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Los Futbolísimos Los Futbolísimos Los Futbolísimos Los Futbolísimos

El misterio del gol de oro

Roberto Santiago

imagen portada capitulo futbolisimos el misterio del balon de oro

Estaba a punto de atardecer.

El viento soplaba en el valle.

Nadie se movía en el estadio Amu Daria de Hindukush.

Todo el mundo contenía la respiración.

Espectadores, periodistas, jugadores, entrenadores… hasta los leopardos estaban inmóviles sobre las rocas, observando atentamente aquel penalti.

Pendientes de Helena con hache.

Si marcaba, seríamos campeones del Torneo de la Solidaridad.

El torneo más grande de todos los tiempos.

El árbitro Federico estaba a punto de hacer sonar el silbato.

El portero señaló a Helena, desafiante.

—Grrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr —gruñó, tratando de ponerla nerviosa.

Por toda respuesta, ella sonrió.

Y señaló el número 7 en su espalda.

—¡Hoy es día siete, es mi cumpleaños y da igual lo que hagas, voy a marcar este penalti! —exclamó Helena.

El portero la miró sin comprender.

—¡Yo marcar gol! —bramó Helena.

Nada.

No la entendía.

El portero puso cara de «no me entero».

—Es que mi mejor amigo me ha regalado este penalti… y yo marcar… ¡meter gol! ¿¡entiendes o no entiendes!? —insistió Helena.

El guardameta se encogió de hombros, se ajustó los guantes y volvió a rugir:

—¡GRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRR!

—¡Jugadores, silencio, prepárense para el penalti! —ordenó Federico.

Había llegado el momento.

El árbitro levantó el brazo.

Se llevó el silbato a la boca y…

—¡ALTO, STOP, PAREN TODO!

Una voz interrumpió el lanzamiento.

—¿¡Papá!? ¿¡Qué estás haciendo!? —pregunté, atónito.

Mi padre entró corriendo en el campo de fútbol, ante la mirada de todos los presentes.

Parecía muy alterado.

Con una mano sostenía una maza.

Y con la otra sujetaba un dispositivo parecido a una tablet con un altavoz.

Todos los periodistas le enfocaron con sus cámaras.

Él trató de recuperar el resuello después de la carrera.

—Emilio, ¿¡qué haces con ese martillo tan grande!? —exclamó mi madre.

—¡No interrumpas a los niños, que están a punto de lanzar el penalti! —pidió Esteban.

—Me parto, se planta en medio del campo con esas pintas, ja, ja, ja —comentó mi hermano.

—Perdón, perdón —se excusó mi padre—. ¡Es muy importante! ¡Very important!

El emir lo señaló y unos guardias de seguridad se dirigieron hacia él.

—My name is Emilio García, soy detective privado, private detective —intentó explicarse—. ¡Estoy aquí para desvelar quién es el autor del robo de la Copa de la Solidaridad!

Un murmullo recorrió el campo.

—¿Resolver robo de Copa? —preguntó el emir, escéptico.

—¡Sí! ¡He resuelto el robo! ¡Ya sé quién es el ladrón! —siguió mi padre, muy ansioso—. ¡Emir, deme un minuto, por favor, one minute, please!

El emir meneó la cabeza, dudoso.

Hizo un gesto a los miembros de seguridad para que no se lo llevasen.

—Ok, one minute —concedió.

Mi padre era el centro de atención del mundo entero en esos momentos.

Respiró hondo.

Y dijo:

—Desde el principio, sospeché que el ladrón debía ser alguien que pudiera tener acceso oficial a todos los recintos —explicó—, alguien de la organización. The thief is someone from the organization.

Muchos reporteros iban traduciendo de forma simultánea.

—Tu padre será un gran detective, pero habla inglés fatal —me dijo Anita.

—Ahora tengo las pruebas, the evidence —continuó mi padre—. El ladrón es alguien que todos conocen muy bien…

Al lado del emir, Akbar Fateh se puso en pie, muy tenso.

