Estuvimos todo el día viajando.
Primero en tren.
Después en avión hasta el aeropuerto de Andorra La Seu.
Luego desde allí en autobús hasta las montañas.
Fue agotador.
Y muy emocionante.
Felipe y Alicia repetían todo el tiempo que debíamos disfrutar del viaje, pero también estar concentrados para disputar las pruebas.
Laura insistió en que estábamos representando al pueblo y que el mundo entero nos estaría observando.
Y, por último, Benemérito repitió mil veces:
—Más vale que estéis atentos, ese lugar es muuuuuy peligroso.
Al final, en la asamblea decidieron que el abuelo de Ocho nos acompañara.
Mi madre se quedó un poco chof, pero comprendió que ella había viajado ya muchas veces con el equipo. Me ayudó a hacer la mochila, con el saco de dormir y la ropa y todo, y me dijo que le enviara una postal bonita desde los Pirineos.
El autobús subió y bajó por unas carreteras muy empinadas, cruzando varios desfiladeros.
—Me estoy mareando —suspiró Angustias.
—Bebe agua y no lo pienses —le dijo Benemérito.
—Pero es que… —intentó decir Angustias.
—No protestes tanto —le cortó Benemérito—. En mi época teníamos que ir por carreteras mucho peores todos los días para llegar al colegio y no pasaba nada. Los niños de hoy sois unos flojos.
El abuelo de Ocho resultó ser muy estricto.
Todavía no habíamos llegado y ya echaba de menos a mi madre, con ella nos reíamos más.
—Bueno, bueno, mirad qué bonito todo —intentó animarnos Laura, señalando a través de la ventanilla—. Es precioso…
Tenía razón. Se veían montañas, una vegetación muy frondosa, arroyos…
—Me hago pis, ¿podemos parar? —dijo Ocho.
—Yo tengo hambre, necesito comer algo —añadió Tomeo.
—A mí me duele todo el cuerpo de tanto viaje —dijo Anita, estirándose.
—Es que llevamos muchas horas, creo que se me ha dormido la pierna —admitió Camuñas.
—Cada vez estoy más mareado, todo me da vueltas —insistió Angustias.
Benemérito se plantó en medio del pasillo de un brinco.
—¡Silencio todos! —exclamó.
Nos miró fijamente, con el ceño fruncido.
—El próximo que proteste, se vuelve a casa —avisó—. Estoy hablando muy en serio. Vamos a pasar cuatro semanas muy intensas, rodeados de amenazas desconocidas. El que no esté preparado, que lo diga ahora y se vuelva.
Todos nos quedamos callados, observándole un poco asustados.
—Os avisé en el pueblo: este campamento de verano es una trampa —siguió Benemérito—. Aquí solo sobreviven los más fuertes. ¿Mareos? ¿Hambre? ¿Pis? ¿Una pierna dormida? ¡Eso no es nada comparado con lo que nos espera allí!
Ahora sí que me agobié.
—Hombre, Benemérito, tampoco hace falta meter miedo a los niños —intercedió Laura.
—¡Sí hace falta! ¡Sí hace falta! —exclamó él—. ¡Tienen que estar preparados! ¡Vamos a una guerra! ¡Tenéis que comprenderlo!
Se giró hacia el conductor del autobús y le ordenó:
—¡Pare ahora mismo!
El bus pegó un frenazo en aquella carretera que bordeaba un acantilado y se detuvo en el arcén.
—Si alguien no quiere venir al campamento, que lo diga ahora o calle para siempre —bramó Benemérito—. Es vuestra última oportunidad.
Mis compañeros y yo nos miramos.
Ninguno nos atrevimos a levantar la mano y decir «quiero volver a casa».
Aunque en el fondo me parece que todos lo estábamos pensando.
No queríamos ir a una guerra.
Queríamos ir a un campamento de verano a pasarlo bien.
Subir en las tirolinas, bañarnos en el río, jugar al fútbol...
Esas cosas.
