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El misterio del campamento de verano

Roberto Santiago

imagen portada capitulo futbolisimos el misterio del campamento de verano

Todas las miradas se volvieron hacia el abuelo Benemérito.

—¡Abuelo! —exclamó Ocho, atónito—. ¡¿Tú eres el fundador del campamento?!

—Noooooooo, no, no, no, de ninguna manera —respondió él, indignado.

—En este documento oficial lo pone claramente —señaló el bigotón, mostrando un contrato—. Benemérito Piedrasantas Buendía. Dueño y fundador de «El Trébol».

El abuelo se rascó la barba blanca.

—Está firmado por usted —añadió el Perillas—. Hizo un seguro para el trofeo El Trébol de Oro con nuestra compañía por una cantidad enorme. Lo pone en todas las páginas: Benemérito Piedrasantas, dueño y fundador del campamento…

—¡Vale! ¡Está bien! —le cortó Benemérito—. ¡Soy yo! ¿Y qué? ¿Algún problema?

—¿¡Cómo que si algún problema!? —dijo Ocho, que no salía de su asombro—. Abuelo, ¿tú fundaste este campamento? ¿Eres el dueño? ¿¡Por qué no nos habías dicho nada!?

—Es mi pequeño secretillo —contestó Benemérito, tragando saliva.

—Qué fuerte, Benemérito, ya te vale —intervino mi madre—. Anda que tener a todo el pueblo engañado.

—Incluso a tu alcaldesa —subrayó Laura.

—Es una historia muy larga, no viene a cuento —se excusó él.

—¡Claro que viene a cuento! —replicó Jolly, demudada—. ¡Por favor, cuéntala! ¡Nos merecemos una explicación!

—¿Vosotras tampoco sabíais que Benemérito era el fundador? —dijo Helena.

Las cuatrillizas negaron al mismo tiempo. Estaban tan sorprendidas como nosotros.

Absolutamente todos los presentes miramos a Benemérito.

—De acuerdo, vosotros lo habéis querido —dijo—. Esta es la historia.

Y a continuación el abuelo Benemérito nos contó…

LA VERDADERA HISTORIA DEL CAMPAMENTO EL TRÉBOL.

Siendo muy joven, Benemérito pasó varios veranos en un campamento en aquel mismo lugar.

Amaba la naturaleza, las montañas, los ríos y los deportes al aire libre. Así conoció el Valle de los Cuatro Ojos, junto a sus compañeros de aquella época.

El sitio le fascinó y fue muy feliz durante algunos años.

Cuando se hizo adulto, Benemérito y sus tres mejores amigos de la infancia montaron un campamento en este valle, que tantas alegrías les había dado. Su único objetivo era que los niños disfrutaran igual que ellos habían hecho.

Los cuatro invirtieron en el campamento el dinero que ganaban con sus trabajos. Participaban como monitores, se inventaban nuevas actividades originales y divertidas en cada edición.

Hasta que el campamento se fue haciendo cada vez más famoso. Se apuntaba más y más gente, acudían de medio mundo.

Entonces fue cuando tuvieron la idea de que participaran equipos de todo el planeta y pasaran un mes haciendo una gran competición.

Su empeño era que el campamento fuera gratis y que los niños aprendieran valores como la igualdad o el amor por la naturaleza.

Así fue durante muchos años. Mantuvieron su secreto, que solo ellos cuatro conocían.

Pero los cuatro amigos fundadores se fueron haciendo mayores. Muy mayores. Y, por desgracia, uno a uno, los compañeros de Benemérito fueron muriendo.

Benemérito se quedó solo y triste al frente del campamento.

A pesar de todo, decidió seguir adelante.

Era el proyecto de toda una vida, aunque ya no tenía fuerzas para acudir personalmente al campamento.

Cada año fue nombrando tutor a algún participante de ediciones anteriores. Personas entusiastas que aceptaban el reto.

Y así fue durante los últimos años.

Las cuatrillizas, por ejemplo, habían participado y ganado un año antes. Fueron las primeras menores en convertirse en monitoras y organizadoras.

El campamento siguió celebrándose cada verano, aunque Benemérito echaba mucho de menos a sus viejos amigos.

