ATLETISMO | 50 ANIVERSARIO DE As. LAS INTRAHISTORIAS DE ÁNGEL CRUZ
Europeos de Split: vísperas de la guerra y caminatas de tres kilómetros
En aquella competición ya se respiraba la tragedia de que iba a suceder en muy poco tiempo, con miles de muertos en la antigua Yugoslavia.
Y la época a la que me refiero es 1990, no hace tanto. Europeos de Atletismo en Split, entonces en una Yugoslavia a punto de explotar, como estalló poco después. Ya se oían los tambores de guerra y no muy lejos había algún tiro que otro. Poca cosa para lo que sucedió después.
En aquellos Europeos España ganó dos medallas de plata: Ángel Hernández en longitud y Dani Plaza en 20 kilómetros marcha. Por cierto, Ángel estudiaba Medicina en Salamanca y llegó a ser doctor. Su hermano, Juan Carlos, fue médico del Real Madrid de fútbol, y fue expulsado en 2010 y sancionado con dos partidos por protestar visiblemente una decisión arbitral en un Levante-Real Madrid, lo que provocó una gran polémica sobre si era lícito excluir al médico de un equipo.
Aquel, el de Split, fue un viaje demoníaco, que compartí con mi mujer, Mari Luz Algarra, que también trabajaba en el periódico. La salida, en la expedición de la Selección Española, fue a las tantas de la noche y la llegada, tras alguna escala técnica que no recuerdo, cuando amanecía. Nos condujeron directamente a un polideportivo para acreditarnos. El cansancio era tremendo, así que las fotos de nuestras acreditaciones (escapularios, las llamábamos) eran más dignas de zombis que de seres humanos.
Para nuestra desgracia, la habitación que el periódico nos había reservado nos fue negada con severidad y mala educación. Fuimos conducidos casi militarmente al Centro de Prensa, donde alguien dijo que algo encontraría en algún sitio a algún precio. Y tras horas de espera y agotamiento nos condujo a una habitación de alquiler situada al lado del mar de playas pedregosas, a precio razonable, pero sin aire acondicionado (temperaturas tórridas en aquellos días) ni derecho a limpieza ni a que te cambiasen las sábanas ni las toallas. Diez días así…
Tampoco había taxis, así que cada mañana había que recorrer unos tres kilómetros,cuesta arriba, hasta un hotel en el que salía un autobús que te llevaba al estadio. “Ahí voy, ahí voy, ahí voy a trabajar…”, cantábamos mi mujer y yo, imitando a los enanitos de Blancanieves, para darnos ánimos. Además de la máquina de escribir, que pesaba, había que cargar con bolsas con libros para consultar datos (no había entonces Internet, obviamente), cuadernos para anotar…
Todo a las siete de la mañana. Y luego el día completo en el estadio Poljud, precioso, de 35.000 espectadores, en el que actualmente juega el Poljud Split y muy a menudo la selección de Croacia. El problema era que la sala de prensa era un horno infernal porque alguien había equivocado el aire acondicionado con la calefacción. Un día tras otro. Además, al salir de la sala de prensa, tras muchísimas horas de trabajo, nos detenía siempre un policía armado porque pensaba que habíamos robado la máquina de escribir, ya que era idéntica a los centenares que había en esa sala. Sólo la diferenciaba un pequeño anagrama, de forma que nos permitían continuar… hasta el día siguiente, en el que se repetía la operación. También lo sufrió Pedro Gabilondo, compañero del Diario Vasco, uno de los mejores periodistas que he conocido. Y amigo.
El regreso a nuestro alojamiento era también doloroso, porque a los tres kilómetros se unía el cansancio. En vez de seguir la carretera, nos adentrábamos en un camino al lado del mar, entre árboles maravillosos, y cenábamos en un restaurante al aire libre en el que una camarera de extrema amabilidad nos recibía con una cerveza, unas salchichas y una ensalada de pepino. Una noche coincidimos con el yugoslavo Borut Bilac, bronce en longitud, que estaba festejando su proeza de aquella tarde. Nos vio y nos invitó a una copa de champán, que le aceptamos, y cuando preguntó de qué país éramos y le dijimos que de España, se le torció el gesto, porque el hombre que le había ganado era Ángel Hernández, español. Pero mantuvo la invitación. Posteriormente dio positivo por dopaje y perdió la medalla de bronce. Por cierto, había tanta inflación en vísperas de la guerra que para pagar (sólo se aceptaba efectivo) era necesario poner sobre la mesa medio kilo de billetes. Parecía que íbamos a comprar el establecimiento.
El último día, más relajado en el horario, nos permitimos ir a comer al puerto, en un barco-restaurante, de madera. Maravilloso. No mucho después vimos en la televisión cómo los serbios lo habían atacado en la guerra de los Balcanes y ardía trágicamente. Alguna lagrimita se nos escapó.