—Abuelo, nos estás asustando… mucho —murmuró Ocho.
—¡Me alegro, debéis estar preparados para todo! —respondió Benemérito—. Por última vez, ¿alguien quiere volver a casa?
Un silencio helador recorrió el autobús.
Alicia y Felipe también se habían puesto en pie, detrás del abuelo.
Nos miraban como diciendo «no os preocupéis, no va a pasar nada».
Pero ellos tampoco se atrevieron a interrumpir a Benemérito.
Nadie abrió la boca.
—Muy bien, si ninguno quiere regresar a casa, seguimos adelante —zanjó Benemérito—. Pero no quiero más quejas ni lamentos. ¡En marcha, conductor!
El autobús volvió a arrancar.
Y continuamos el viaje a través de las montañas.
—Si os parece, podemos cantar una canción y así nos relajamos un poco —propuso Laura—. Venga, todos juntos: Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña…
Empezó a cantar.
Los demás la imitamos.
Como veían que resistía,
fueron a llamar a otro elefante.
Dos elefantes se balanceaban
sobre la tela de una araña…
Y así sucesivamente.
Tres elefantes… diez elefantes… veinte elefantes…
Aquel viaje no terminaba nunca.
—¿Tú crees que el abuelo Benemérito está exagerando? —me preguntó Helena, que iba sentada a mi lado.
—Yo no sé… —contesté—. O sea, me parece demasiado, pero no sé…
—Todo el mundo quiere ir a ese campamento, seguro que está chulísimo —apuntó Camuñas desde el asiento de atrás.
—Yo ya no quiero ir —sollozó Angustias.
—Ni yo —se lamentó Tomeo.
—¿Por qué no habéis dicho nada? —preguntó Ocho.
—Porque tu abuelo impone mucho —confesó Tomeo.
—Y porque tampoco quiero hacer el viaje de vuelta a casa yo solo —explicó Angustias.
—Tienes FOMO —concluyó Anita, mirando a Angustias—. No te quieres perder nada, aunque no te apetezca.
—No me digas más cosas raras, por favor te lo pido —suplicó Angustias—. Bastante tengo con lo que tengo.
—Pues yo estoy de acuerdo con el abuelo —intervino Toni—. Sois unos flojos. No sé si estáis preparados para aguantar las pruebas. Menos mal que tenéis a Toni Superstar.
—Hablar de ti mismo en tercera persona, como si fueras otro, es un delirio de grandeza —señaló Anita.
—Mira, listilla, eso que has dicho no me gusta… creo —replicó Toni—. Aunque la verdad, no sé muy bien qué significa esa palabreja: delirio.
—Mi padre tiene un jardín de lirios —dijo Tomeo—. Son unas flores preciosas, necesitan muchos cuidados…
—Eso es otra cosa —explicó Anita—. Delirio de grandeza es cuando alguien se cree que tiene un poder superior.
—Buah, entonces yo no tengo eso —aseguró Toni—. Simplemente soy el mejor.
—¡Vamos, chicos, que no decaiga la canción! —nos animó Laura, infatigable.
Muchos elefantes más tarde… ¡Llegamos a nuestro destino!
En cuanto bajamos del autobús, nos quedamos con la boca abierta.
—Es espectacular —dijo Marilyn, admirando el paisaje.
—No os fieis de la primera impresión —advirtió Benemérito.
—A partir de aquí tienen que seguir a pie —dijo el conductor.
Sacamos las mochilas del portaequipajes y, en un abrir y cerrar de ojos, el autobús dio media vuelta y se fue.
Nos quedamos solos al borde de la carretera.
No se veía a nadie por allí.
Tampoco ningún campamento.
Solo las montañas imponentes delante de nosotros.
—Pues es precioso todo esto, eh, cuánta naturaleza —dijo Felipe.
—Sí, precioso, pero nos han dejado aquí en medio, tirados y sin saber dónde tenemos que ir —suspiró Alicia.