—Por eso todo en El Trébol gira alrededor del número cuatro —concluyó Benemérito—. Fuimos cuatro fundadores, los mejores amigos del mundo. Ahora solo quedo yo.

—Abuelo, me lo tendrías que haber contado —dijo Ocho, dándole un abrazo.

—A partir de cierta edad, todo el mundo te ve como un inútil —gruñó Benemérito—. Tener este secreto me ha ayudado a sentirme en forma.

—Desde luego, eres una caja de sorpresas —afirmó mi padre.

—¿Por qué creéis que invitaron al Soto Alto al campamento? —dijo Benemérito—. Fui yo. Por eso me empeñé en venir. Y por eso encontré el trébol de cuatro hojas cuando os iban a echar… Disimulé, pero quería estar aquí con vosotros.

—Pero protestaste desde el principio —le recordó Anita—. Decías que era un campamento muy enigmático, que algunos participantes no regresaban nunca…

—¡Y cuantas más cosas raras decía más ganas os entraban de venir! —exclamó Benemérito—. El ser humano es así. Hay que echarle un poco de misterio y pimienta a la vida para que todo sea más emocionante.

—Lo que no entiendo es por qué estás tan enfadado siempre —intervino Tomeo—. Si yo hubiera montado un campamento como este con mis mejores amigos, estaría feliz.

—¡Es mi carácter y se acabó! —zanjó Benemérito—. Igual que Angustias siempre está angustiado y que Toni es un chulito que necesita ser protagonista, ¡es su carácter y no lo pueden evitar!

Todos murmuramos. El abuelo estaba en lo cierto: cada uno tenía su personalidad.

—Yo siempre estoy contenta —dijo Jolly.

—Yo a la mínima me pongo triste —admitió Polly.

—Yo tengo miedo a todo —susurró Molly.

—Y yo me enfado a todas horas —gruñó Dolly.

—Por eso eres mi favorita —dijo Benemérito, acercándose a Dolly—. Y por eso te envié todas esas postales. Me encanta que todo te moleste, que todo te enfade, ¡somos iguales! ¡Eres mi pequeñaja!

Benemérito abrazó a Dolly, entre gruñidos y quejas.

—¿Le enviaste postales a ella y a nosotras no? —se lamentó Polly.

—Me envió postales desde lugares increíbles de medio mundo —respondió Dolly, orgullosa—. París, Pekín, Nueva York…

—Bueno, en realidad te las mandé todas desde Sevilla la Chica —explicó Benemérito—. Pero la intención es lo que cuenta.

—¿Me engañaste? —dijo Dolly, malhumorada—. ¡Eres lo peor! ¡No te puedes fiar de nadie!

—¡Ay, me encanta cuando te enfadas! —respondió Benemérito.

Y volvieron a abrazarse.

—¡Eres insoportable, viejo cascarrabias! —susurró Dolly.

—¡Muchas gracias, tú eres una niñata repelente! —le dijo Benemérito, encantado.

—¡Qué bonit! Todos tenemos nuestro carácter… y también nuestra alma gemela. —dijo Jolly, entusiasmada—. Yo he encontrado aquí a la persona que quiero parecerme de mayor.

Y se abrazó a… ¡Alicia!

—Yo no soy tan alegre como tú —murmuró nuestra entrenadora.

—¡Sí que lo eres, siempre positiva, aunque no lo reconozcas! —rebatió Jolly.

Se fundieron en un gran abrazo entre sonrisas. Y aquello desencadenó una ola de abrazos por parejas, que supuestamente eran muy parecidas. Algunas resultaban evidentes. Otras, no tanto.

Angustias y Molly.

Ocho y Tomeo.

Toni y Parker.

Felipe y Polly.

Marilyn y Camuñas.

Anita y el portero argentino.

El bigotón y el perillas.

Mi padre y Laura.

Mi madre y… Corominas.

—Creo que ya sé por qué me caías tan mal, comandante —reconoció mi madre—. ¡Porque a los dos nos encanta mandar!

—Será eso, porque tú también me has caído fatal desde que te vi —dijo Corominas—. ¡Piiiiiiii! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Miré a mi alrededor y yo también vi a mi alma gemela.

—¿Es que no me vas a dar un abrazo? —me preguntó Helena.

—Yo… sí… claro… ahora mismo… —dije, un poco avergonzado.