Al pie del campo, Zeta cruzó una mirada con su padre, Micael, que estaba en primera fila.

Allí también estaban Bernabé y Basilio, atentos a todo, también parecían preocupados.

—¡Suéltalo de una vez, Emilio, por lo que más quieras! —pidió Felipe.

—Lo que le gusta hacerse el misterioso a este hombre —dijo Alicia.

—Se acaba minuto, Emilio García —advirtió el emir.

—El ladrón es… the thief is… —dijo.

Entonces lo vi clarísimo.

Mi padre había acertado con sus pesquisas.

Miré al sospechoso número uno.

Se pasó la mano por el pelo, muy nervioso, y se le voló la cinta.

Retrocedió, como si estuviera a punto de echar a correr.

—¡EL ÁRBITRO FEDERICO ES EL LADRÓN! —dije.

Glups.

Lo había dicho en voz alta casi sin darme cuenta.

—¿¡Qué dices, mocoso!? —me señaló Federico.

—¡Que tú robaste la Copa! —contesté—. Perdón, es la verdad.

—Está muy feo acusar sin pruebas, ¿no te lo han enseñado? —replicó Federico, llevándose la mano al bolsillo—. ¡Retíralo o te saco tarjeta roja!

—¡Roba lo que te dé la gana, pero al niño no le expulses, eso ni se te ocurra! —gritó mi madre.

—No tengo pruebas, pero mi intuición me dice que eres el ladrón —expliqué—. El día del robo estabas en el campo, justo después del apagón te vi correr con una bolsa de deportes entre la multitud…

—Todo el mundo corría —se defendió Federico.

—En aquel momento no le di importancia —continué—. Pero ahora lo entiendo. ¡Fuiste tú! ¡Por eso te has puesto tan nervioso cuando mi padre ha dicho que ya sabía quién era el ladrón!

—¡Me he puesto nervioso porque no se puede interrumpir así un partido! —replicó Federico—. ¡Y menos una final! ¡Si corría con mi bolsa de deportes después del apagón fue por el caos que se montó! ¡Yo no he robado nada!

—¡Mi hijo es un gran detective, lo ha heredado de mí! —intervino mi padre—. ¡Federico, yo sí que tengo pruebas! ¡Oíd todos atentamente!

Mi padre puso en marcha el reproductor que llevaba en una mano.

Y subió el volumen a tope.

Se pudo oír la voz de Federico.

Hablaba a trompicones.

—Sí, sí, mamá, no te preocupes… que sí… la Copa está bajo los rugidos de los leopardos… cuando todos se vayan la sacaré de ahí… esa Copa vale un dineral, mamá… pero no la he robado por eso… no, no, no… la he robado por… por…

Ahí empezaban unas interferencias y se cortaba la grabación.

—Es una conversación telefónica que acabo de grabar hace unos minutos, durante el descanso —explicó mi padre—. ¡Federico, esto es una confesión del robo en toda regla!

—No, no, no, no —protestó Federico—. Esa voz se parece a mí… pero no soy yo. Además, ¿cómo ha conseguido eso? ¡Es una conversación privada con mi madre! ¡Es ilegal grabar a la gente!

—¿En qué quedamos? —dijo mi padre, satisfecho—. ¿Es una conversación privada con tu madre? ¿O no eres tú?

—¡No lo sé! ¡Me estás liando! —exclamó Federico, cada vez más agobiado.

—Más vale que confieses —le aconsejó mi padre—. Será lo mejor para ti.

—Yo no… o sea que no… —Federico parecía estar viniéndose abajo.

—Te coloqué un micrófono para poder grabar tus movimientos —dijo mi padre—. Luego debiste quitarte el pañuelo y se cortó la grabación. Pero con esto es más que suficiente. Si es que las madres siempre lo saben todo…

Federico me miró muy serio.