—Hum —dijo Benemérito—. Ya os avisé de que aquí nada es normal…
No pudo seguir hablando.
Porque en ese momento…
—¡Yuuuuuuhuuuuuuuuuuuuuuuuu!
Tras una colina, apareció una chica subida a una bicicleta de cross.
Llevaba una antena con una bandera de un trébol de oro.
Y nos saludaba con la mano, entusiasmada.
—¡Holaaaaaaaa, yuhuuuuuuuuuuuuuuu!
Detrás, surgieron otras tres bicicletas.
Todas se dirigían hacia nosotros.
Cruzaron entre las piedras, dejando tras de sí un rastro de polvo.
En pocos segundos llegaron a nuestra altura. Derraparon a un lado de la carretera.
Montada en la primera bici iba una chica muy sonriente, con un casco amarillo. Nos saludó con amabilidad.
—Hola, soy Jolly, tengo doce años y… ¡estoy muy feliz de daros la bienvenida al campamento El Trébol!
En las otras bicicletas, iban otras tres chicas con un asombroso parecido a Jolly.
Cada una llevaba un casco de un color diferente.
—Hola, yo soy Polly, perdonad que hayamos llegado tarde, me pone muy triste que hayáis tenido que esperar, lo siento.
—Hola, yo me llamo Dolly, no me miréis con esa cara de pasmados, sí, somos igualitas las cuatro, ¿qué pasa?, ¿¡algún problema!?
—Hola, y yo soy Molly, os aconsejo que tengáis mucho cuidado por estas montañas, son muy peligrosas, os podríais caer y haceros daños y partiros algo, ay.
—¡Somos cuatrillizas, por si no os habéis dado cuenta! ¿¡A que mola, ja, ja, ja!? —soltó Jolly.
Aquello era asombroso.
Había conocido mellizos, incluso una vez a unos trillizos, pero… ¿¡cuatrillizas!?
Era alucinante.
—Yo siempre estoy contenta —dijo Jolly—. La vida es maravillosa, y tenemos mucha suerte de estar en el mejor campamento del mundo, lo vamos a pasar genial.
—A mí todo me pone triste —murmuró Polly—. Las personas casi siempre te decepcionan, y los lugares más bonitos también tienen su lado feo, y muchas veces me da por llorar sin venir a cuento, perdonad.
—Estas son unas panolis, normal que siempre me tenga que enfadar —intervino Dolly—. Mis hermanas son unas pavas de cuidado, no hay quien las aguante. Si tenéis algún problema, acudid a mí.
—Ayyyy, qué nervios, a mí las novedades me producen estrés y angustia y un poco de miedo —reconoció Molly, bajando la vista—. Portaos bien conmigo, por favor, estoy asustada, je, je.
—Mira, Angustias, esa Molly es como tú —le dijo Toni, dándole un codazo.
—No, no, como yo no —respondió Angustias—. Se ha reído, y yo no me río.
Aquellas cuatro niñas eran… increíbles.
—Son como las emociones de la película esa —dijo Helena, sorprendida.
—Justo lo estaba pensando: alegría, tristeza, enfado y miedo —afirmó Anita.
—Nos lo dicen mucho —sonrió Jolly—. ¡A mí me encanta esa película! ¡Y me encanta que nos parezcamos! Aunque nosotras somos de carne y hueso, no de dibujos, ja, ja, ja.
—¡Yo no me parezco en nada a ningún estúpido dibujo! —protestó Dolly.
—Yo sí, yo no soy especial, soy muy vulgar, ya lo sé —se lamentó Polly.
—¿Puede ser contagioso lo de la película? —preguntó Molly—. Es que no querría convertirme en un muñeco o en una caricatura o algo peor, ayyyyyy...
—Sois espectaculares —dijo Helena, admirada—. Me caéis genial.
—Eso de estar todo el rato alegres o tristes, ¿lo hacéis a propósito? —preguntó Camuñas.
—Nos sale sin pensar —contestó Polly—. Es vergonzoso, ¿verdad?
