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PIONERAS | LAURA MUÑOZ

"En Casablanca daban a mi padre 13 camellos por mí"

La gimnasia española tuvo a su propia Nadia Comaneci: Laura Muñoz (Madrid, 1970), primera en lograr un 10 en España. Fue en 1987.

Laura Muñoz
Pepe Andrés / Diario AS

Los 80 en gimnasia fueron ‘la década de Laura Muñoz’.

(Ríe) Hombre, tanto como mi nombre en una década… Pero sí desde que empecé a nivel internacional, en los Juegos del Mediterráneo de 1983, hasta Seúl, fueron años importantes.

¿Su aparato favorito?

Según la edad te costaba más uno u otro. Siempre se me dio muy bien la barra de equilibrios y el salto. El yurchenko, cuando se inventó, fue un descubrimiento para mí.

¿Por qué?

Porque yo soy muy pequeña y antes, en el salto normal, que se entraba de frente, me costaba mucho llegar e impulsarme fuerte. En éste entrabas de otra forma, de espaldas, un invento para mí. Fue donde logré el 10.

Como Nadia Comaneci, primero en gimnasia artística en unos Juegos (Montreal 1976).

Sí, como ella (sonríe), pero en España, 1987. Fue histórico.

¿Cómo lo recuerda?

Fue en un campeonato de España. El primer salto, un yurchenko con plancha y pirueta, lo hice muy bien, pero al caer di un pasito y ahí te penalizan 0,10. Me dieron 9,90. Pensé: “Pues el segundo, si lo clavo… Pueden darme el 10”. Y lo clavé.

A usted la llevó a la gimnasia la natación.

Sí, en el barrio de la Concepción. Yo iba a un colegio en Arturo Soria, el Stella Maris, cerca del polideportivo. Mis padres nos metieron en la piscina para que hiciéramos deporte. A mí y a mi hermana Celia.

¿Les apetecía?

La natación a mí no me terminaba de gustar. Me da un poquito de miedo. Y yo me escapaba, me iba a las ventanas del gimnasio y me asomaba. “Yo quiero hacer eso”, decía.

¿La había visto antes?

No. Pero tengo fotos con tres años haciendo el pino. Y también caminé antes de gatear.

¿Si?

Sí, sí. Un día estaba la cuna y aparecí en la cocina, sola. A mi madre casi le da un pasmo (ríe). No gateé, muy poquito. Con nueve meses ya andaba. También era muy chiquitilla de altura, tenía el centro de gravedad muy bajo, era más fácil, imagino.

¿Accedieron sus padres pronto a cambiarla a gimnasia después de decir: “Quiero eso”?

Al final dijeron: “Qué más da que haga una cosa u otra. El caso es que haga algo que le guste”. Un día fui con ellos al gimnasio y vi a unas niñas haciendo una voltereta atrás, en una colchoneta, con una entrenadora. Cuando llegué a casa no dije nada, pero me puse en la alfombra y la hice, sola. “Mamá, papá, ¡la voltereta de las niñas! ¡Y sin entrenadora!” (ríe).

Y a su madre que casi le da otro pasmo.

Sí, sí. Pero era muy facilita…

¿Cuántos años tenía?

Siete. Con nueve años hice el Campeonato de la Promoción, el primero en categoría alevín, y gané. Luego, en septiembre de 1980, vino Jesús Carballo por el gimnasio y me fui a entrenar con el equipo nacional. Él me hizo lograr todos mis éxitos y títulos. En mayo, antes de cumplir los 11, me fui con España a un campeonato amistoso, en Inglaterra y, con 12, al Europeo junior.

¿Qué había en la gimnasia artística antes de usted?

La verdad, no mucho, sin desmerecer a las de antes. Que había, habían ido a los Juegos pero, creo, lo mío fue un poco como lo de Nadia. Que había gimnastas, muy buenas, pero llegó ella, con otro físico, más pequeñillo, otra gimnasia, y llamó la atención. Conmigo también pasó un poco eso. Llegué yo, más chiquitita, con elementos nuevos… Llamaba la atención. Y después luego los resultados internacionales me avalaron.

La ‘Reina de Casablanca’ la llamaban.

Ese fue mi boom, los Juegos del Mediterráneo de 1983.

Quisieron raptarla incluso.

¡Me querían dejar allí, a cambio de unos camellos (ríe)! Se lo dijeron a mi padre, que me cambiaban.

¿Cuántos ofrecían?

Pues me parece que trece. Y mi padre dijo: “Casi que me va a costar dar de comer menos a mi hija que a trece camellos” (ríe).

¿Qué recuerda de aquellos Juegos?