Se dio cuenta de que era yo quien le había entregado el pañuelo con el micro.

—¡Me quité ese pañuelo porque me apretaba, ya notaba yo algo raro! —exclamó—. ¡Vergüenza debería darte, utilizar a un niño para colocar un micrófono oculto!

—Emilio, ¿has usado al niño para tus investigaciones? —gritó mi madre.

—Solo un poco, perdona, Juana —se defendió mi padre.

—Yo me ofrecí —aseguré.

—Todo esto mucho interesante —dijo el emir—. Habrá que llevar grabación a policía y hacer investigación. Pero no poder detener a persona árbitro solo por esa voz grabado…

—No es solo por eso, emir —siguió mi padre—. ¡Tengo una prueba mucho más importante!

Y subió por las escaleras de la grada a toda velocidad, saltando los escalones de dos en dos.

—¿Dónde va ahora este hombre, si puede saberse? —preguntó Zeta.

—¡Esto ser muy irregular! ¡No acercarse! —bramó Akbar Fateh.

Pero mi padre iba lanzado, imparable.

El emir Amir observó a mi padre, que se plantó delante de la escultura de leopardo que había en el palco.

—¡Aparten todos! —avisó mi padre.

Levantó la maza que llevaba en una mano y…

¡CA-TA-CROCK!

¡¡¡CA-TA-CROCK!!!

Comenzó a golpear el pedestal.

—¡El lugar donde rugen los leopardos! —bramó mi padre—. ¡La hemos tenido delante de nuestras narices todo el tiempo!

El pedestal se agrietó.

Mi padre siguió golpeando con aquella maza.

¡Hasta que la rompió en mil pedazos!

¡¡¡RE-QUE-CA-TA-CROOOOOOOOOOOOOCK!!!

Bajo la escultura, apareció…

¡LA COPA DE LA SOLIDARIDAD!

Ahora sí que todos exclamaron un «¡oooooooooooooooooooooooh!» gigantesco.

—¡Ja! —dijo mi padre, orgulloso—. Eso fue lo que dijiste por teléfono a tu madre: «la Copa está bajo los rugidos de los leopardos». ¡Federico, yo te acuso de robar la Copa, de enviarla por mensajería a Hindukush y de esconderla bajo esta escultura recién hecha!

La policía local y los miembros de seguridad rodearon a Federico.

Al verse acorralado, exclamó:

—¡Me obligaron a robarla! ¡Yo no quería! ¡Fue idea de él!

Y señaló a…

… AKBAR FATEH, el jefazo de la Asociación Amigos de Hindukush.

—¡Me dijo que me pagaría una bolsa de diamantes si traía la Copa de vuelta a Hindukush! —confesó Federico—. ¡Y también me prometió que me nombraría presidente de la Federación Internacional de árbitros, que tenía muchos contactos!

Akbar Fateh negó con la cabeza.

—¡Tú podre diablo! —le dijo con desprecio—. ¡Copa Mágica ser para elegidos de Hindukush!

La cogió con ambas manos y la levantó.

—¡Esta Copa nunca debió salir de minas y montaña sagrada! —exclamó—. ¡No ser robo, ser acto de justicia con Hindukush!

—No lo entiendo —dijo mi madre—. Pero vamos a ver, ¿este hombre no había donado la dichosa Copa? ¿Por qué la quiere robar ahora?

—¡Copa no estar aquí! —aseguró Akbar—. ¡Copa estar expuesta en museo de Londres! ¡Donar a torneo ser única oportunidad de robar y traer de vuelta a Hindukush! ¡Copa Mágica debe estar en montaña sagrada!

—Qué fuerte… donó la Copa… para sacarla del museo y poder robarla —suspiró mi madre.

—¡Akbar Fateh, yo te acuso de crear un complot y sobornar al árbitro Federico para robar la Copa de la Solidaridad! —dijo mi padre muy serio—. ¡También te acuso de haber provocado un apagón muy peligroso en el London Stadium! ¡Y de hacer una escultura para esconderla hasta que acabara el torneo! ¡Ah, y por último, te acuso de tráfico de influencias en la Federación Internacional de árbitros!