—¡Pues yo estoy muy orgullosa de ser así, y al que no le guste que se aguante! —bramó Dolly.
—Ya nos iremos conociendo mejor, ahora tenemos que llevaros al campamento, os va a fascinar, es un sitio taaaaan bonito —explicó Jolly.
—Perdonad a mi hermana que sea tan cursi —se disculpó Dolly—. ¡Es que es insoportable!
—No discutáis, por favor, no aguanto las peleas, me entra congoja en el corazón y me pongo a temblar —pidió Molly.
—¡A mí también me entra congoja con las peleas! —dijo Angustias.
—Lo que he dicho: Angustias y Molly, tal para cual —sentenció Toni.
—Hola, niñas, encantada, yo soy Laura, la alcaldesa de Sevilla la Chica —se presentó la madre de Anita—. ¿Hay algún adulto en el campamento para recibirnos y explicarnos bien las cosas?
—Claro, en cuanto lleguemos lo veréis y conoceréis a todos —dijo Jolly, luciendo su gran sonrisa—. Está súper bien organizado, es una maravilla.
—¡Es un caos, no hay quien se entere! —le contradijo Dolly—. ¡Vais a flipar en colores!
—Jolly y Molly siempre están llevándose la contraria, qué lástima, de verdad —susurró Polly.
—Me va a estallar la cabeza, es imposible que sepa quién es quién —dijo Tomeo.
—Es facilísimo —dijo Jolly—. Mira, Jolly, la alegre. Polly, la triste. Dolly, la enfadada. Y Molly, la miedosa.
—Ya, claro, como que me voy a acordar de eso —negó Tomeo.
—Pues más fácil todavía, chaval —intervino Dolly—. Presta atención a los cascos que llevamos cada una, está chupado. Jolly, amarillo de alegría; Polly, azul de tristeza; Dolly, que soy yo, rojo de enfado, y Molly, negro de miedo y angustia.
—No es fácil —masculló Camuñas—. Además, supongo que los cascos os los quitaréis en algún momento…
—Yo el azul no lo veo de tristeza, a mí me parece un color muy alegre —indicó Ocho.
—Cuántos problemas, qué agobio —sollozó otra vez Molly—. Nadie sabrá nunca quién somos cada una, es nuestro destino.
—Venga, poco a poco nos iremos haciendo con los nombres y con todo —terció Alicia—. ¿Vamos ya al campamento?
—Sí, qué remedio, vamos para allá, espero que no os defraude demasiado —dijo Polly.
—¿Y cómo vamos? ¿Tenéis bicicletas para todos? —preguntó Felipe, entusiasmado.
—Qué gracioso el barbas —resopló Dolly—. ¡Tú qué te has creído! ¡Aquí habéis venido a hacer ejercicio! Nosotras vamos en bici y vosotros… nos seguís a pie.
—¿Está cerca? —inquirió Laura—. Yo es que no soy mucho de caminar, y menos por mitad del campo.
—¡Está muy lejos! —explotó Polly, y se echó a llorar—. ¡Os vais a cansar muchísimo, lo siento!
—No pasa nada —intentó consolarla Alicia.
—Sí que pasa, Polly tiene razón, os vais a cansar mucho —dijo Molly—. Y alguno puede que se caiga por el camino y se parta una pierna o un brazo o algo peor, también puede haber desmayos por el agotamiento…
—Yaaaaaaa, pero el trayecto es taaan bonito —dijo Jolly—. ¡En marcha, Soto Alto! ¡Seguidnos, yuhuuuuuu!
—Id despacio, por favor —pidió Laura.
—Si vamos despacio, nos aburrimos, ¡nos gusta darle caña! —aseguró Dolly.
Sin más, las cuatro comenzaron a pedalear.
Y enfilaron con sus bicis a buen ritmo la colina que teníamos delante.
Cargamos nuestras mochilas.
Y comenzamos a seguirlas al trote.
