La vida a 8.000 metros y -45 °C: “Si voy a morir, quiero morir feliz”
Este miércoles, Alex Txikon iniciará una expedición invernal al Annapurna, el ochomil más mortífero. Antes, en el FID Ciudad de León, habla con AS.
Un ochomil en pleno invierno puede ser lo más cercano al infierno que existe. Una paradoja. En vez de situarse bajo tierra, acaricia el cielo; en vez de arder entre llamas, quema por el hielo. Duele. Mucho. “Y no existe la felicidad”. Tras el ataque a cumbre “más comprometido” que ha hecho hasta el momento, a -45 °C y con rachas de viento que alcanzaron los 50 km/h, Alex Txikon (Lemoa, 41 años) volvió del Manaslu (8.163 metros) con heridas en las orejas, la nariz y la lengua. Junto a seis sherpas, llegó a la cima el 6 de enero. El agua de sus cantimploras se congeló. Al alcanzar el objetivo, no lo pudieron disfrutar. Sin ir más lejos, no pudieron ni comer ni beber durante 48 horas. Pero Alex hizo historia. Otra vez. Como en 2016, cuando logró la primera cumbre invernal mundial en el Nanga Parbat (8.126). El Annapurna (8.091), la montaña más mortífera del mundo, es su próximo destino. Desde los años 50, registra 72 muertes en 365 ascensiones, cerca del 20%. Desde este miércoles, cuando saldrá de Bilbao dirección Nepal, Txikon se enfrentará a ello.
“Es una montaña que ya escalamos el 17 de abril del 2010. Ya sabemos a qué nos enfrentamos. Ahora es un peldaño más, o unos cuantos: repetirlo en invierno, con muy poquitas ascensiones. No vamos a ser los primeros, pero vamos porque es el momento. Está en nuestra mano minimizar los riesgos”, dice Alex tras destripar sus expediciones en el FID Ciudad de León ABANCA. Con El Niño a la vista (fenómeno por el que la superficie del océano Pacífico tropical se calienta más de lo habitual y genera precipitaciones y condiciones extremas), el planning para asaltar el Annapurna acorta plazos. “En los últimos 10 o 12 años, los intentos invernales han sido de unos tres meses. Esta vez, la idea es estar un mes. Aclimatar bien el cuerpo durmiendo a 6.000 metros de altura y realizar el ataque a cumbre en enero”, detalla.
Txikon ha estado presente en más de 30 expediciones y ha alcanzado la cima en 11 de los 14 ochomiles. Nadie en el mundo ha liderado de forma ininterrumpida tantos asaltos invernales como él. Entre los intentos de cumbre en dichas condiciones, se encuentran tres al Everest (2017, 2018 y 2020), uno al K2 (2019), otros dos al Manaslu (2021 y 2022), ya tachado de la lista, o dos al Gasherbrum (8.080), donde Alex, en 2011, aprendió que “el mayo enemigo es el ego”. “Murieron tres personas por querer liderar la expedición. La montaña te ciega y te puede llevar a pisar lo que sea. Aprendí a mantener los pies en el suelo”, se explaya con la voz quebrada. Los recuerdos duelen, pero Alex habla de la muerte con una naturalidad inconcebible para la mayoría. “No me quiero morir”, aclara sonriente ante un cuerpo ojiplático que nunca ha bordeado los límites, “pero tenemos la suerte de poder elegir cómo vivir”, resalta con tranquilidad.
“Antes, sentía tanto miedo que, al ir por una zona peligrosa, iba ahogado de corazón y pecho. Me dije que tenía que controlar eso. Si voy a morir, quiero morir feliz. Si controlo mejor mi miedo, voy a estar menos tiempo expuesto a la muerte. Porque con miedo vas más torpe. Las emociones son fundamentales. Si estás pensando en lo que te espera a la vuelta, en la edad, en que te queda toda la vida por delante, en la familia... Tienes que dejarlo todo de lado, porque allí nada te va a ayudar”, alecciona. “La vida media de una mujer en occidente son 35.000 días y la de un hombre, 33.000. Habiendo nacido en la parte buena del planeta, podemos elegir cómo vivirlos. Las oportunidades, desafortunadamente, no son iguales para todos. Yo, dentro de esos 33.000, si me voy con 16.000, pero he vivido con intensidad y me siento realizado, igual es suficiente. Muchas veces, alargar las cosas... para qué. La muerte es parte de la vida y es fundamental saber que nos vamos a morir”, añade con números en la mano. Carpe diem.