—¡Tú no ser nadie! —rebatió Akbar—. ¡Yo ser heredero de fundadores de Hindukush! ¡Yo ser legítimo dueño de la Copa!

Seguía sosteniendo la Copa con ambas manos en alto.

Sus rubís, esmeraldas y lapislázuli brillaban con la luz anaranjada del atardecer.

—¡Detengan ahora mismo a Akbar Fateh! —ordenó el emir, muy enfadado—. ¡Tú ser indigno de Hindukush!

Varios agentes de policía detuvieron de inmediato a Akbar.

Le quitaron la Copa, la dejaron sobre una butaca del palco.

Y se lo llevaron preso.

—¡Algún día yo héroe nacional! —aseguró Akbar, mientras se lo llevaban—. ¡Yo traer Copa a valle original! ¡Pase que pase, nunca volver a salir de aquí!

Sonaba casi a una amenaza.

Supuestamente la Copa sería para el equipo ganador del campeonato.

Pero él parecía tener muy claro que no saldría de Hindukush.

—¡Y, por supuesto, detener también a árbitro! —dijo el emir.

—Pero yo… solo soy una pieza… me han utilizado —se lamentó Federico.

—La codicia es mala consejera —dijo Esteban.

—No era por el dinero, me hacía ilusión ser el presidente de los árbitros —sollozó Federico—. Mi madre habría estado muy orgullosa de mí.

—Orgullosa de que seas un ladrón no creo que estuviera —dijo mi madre—. Las madres queremos a los hijos con todos sus defectos, pero cuando se portan mal sufrimos más que ellos.

—Pero es que yo soy bueno… —insistió Federico, mientras lo escoltaba la policía.

—¡Pamplinas! —zanjó mi madre.

Así fue cómo se llevaron a los dos ladrones de la Copa.

El emir estrechó la mano de mi padre.

—Enhorabuena, Emilio García, buen trabajo —dijo—. Hindukush y Torneo de Solidaridad estar en deuda contigo.

—No lo habría conseguido sin mi hijo —respondió él—. Algún día será un gran detective.

Miré a Helena y a los demás.

—Hay varias cosas que sigo sin entender —dijo Tomeo, rascándose la cabeza—. ¿Quién nos envió ese mensaje secreto para que ayudásemos a Los Leopardos a ganar el campeonato?

—Fui yo —respondió Luccien, como si tal cosa—. A vosotros gustar mucho cosas de misterio y sabía que tomar en serio mensaje de anónimo.

—Eso está muy feo —dijo Helena—. Confiaba en ti.

—Todavía poder ayudar a Leopardos ganar torneo —añadió Luccien, guiñando un ojo—. Si tú fallar penalti, yo poder marcar gol y nosotros campeones y pueblo de Hindukush muy feliz con Leopardos.

Luccien miró fijamente a Helena con esos ojos azules y esa sonrisa perfecta.

Por un instante, pensé que la estaba convenciendo.

Pero Helena contestó:

—Ni lo sueñes, rubiales.

Nos preparamos para reanudar el partido.

—Si vosotros permitís, yo árbitro partido —se ofreció el emir.

—Hombre, no lo veo muy justo —intervino mi madre—. Propongo que arbitremos los dos, emir, tú y yo.

El emir Amir levantó las cejas sorprendido.

—Si todos estar de acuerdo, por mí perfecto —concedió el emir.

—¡Chócala, emir Amir! —dijo mi madre.

¡Plas!

Chocaron las palmas de las manos y la organización les dio sendos silbatos.

Ambos se colocaron al borde del área.

Nos hicieron señas para que nos colocásemos.

—Vamos, vamos, que hay que lanzar un penalti —apuró mi madre.