España ganó por equipos, la primera vez en la historia, y luego yo a nivel individual, que tampoco nunca una gimnasta española lo había hecho. Tres oros y una plata. Me acuerdo que el día de la competición individual, desde las gradas, me regalaban una caja de helados y, como yo no me los podía comer ni nada, me puse a repartirlos y... una avalancha… Me tuvieron que sacar por debajo, entre la gente.

La impactaría, ¿no?

Claro, tenía 13 años, era una niña. Decía: “Pero qué pasa”. Incluso cuando volví a España, del aeropuerto a casa, en el coche con mis padres y hermana, iba la Policía delante y yo decía: “Papá no corras, que va la Policía”. ¡Y nos iban escoltando!

¿Cambió su vida aquello?

Más que mi vida, porque yo seguía entrenando igual, al mes nos íbamos al campeonato del mundo, que era clasificatorio para Los Ángeles, me alteró mucho lo de las entrevistas. Siempre he sido muy vergonzosa y me daban mucho corte.

¿Sus padres a qué se dedicaban?

Nada que ver con el deporte. Mi madre estaba en casa y mi padre era profesor de EGB (lo que hoy es Primaria), trabajaba en el colegio Maravillas.

Usted, por cierto, tuvo una profesora que la suspendió en gimnasia, ¿no?

Sí. Aquello fue muy sonado…

¿La cogió manía?

No lo sé. En el colegio ahora hay más ayudas a los deportistas, gracias a Dios. Cuando compites te cambian los exámenes. Pero, entonces, eso de que no fueras al cole era un poco raro. ¿Qué pasó? Que en gimnasia tenía dos exámenes. En el primero tuve buena nota pero el segundo me pilló con los Juegos del Mediterráneo. Y, como no lo había hecho, me suspendió.

Y cuando lo vio, a la que casi le da un pasmo, fue a usted...

Sí. Yo era buena estudiante. Que me suspendieran me daba rabia y encima en gimnasia…

¿Llegó a pedirle perdón esa profesora alguna vez?

No, no. Nunca. Tuve que ir a la recuperación en septiembre.

¿Y cuál era el examen?

Pues hacer el pino (ríe).

¿Tenía usted alguna superstición o manía para competir?

Yo dormía muy bien por las noches antes de competir. A alguna compañera le costaba, se levantaba, se metía en la bañera, y yo decía: “Duérmete”. “Es que no puedo”, contestaba. Yo no tenía manías o rutinas. También era muy pequeña. Aunque madura para competir. Debes serlo en un pabellón, delante de doce mil o quince mil personas.

¿No la impresionaba?

Yo es que, recuerdo, ponía el pie derecho y decía: “Venga”. Te abstraes. Gimnasia no es como el tenis, todo en silencio. Tienes ahí a otras, en paralelas, en barras, aplauden a unas, de repente gritan. O sea que tienes que estar súper concentrada.

Sus primeros Juegos Olímpicos fueron Los Ángeles 1984.

Había habido gimnastas a nivel individual en otros, pero aquellos fue la primera vez que España competía como equipo. Recuerdo que en el chárter que fletó el Comité Olímpico, a las chicas, como éramos poquitas nos pusieron en primera clase. Nos trataron como privilegiadas.

Usted también compitió en los de Seúl 1988...

Para cualquier deportista competir en unos Juegos es lo más. Y luego está la villa olímpica, otro mundo, otra vida, la posibilidad de convivir con otros deportistas, no sólo de gimnasia, todos. Yo me acuerdo en Los Ángeles cuando vi a Carl Lewis, por allí... Lo miraba así, tan alto que era, yo tan chiquitilla. Pues como ahora los deportistas con Rafa Nadal. En Seúl, Arantxa (Sánchez Vicario), que era de nuestra edad, se venía con nosotras, vivimos mucho en la villa olímpica.

En Los Ángeles tuvo que hacerse usted los trajes, ¿no?

Cuando te vas a unos Juegos, el Comité Olímpico te da la equipación. Camisetas, zapatillas, chanclas de baño, bolsas y la ropa de desfile. Y a todos nos daban los mismos polos, a chicos y chicas. Y yo, tan pequeñita... Claro la talla S me estaba enorme. Recuerdo que mi madre, siempre, cuando me daban la ropa se tenía que pasar cosiéndome todos los costados. Los polos, pantalones, bajos. Era para ella un trabajo (ríe).

A Barcelona también fue, pero como entrenadora.

No estaba el cien por cien como a mí me hubiera gustado. Y yo decía: “Si llego a los Juegos de Barcelona, tu país, tienen que ser para representarlo”. Siempre tienes que hacerlo dignamente pero ya en tu casa, es como más. Preferí dar paso a otras gimnastas. Me aparté un año antes. Con 21 años.