200.000 € y “vivir de prestado”
En su día a día, Txikon vive “de prestado”. Es albañil y no se le caen los anillos. No tendría problemas en volver a la obra una vez terminen sus aventuras por el Himalaya. Para cada expedición, sin embargo, necesita sumas importantes de dinero. Para ascender un ochomil en temporada normal, 10.000 o 12.000 euros pueden ser suficientes. En invierno, sin embargo, las cantidades se multiplican. En el Annapurna, la inversión será superior a los 200.000 euros. “Y necesitaríamos mucho más para estar preparados ante todo, pero eso también es lo bonito. No tenerlo todo, te hace sacar la mejor versión de ti. Las personas más talentosas son las que menos necesitan”, reflexiona entre risas. Las telecomunicaciones, el queroseno (40 litros al día), el cargo aéreo, el número de componentes en el equipo, etc.
“Todo cuesta más”, dice. Y todo debe saber un poco mejor. “Me mueven las inquietudes. Me mueve el seguir creciendo, los retos, el saber si seré capaz de subir o no, si podré convencer a un patrocinador o no. Si podré conseguir la financiación necesaria, si seré bueno estratégicamente hablando. Ser buena persona. El día que esto pierda el sentido, nos sentiremos extraños, supongo”, justifica ante una “inexistencia de felicidad” que repite en diversas ocasiones. “O puede que la felicidad sea el camino que estamos haciendo”, matiza. Porque nunca ha sentido una felicidad plena, ni antes de iniciar una expedición ni tras ella, pero sí “pasión”. “Tengo la suerte de que los patrocinadores me lo dan todo: la ropa, las zapatillas, etc. Y lo valoro. Detrás de un patrocinador, hay una persona. En nuestro caso, como tampoco se mueve dinero, lo hacemos porque realmente nos apasiona”, asegura. Sin etiquetas, pero existe un sentimiento que le impulsa. Y es tan irracional como poderoso.
La vuelta a la civilización
Sentado en un cómodo sillón rojo, en el camerino del FID Castilla y León, Txikon parece sentirse extraño. Puede sonar a tópico o a exageración, pero su lugar es la montaña. Lo más difícil de sus expediciones, asegura, son los regresos. “Es complicado si no consigues el reto que te has planeado, evidentemente, y también cuando lo consigues”, asegura. “Es jodido. Te montas por primera vez en un coche, pisas suelo firme de nuevo. Es como que te mareas. Las colas en el aeropuerto, los nervios de la gente para encontrar su sitio, los pitidos, etc. Te cuesta encontrar tu lugar. Estás durmiendo, te despiertas, y no sabes dónde estás. Son cambios bruscos”, describe. En las expediciones, todo se manifiesta con mucha intensidad. “Los problemas se magnifican. Y, pese a que yo ya conozco muy bien mi cuerpo, por una pequeña molestia te conviertes en un hipocondriaco total”, añade.
En enero, cuando volvió de hacer historia en el Manaslu, Txikon se sintió todavía más desubicado de lo normal. Después de dos expediciones no exitosas, la cima llegó de forma precipitada. Como a deshora, antes de tiempo. “Fue todo muy rápido. Cuando me di cuenta, ya estaba en el helicóptero. Me sentía aséptico. ‘¿Y ahora, qué?’, pensaba. Tres años aquí, desde el 2021, y, de repente, ¡pa!, lo consigues”, recuerda. “Fue una sensación extraña. De nuevo, sin felicidad. Veo al ganador de La Vuelta, del Tour, de cualquier carrera o al que marca un gol y veo felicidad. Aquí, no hay felicidad. No existe. Igual es porque somos inconformistas”, sigue indagando en su interior. “Son cosas que desconozco”, parece rendirse, pero lo dice con una sonrisa. Seguramente, porque el Annapurna se abre paso entre sus pensamientos. Y ese, con o sin felicidad, es su sitio.