—Dos árbitros en la final, uno de cada equipo, es todo un poco extraño, je, je —comentó mi padre.

—No te metas, Emilio, que tú ya te has lucido, ahora me toca a mí —sonrió mi madre.

—Al fin y al cabo, es un partido amistoso con un fin solidario —indicó Esteban—. La competitividad es lo de menos.

—Bueno, bueno —dijo Alicia—. Recordad el lema de los Futbolísimos…

—Querer ganar, saber perder —apostilló Felipe.

Teníamos varios lemas, pero sin duda, ese era mi favorito.

Si perdíamos, no pasaba nada.

Pero mientras jugásemos… queríamos ganar. ***

Helena volvió a colocar el balón en el punto de penalti.

Después de todo el lío, otra vez nos preparamos para el lanzamiento.

En un vértice del área, el emir Amir.

En el otro, mi madre.

Preparados por si había algún rechace, todos los jugadores de ambos equipos.

Helena y el portero de Los Leopardos, frente a frente.

Por un instante, pensé que si Helena fallaba… tal vez yo podría pillar el rechace y marcar gol.

Capítulo 18 de El misterio del balon de oro de los Futbolísimos

Si eso pasaba, habría metido 20 goles en 20 partidos.

Sería pichichi del torneo en solitario.

Y habría batido un récord.

Pero borré ese pensamiento de mi cabeza.

Quería que Helena marcase.

Para eso le había cedido el penalti.

Toni y Marilyn, que eran muy rápidos, estaban muy atentos para correr en cuanto lanzara el penalti.

Un poco más abiertos, incrustados entre los rivales, nos encontrábamos Anita, Ocho y yo, también preparados para un posible rechace.

Camuñas se plantó en el centro del campo, por lo que pudiera pasar.

Desde el banquillo, Angustias se tapaba la cara, apoyado en Tomeo.

Todos enviando nuestra mejor energía a Helena.

Los nueve estábamos conectados por un hilo invisible.

Un hilo que siempre nos había unido.

Y que esa tarde, en aquellas remotas montañas, podía sentir con más fuerza que nunca.

El emir y mi madre levantaron su brazo izquierdo casi a la vez.

Los dos hicieron sonar sus silbatos al unísono:

—¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII!

Helena tomó carrerilla.

El portero Leopardo movió sus manos como si fueran dos garras.

Helena tropezó ligeramente con un agujero en el terreno de juego.

Estuvo a punto de perder el equilibrio.

Pero siguió adelante.

Armó su pierna derecha.

Y…

¡Golpeó el balón con el empeine de la bota!

¡PA-TA-PUM!

¡Salió disparado!

¡Fiuuuuuuuuuuuuuuuuuu!

¡Fuerte y colocado!

¡El balón voló hacia la escuadra de la portería!

El portero lo tocó con la yema de los dedos.

Lo desvió unos centímetros.

Y…

¡CA-TA-CLONCK!

LA PELOTA SE ESTRELLÓ CONTRA LA CRUCETA.

Salió rebotada.

Helena pilló el balón de nuevo y volvió a rematar.

¡Con todas sus fuerzas!

Otra vez salió disparado a toda velocidad.

A media altura.

El portero se rehízo.

Levantó un brazo y apenas rozó el balón.

Lo justo para que…

SE ESTRELLASE CONTRA EL POSTE.

¡Increíble!

¡La portería entera se quedó temblando del trallazo!

De nuevo, el balón rebotó.

Varios jugadores de ambos equipos fuimos a buscar el rechace.

Entre la maraña de piernas, hombros y empujones…

¡Helena se impulsó!

Voló por encima de los demás.

¡Cazó el balón!

¡Y remató de espaldas!

¡FUE UNA CHILENA DE ESCÁNDALO!

¡La pelota salió disparada hacia el extremo contrario de la portería!

El portero brincó.

Pero esta vez no llegó.