—Me han caído fenomenal las cuatrillizas, son muy originales —dijo Helena.
—¡No os fieis de ellas! —repitió una vez más Benemérito, resoplando—. A mis años y aquí dando botes entre las piedras como las cabras...
La verdad es que las cuatrillizas iban bastante deprisa.
Nos costó seguirlas a pie.
Había muchas pendientes.
Arbustos.
Rocas.
Ni siquiera fuimos por un camino de tierra, era todo campo a través.
Las bicicletas cada vez estaba más lejos de nosotros.
—Si me desmayo, no me levantéis, dejadme aquí tirado, por favor —suspiró Tomeo con la lengua fuera.
—Me ha dado flato —informó Laura.
—Vamos, que no se diga, ¡somos de Sevilla la Chica y no nos rendimos! —intentó animar Alicia—. Además, esto es muy sano, mirad qué aire tan puro.
—Ya, ya, pero vaya tela —protestó Felipe.
En un momento determinado, las bicis desaparecieron de nuestra vista.
—Lo que faltaba, ahora nos hemos perdido —se lamentó Laura.
Subimos otro desnivel.
Y entonces… ¡lo vimos!
Allí estaba: El campamento de verano.
En mitad de un valle grandioso, lleno de árboles enormes y verdes, rodeado de cuatro montañas muy altas.
Al pie de un riachuelo, divisamos una larga fila de tiendas de campaña.
Un poco más allá, una gran cabaña de piedra y un cartel de madera tallado a mano:
EL TRÉBOL
Llegamos casi a rastras hasta el río y una vez allí, nos quitamos las mochilas y
nos dejamos caer sobre la hierba.
Estábamos agotadísimos.
—¿Será potable? —preguntó Laura, mirando el agua cristalina del riachuelo.
—Pues claro, es un río de alta montaña, es la mejor agua que se puede beber —afirmó Alicia, dando un trago.
Enseguida, todos hicimos lo mismo.
Nos echamos agua por el rostro y la cabeza, para reanimarnos y dimos unos buenos tragos.
Estaba bastante fría.
Jolly llegó dando brincos hasta nosotros.
—Qué guay, ha sido súper divertido, casi no llegáis, ja, ja, ja —dijo.
—¿Podemos descansar un poco? —preguntó Laura.
—¿Cuáles son nuestras tiendas? —dijo Felipe.
—¿Está ya lista la cena? —suplicó Tomeo.
—No tan deprisa, ja, ja, ja —contestó Jolly—. Antes tenemos que saber en qué equipo estáis cada uno. Es uno de mis momentos favoritos.
—Bueno, nosotros somos del equipo Soto Alto Fútbol Club —dijo Marilyn.
—Eso es el pasado —explicó Jolly—. En el Trébol se empieza desde cero, a cada uno le puede tocar un equipo distinto, es buenísimo, ya veréis.
La seguimos sin comprender nada.
¿A qué se refería?
¿Es que no íbamos a estar todos juntos en el mismo equipo?
Llegamos hasta una gran explanada.
Había un montón de niños y niñas.
Al parecer, debíamos de ser los últimos en llegar.
Allí estaban los ingleses del Manchester City.
Los argentinos del Boca Juniors.
Y los chinos del Tao Feiyu.
Todos parecían igual de desconcertados que nosotros.
En medio de la pradera, habían clavado cuatro grandes banderas, cada una de un color: amarilla, azul, roja y negra.
Sujeta por las banderas, colgaba en lo alto una malla que cubría casi toda la explanada.
—¡Escuchadme todos, pasmarotes, ha llegado el momento de la verdad! —gritó Dolly.
—Para participar en la gran competición El Trébol de Oro, tendréis que formar parte de uno de estos cuatro equipos, ¿a qué es emocionante? —dijo Jolly.
Nadie nos había informado de aquello.
—¡Yo soy la capitana del equipo Alegría, yuhuuuuuu! —exclamó Jolly, agitando la bandera amarilla.