¿Llegó a vivir de la gimnasia?

No, para nada. Es un deporte que hoy no te da casi y hay muchísimas más ayudas... Yo me acuerdo que tenía una ayuda de CocaCola y y...

¿Fue difícil retirarse?

Para cualquier deportista es el peor momento. Te apartas de algo que has hecho toda la vida, que te ha llenado las 24 horas... “¿Y ahora qué?”, dices. Lo difícil es buscar algo después de eso que te llene tanto, todo, como lo otro, en mi caso la gimnasia.

¿Cómo fue tras usted?

Después de mí, aunque coincidimos en época, estuvo Eva Rueda. Luego Patricia Moreno, Elena Gómez fueron medallistas en Juegos, pero mediáticamente quizá no fue tan sonado como mi época. Entonces, después de las rusas, las rumanas, las búlgaras, siempre estaba yo, me tocó abrir brecha entre Europa occidental y los Países del Este. Ahora no hay una gimnasta que destaque mucho, es más a nivel de grupo, de equipo.

¿Ha cambiado mucho?

Ha evolucionado. El salto mucho. En mi época era más alargadito y estrecho, ahora es la plataforma ésta que hay que es más ancha, da mucho más impulso. Las paralelas se han acercado un poco a la barra fija de los chicos. El suelo es casi lo mismo, antes incluso se hacían más elementos.

¿Pasaba hambre?

Lo de la comida es un poco mito. Que si no nos daban de comer, que si nos mataban de hambre. No. En gimnasia haces muchos elementos, caes con tu propio peso sobre tobillos, muñecas, articulaciones, y medio kilo arriba, abajo, influye para las lesiones. Parece que no nos daban de comer pero comíamos muy bien. Muy sano, variado. Verduras, carne, pescado, arroz… De todo. A la plancha, con poca grasa… ¿Qué pasaba? Que te faltaba el capricho, el chocolate, el bollo...

¿Cuál era el suyo?

En ese momento, como éramos pequeñas, el chocolate, las chuches. Recuerdo, cuando venían las rumanas a España, en amistosos, nos pedían, como si nosotras tuviéramos acceso. ¡Pero ves, siempre el capricho del chocolate! ¡No pedían un bocadillo de tortilla!

Su eclosión fue tal que se llegó a escribir: “Laura Muñoz le arrebata a Juanito la fama”.

(Ríe a carcajada) Ay, yo de eso no me acuerdo (ríe). Puede ser que, en 1988, antes de los Juegos de Seúl, tuvimos una Copa de Europa en Florencia y estuvimos concentradas en el Hotel Monte Real, donde lo hacía el Madrid, y coincidimos con ellos. Una semana o así. Era el de Chendo, Butragueño, Míchel...

¿Y tenían contacto con ellos?

Sí, sí. Me acuerdo que decían, por la mañana. “¿Y os vais a entrenar ya?”. “Sí”. Y cuando veníamos a comer nos decían: “¿Y habéis vuelto ahora?”. “Sí”. “Vosotras sí que entrenáis, nosotros no tanto...” (ríe).

¿Cómo eran sus viajes?

Viajé mucho a países del Este, a Islandia, a la URSS. Competí en Alemania del Este... Que, fíjate, tú volabas a la Alemania Occidental, la Federal, y de ahí tenías que atravesar el muro... caminando.

¿Y cómo era?

Como en las películas. Me acuerdo perfecto: eran como dos muros y en medio estaban las garitas de Policía, donde enseñabas el pasaporte. Te veías ahí, con los espejos, porque te miraban por detrás, y pasabas andando a la Alemania del Este, donde cogías otro avión. No podías volar directamente.

¿Se notaba mucho la diferencia entre las dos Alemania?

En gimnasia mucho. En aquella época, creo yo, todos los Países del Este se dedicaban mucho al deporte porque, cuando conseguían una medalla en un campeonato de Europa o en unos Juegos, les daban una casa, un coche... Era como tener comida para su familia.

¿De sus viajes, qué fue la cosa más rara que se trajo?

De Seúl traje cazadoras de cuero. Y, recuerdo, en el primer viaje que hice, a Bulgaria, que tenía 9, 10 años, me llevé una cámara de fotos. La competición era en Barna, una ciudad en la costa, y un día nos fuimos a pasear por la playa... ¡y yo me traje un carrete entero de fotos de gaviotas! No sé por qué (ríe). Mi madre, cuando volvió con las fotos reveladas... “Hija, ¿pero no había más cosas?” (ríe).

Dijo tras los Juegos del Mediterráneo en 1983: “Volveré a Casablanca pronto”. ¿Lo hizo?

No. A veces hablo con mi hermana de eso. Nunca volví.