Y el balón…

Voló…

Voló…

Y…

Y…

¡¡¡ENTRÓ EN LA PORTERÍA!!!

¡Pegado al larguero!

Un grito desgarrador recorrió el valle de Hindukush.

El grito más bonito del mundo:

—¡¡¡GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL!!!

¡Golazo impresionante de Helena con hache!

¡Golazo de oro!

—¡Síííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííí! —gritamos.

—¡Bravísima! —exclamó mi padre.

—¡Viva Soto Alto y viva el fútbol! —aplaudió Esteban.

—¡Oé, oé, oé! —gritó mi hermano. Era la primera vez que le veía apoyarnos así.

Mi madre y el emir se miraron, asintieron y…

Pitaron el final del partido.

SOTO ALTO 1; LOS LEOPARDOS 0.

¡¡¡Campeones!!!

Alicia y Felipe se abrazaron.

Y Tomeo y Angustias.

Y Toni y Marilyn.

Y Ocho y Anita.

Y Camuñas y su gorra.

Y también…

¡Helena y yo!

Nos abrazamos.

Y saltamos.

Muchas veces.

Era más que una celebración.

Todo lo que nos había ocurrido durante esos últimos días se concentró en aquel abrazo.

Y en aquellos saltos.

Helena y yo unidos.

Sin soltarnos.

A nuestro alrededor, las risas, los aplausos, la celebración.

Podríamos habernos quedado así mucho más tiempo.

Poco a poco, todos los espectadores fueron entonando una canción en inglés en honor a Helena.

Al principio no la reconocí, estaba absorto mirándola.

Pero después me llegó con nitidez.

Era una de las canciones más famosas de todos los tiempos:

Happy birthday to you.

Happy birthday to you.

Happy birthday dear Helena.

Happy birthday to you…

Fue muy emocionante.

Aquel cumpleaños feliz no lo olvidaré jamás.

Creo que ella tampoco.

Entre risas, lágrimas y más abrazos, Helena me dijo:

—Es el mejor día de mi vida.

Para mí también.

Éramos campeones del Torneo de la Solidaridad.

Habíamos ganado frente a más de un millón de equipos.

Marilyn, como capitana, levantó la Copa.

Y volvimos a abrazarnos.

Y a gritar y a reír.

Fue una noche interminable.

Esteban elaboró una lista de ONG que ayudaban a la infancia.

Entre todos, decidimos repartir el dinero del premio a varias organizaciones.

Donando una parte muy importante a las que se ocupaban de los niños refugiados en aquella zona del mundo.

Hubo una cena de celebración y hermanamiento.

Y luego una fiesta.

Aunque estábamos muy cansados, ninguno teníamos ganas de irnos a dormir.

—Vosotros poder ver hoy algo único en universo —propuso el emir—: amanecer en valle de Hindukush.

Por supuesto, dijimos que sí.

Todos nos apuntamos, incluso mi hermano, mis padres y Esteban.

Además, vinieron los jugadores de Los Leopardos.

Y mucha más gente del torneo.

Marilyn y Camuñas decidieron que llevásemos la Copa Mágica.

Según la leyenda, si pedíamos un deseo al amanecer, se cumpliría.

—Recordad que tiene que ser un deseo para otra persona, no vale para uno mismo —dijo la capitana.

—Qué estrés —suspiró Angustias.

—¿Puedo pedir una tonelada de chocolate para Camuñas… aunque luego me lo tome yo? —preguntó Tomeo.

Guiados por el emir Amir, fuimos todos de excursión y llegamos a la cumbre de una colina desde la que se divisaba todo el valle.

Era una vista espectacular.

En el horizonte, empezaron a asomar los primeros rayos de sol de aquel nuevo día.

Uno a uno, todos fuimos levantando la Copa y pidiendo un deseo.

—No lo digáis en voz alta o no se cumplirá —avisó Anita.