—¡Yo, la capitana del equipo Enfado! —siguió Dolly, dando una patada a la bandera roja.
—Yo la capitana del equipo tristeza, siento mucho si os toca conmigo —suspiró Polly, moviendo ligeramente la bandera azul.
—Ay, yo soy la capitana del equipo miedo, angustia y oscuridad —se lamentó Molly, escondida tras la bandera negra.
—Perdón —dijo Marilyn—. ¿Es obligatorio entrar en uno de esos equipos?
—Totalmente, ¿qué te has creído? —respondió Dolly—. Si no te gusta, ya puedes dar media vuelta y volver a casita. Nadie te obliga a permanecer en el campamento, espabilada.
—Pero nosotras queremos que os quedéis, va a ser súper genial —intercedió Jolly—. Cada equipo dormirá en una tienda y compartirá muchas cosas, es una experiencia muy enriquecedora.
Crucé una mirada con Helena.
¿Los jugadores del Soto Alto no íbamos a estar juntos?
¿Tendríamos que competir en equipos distintos?
Era la primera vez que nos ocurría algo así.
—Es horrible, os van a separar, qué pena tan grande —dijo Polly.
—Algunos lo pasarán fatal y puede que no soporten la presión, ayyyy —añadió Molly.
—¿Cómo se decide en qué equipo está cada uno? —preguntó Toni.
—¡Eso es lo mejor de todo! —exclamó Jolly—. Os tenéis que poner entre las cuatro banderas, debajo de la malla. ¡Vamos, vamos, todos adelante!
—Perdón, ¿los adultos también? —preguntó Laura, un poco molesta.
—¡También, alcaldesa estirada, mayores y niños, vamos! —ordenó Dolly.
Lentamente, llenos de dudas y de inseguridad, hicimos caso.
Todos los participantes nos colocamos bajo la malla, mirándonos unos a otros de reojo.
Incluso Benemérito y Laura, también se pusieron allí a regañadientes.
—Ahora se abrirá la malla y caerán sesenta balones, quince de cada color —comentó Polly—. Es muy triste, pero solo podéis coger un balón cada uno.
—El que coja más de uno, o se quede sin balón… ay… será eliminado —avisó Molly.
Levantamos la vista, nerviosos.
Podía divisarse la sombra de aquellos balones de distintos colores sobre nuestras cabezas.
—Entonces, el equipo que te toque dependerá de la pura suerte —dijo Anita—. Yo creía que sería algo místico, dependiendo de la personalidad de cada uno.
—Te vas a sorprender, ji, ji, ji —dijo Jolly—. En el Trébol pasan cosas mágicas, ya verás. Nada es por casualidad. En realidad, vosotros no elegís. Es el balón el que os elige a vosotros… ¡Me súper encanta!
Respiré hondo y alargué las manos, preparado para coger uno de esos balones.
¿Cuál me tocaría?
Yo creo que en general era bastante alegre, quizá me tocaba uno amarillo.
Aunque a veces me ponía un poco triste o me enfadaba, los balones azul o rojo podrían tocarme.
Y miedo también tenía, sobre todo por las noches, tampoco me extrañaría que me tocara uno negro.
Pasara lo que pasara, aquello marcaría mi futuro en el campamento.
Ufffffffffff…
—¡Tres… dos… uno! ¡Que la suerte os acompañe, espabilados! —gritó Molly.
En ese instante, la malla se abrió y… ¡cayeron de golpe todos los balones!
Hubo gritos y empujones.
Un balón pasó entre mis manos y se me resbaló.
Al bajar la vista me topé con Helena: ¡había atrapado un balón amarillo!
También vi a Toni. ¡Tenía un balón rojo!
Y a Angustias. ¡Sujetaba un balón negro!
El abuelo Benemérito sujetaba un balón rojo.
Felipe, uno de color azul…
¡Tenía que atrapar yo alguno o me eliminarían!
Al fin, casi a ciegas, recogí uno de los balones del suelo.
Lo miré.
Era de color…