con el rifle de plasma) sin necesidad de aplicar nerfeos y reducir su validez en otras situaciones. Son desafíos que priorizan la capacidad de adaptación sobre la memorización de tácticas, al menos hasta que llevamos algunas pasadas con las nuevas condiciones.
Claro que los cambios no solo vienen por la parte de los enemigos, y otro añadido esencial de la segunda parte es el martillo de Centinela. Esta herramienta se une al repertorio de armas secundarias —como la motosierra o el lanzallamas— y añade un nuevo bucle de microgestión: al activarlo, golpeamos el suelo y aturdimos enemigos cercanos, acción que también sirve para conseguir munición en condiciones normales, pero además nos recompensa con vida extra si lo precedemos por una bomba de hielo o con armadura si lo precedemos por el uso de lanzallamas.
Su correcta gestión —no siempre se puede usar de forma indiscriminada, ya que se regenera mediante objetos y ejecuciones en vez de esperando el refresco— es esencial contra el jefe final, combate que seguramente ponga demasiado a prueba la paciencia de algunos jugadores. The Ancient Gods es exigente, y tratándose de una expansión de DOOM Eternal no podíamos ni debíamos esperar otra cosa, pero eso no quita que algunos picos de dificultad puedan ser más cuestionables que otros. El juego, a cambio, permite cambiar de modo en cualquier momento, aunque es una salida poco satisfactoria para desequilibrios que son, por suerte, puntuales, y seguramente menos perceptibles por usuarios de teclado y ratón.
DOOM Eternal termina como empieza, caracterizándose por ofrecer una experiencia hardcore que no va de boquilla. Haciendo las concesiones justas y necesarias, aunque quizá no sean siempre las que queramos. La sensación al jugar The Ancient Gods es la de estar ante un triple A anómalo, tanto por la celebración de la violencia grotesca como fin y no medio, como por el constante pulso entre el jugador y un estudio que respeta la habilidad y la capacidad de superación de su audiencia. La misma audiencia que volverá a intentarlo en dificultades más altas, o que podrá seguir aprovechando la introducción de esos nuevos enemigos y rutinas en el contenido post-game (niveles maestros) que seguirá recibiendo el juego en los próximos meses. Porque podemos estar ante el final de las aventuras del Doom Slayer —al menos hasta otro reinicio—, pero la jugabilidad de esta encarnación de DOOM es... Sí, eterna.
- Acción
DOOM Eternal, desarrollado por id Software y editado por Bethesda para PC, PlayStation 4, Xbox One y Switch, es la secuela directa del celebrado título de acción tipo shooter de 2016, el reboot de tan mítica franquicia. Un personaje mucho más poderoso deberá enfrentarse al doble de demonios de la primera entrega. En el papel del DOOM Slayer, descubrirás a tu regreso que los demonios han invadido la Tierra. Mándalos al infierno y descubre los orígenes del Slayer y su perpetua misión de matanza y destrucción... hasta el final.