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Lo que nos jugamos en hora y tres cuartos

La primera vez que vi un partido fue también la primera que veía la televisión. Fue en casa de un amigo de mi padre. Final de Copa de 1960, Madrid-Atlético. El Madrid venía de ganar su quinta Copa de Europa consecutiva, con un refulgente 7-3 al Eintracht. Tiempos de Di Stéfano, Puskas y Gento a tope. Para mí todo aquello no era aún más que un tema de conversación de los mayores, pero la insistencia en tanta maravilla, más el enigmático invento de la televisión me crearon una excitación que aún no he olvidado. Ganó el Atlético, y eso que se jugaba en el Bernabéu.

O sea, que el Madrid arrasaba en Europa ¡pero en su propia ciudad había un equipo capaz de quitarle la Copa de las manos, y en su mismo estadio! Mi siguiente recuerdo es de dos años más tarde. Voy ya al fútbol con mi hermano, en el piso alto de un autobús de los de entonces. Otra vez Madrid-Atlético. Hay gente paseando por la calle, en una tarde primaveral. Parejas, matrimonios jóvenes con carrito de bebé, señores con sombrero... No me lo explico. Me dan ganas de bajar del autobús y advertirles que juegan Madrid y Atlético, que cómo no les han avisado, que se lo van perder.

Dijo Bill Shankley, forjador del gran Liverpool, que el fútbol no es una cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más serio. Seguro que fue la primera tarde de derby que vivió en su infancia lo que le inspiró esa reflexión. En días como éste hay una emoción distinta, que provoca en el aficionado la sensación solemne de que en hora y tres cuartos de partido se decide su derecho a la felicidad. Claro que no para todo el mundo es así. Muchos lo ven tonto, ingenuo y exagerado, y no suben al autobús. Usted y yo sabemos muy bien todo lo que se pierden, pero ¿cómo explicárselo?