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Años 80. España era un país que convivía con la convulsión política provocada por la bendita consolidación de la democracia y el fútbol vivía malos tiempos tras la frustración generada por el Mundial de 1982. Sólo las rivalidades entre equipos animaban un cotarro en el que se encontraban escasos argumentos para sonreír. Uno de esos duelos terapéuticos era el que mantenían cada temporada Osasuna y Real Madrid. Los partidos de se convertían en una prueba de fuego y un examen para aquellos que no eran capaces de mantener la sangre fría. La apasionada afición pamplonica se tomaba esos partidos como si fuesen una cuestión de honor y la televisión ha dejado imágenes para el recuerdo.

No consigo olvidar noches como la del famoso petardo que explotó junto a Buyo obligando a interrumpir el encuentro, o los piques de la grada con Míchel y Gallego, dos tipos bragados que jamás se arrugaban. Osasuna jugaba ante el Madrid con los ojos inyectados en sangre y con una ambición que multiplicaba por mil sus cualidades. Martín jugaba por la banda izquierda como si fuese Futre y el polaco Urban se convirtió en un verdugo que tocó techo cuando en 1990 fue al artífice del 0-4 del Bernabéu que ni Mendoza ni mis amigos de la Quinta del Buitre han conseguido olvidar. Los duelos entre Real Madrid y Osasuna han perdido carga emocional en los últimos tiempos. Lástima.