—Uy, yo no creo que me lo pueda guardar mucho tiempo, en cuanto llegue al pueblo lo casco —dijo mi madre—. Si no se cuenta, pierde la gracia…

Cuando llegó mi turno, yo también levanté la Copa.

Miré a Helena.

Y pedí mi deseo.

Era un deseo para otra persona, claro.

Cuando acabamos, nos quedamos un buen rato sobre las rocas, descansando, contemplando aquel lugar absolutamente único.

—Tal vez deberíamos donar también la Copa a alguna organización de por aquí —dijo Helena.

—Me parece buena idea —admitió Esteban—, aunque ya me había hecho a la idea de exponerla en la sala de trofeos del colegio, je, je.

Un poco alejada del grupo, vi a alguien de pie: Patrizia Zabala.

Observaba algo que yo no podía ver desde mi posición.

Me acerqué.

Descubrí qué miraba.

En otra cumbre cercana, un grupo de leopardos también parecían contemplar el amanecer.

—Son unos animales bellísimos —dijo—. Aquí son libres y salvajes, nadie los mete en una jaula.

Parecía contenta, tranquila.

Parecía… libre y salvaje.

—Al final, ¿has recuperado la ilusión por el fútbol? —pregunté.

—Uy, qué pregunta tan complicada —dijo, sonriendo—. Creo que nunca la había perdido. Es solo que se me había olvidado disfrutar de cada entrenamiento, de cada partido.

Me gustaba mucho verla contenta.

—Te debo mucho, Pakete —siguió—. Eres muy especial, me has ayudado un montón. Muchas gracias, de corazón.

Me puse un poco rojo.

—Yo… o sea… me alegro de que estés más animada —dije—. Entonces, ¿no vas a dejar el fútbol?

—Creo que seguiré jugando algún tiempo —respondió—. Y luego puede que me dedique a entrenar. Por tu culpa, me ha picado el gusanillo.

—¿Te puedo hacer otra pregunta? —dije—. Es una tontería, pero es que todavía no sé por qué pensabas que Anita era una infiltrada.

—Ah, eso, uf, perdóname —asintió—. Estaba mal y veía fantasmas por todas partes. Cuando te dije eso estaba muy ofuscada, lo siento. Creía que todo el mundo estaba contra mí y contra el torneo. Anita no había hecho nada, simplemente la vi hablar con el equipo de Los Leopardos a escondidas y empecé a sospechar…

Eso era nuevo.

No sabía que durante el torneo Anita había visto a Los Leopardos.

Y aún menos, que había hablado con ellos.

Ya le preguntaría.

O no.

A veces, no hay que investigar absolutamente todo.

En especial, cuando las cosas han salido bien.

Todos tenemos nuestros pequeños secretos.

Tal vez Anita se había encontrado a Luccien y no nos lo había dicho porque le gustaba.

O a lo mejor se trataba de otra cosa.

Era cosa suya.

—Siempre que se gana algo, también se pierde —afirmó Zeta.

La miré con curiosidad.

—Tú, por ejemplo, has ganado el torneo gracias al gol de Helena y le has hecho un regalo increíble —explicó—. Pero, al mismo tiempo, has perdido la oportunidad de marcar veinte goles y ser pichichi en solitario.

—Bueno, soy pichichi… empatado con Luccien —sonreí—. Diecinueve goles son un montón de goles.

Me sentí muy bien al decir en voz alta aquello.

Había marcado diecinueve goles.

Además, le había dejado mi camiseta a Helena.

Y le había regalado un penalti inolvidable.

Solo faltaba que se cumpliera mi deseo.

Había pedido que Helena…

—¡GRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRR!

Un rugido enorme interrumpió mis pensamientos.

Lo que ocurrió a continuación solo podía suceder en un sitio como Hindukush.

Un lugar mágico.

Medio centenar de leopardos de las nieves rugieron al mismo tiempo.

Saludaban al sol que asomaba por el horizonte.

—¡¡¡GRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRR!!!