Helena con hache me estrujó. Estuvimos así un buen rato, abrazados de dos en dos.

—Bueno, ejem, yo creo que ya está bien —dijo el comandante—. Hala, vamos a repetir el penalti…

—¡No, no repetir! —protestó Parker—. ¡Penalti out, balón salir fuera!

—¡Se ha ido fuera porque ha llegado un helicóptero! —recordé.

—La verdad es que nunca había visto nada igual —admitió Corominas.

—Perdón, entiendo que ese penalti debe ser muy importante —intervino el bigotón, muy serio—. Pero nosotros hemos hecho un viaje larguísimo por el tema del seguro.

—Señor Benemérito Piedrasantas —siguió el Perillas—. Por la presente, le informamos que ha sido usted denunciado a la policía por falsedad e intento de estafa en su póliza de seguros.

—¿¡QUÉ!? —gritó Benemérito—. ¿Me están acusando a mí? ¿¡A mí!?

—Precisamente a usted —recalcó el bigotón—. Usted ha asegurado el trofeo denominado «El Trébol de Oro» por más de cien mil euros.

—Oooooooooooooooooooooh.

—Sin embargo, ese trofeo no vale más de diez euros —añadió el Perillas—. No es de oro, sino de cobre repintado.

—Oooooooooooooooooooooooooooooooh.

—Aquí tiene el informe de nuestros peritos —dijo el Bigotón—. En cuanto hemos tenido conocimiento del robo, hemos procedido a presentar la denuncia.

—Por eso hemos venido a informarle —remató el Perillas—. Ahora bien, si renuncia al seguro, nuestra compañía retirará la denuncia.

—¡Esto es indignante, intolerante, insoportable! —gruñó Benemérito—. ¡Nunca renunciaré a ese seguro! ¡Soy inocente! ¡He trabajado toda mi vida para este campamento y ese trofeo! ¡Lo hago todo por los niños!

—Yo te creo, abuelo —dijo Ocho.

—Eso lo dices porque eres su nieto —replicó Toni.

—¡Ahora cuadra todo! —saltó Camuñas—. ¡El abuelo Benemérito ordenó a las cuatrillizas que robaran el trofeo y lo escondieran! ¡Lo hizo para cobrar el seguro!

Las cuatrillizas pegaron un bote al oír aquella acusación.

—¡Nosotras no hemos hecho nada malo, no hemos robado el trofeo! —dijo Polly—. ¡Solo de pensarlo me entran ganas de llorar!

—¡No podéis negarlo! —rebatió Camuñas—. ¡Helena, enséñales la foto!

Helena sacó su móvil y, entre murmullos, se lo fueron pasando unos a otros hasta que llegó a las cuatrillizas.

—Somos nosotras, eso es verdad —admitió Jolly, mirando la pantalla—. Salimos muy bien en la foto, a pesar de que es de noche.

—¡Y lleváis el trofeo! ¡Se puede ver claramente! ¡Más o menos! —insistió Camuñas.

—¡Eso que se ve no es el trofeo, listillo! —dijo Dolly.

—Entonces, ¿qué es? —preguntó Camuñas.

Las imágenes pasaron a toda velocidad por mi cabeza y, de pronto, las piezas encajaron.

Dolly estaba a punto de responder, pero yo me adelanté.

—Eso que llevan es… ¡una bicicleta! —dije.

Todos me observaron entre murmullos.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Camuñas.

—Cuando vi sus bicicletas en la cabaña, lo entendí —expliqué—. Las cuatrillizas se iban por las noches en bicicleta a los pueblos cercanos a buscar otro trofeo.

—Es cierto —corroboró Jolly—. Queríamos quedar bien con el fundador, aunque en ese momento todavía no sabíamos que era Benemérito.

—Nos sentíamos angustiadas por el robo del Trébol de Oro —dijo Molly.

Le pedí el móvil a Helena y volví a mostrar la imagen.

—Si os fijáis bien en la fotografía, el objeto que arrastra puede ser un trofeo grande, una bici o cualquier cosa —señalé—. Vemos lo que queremos ver.

Capítulo 18 de El misterio del campamento de verano de los Futbolísimos

Amplié la pantalla y todos se arremolinaron a mi alrededor.

—Es verdad —dijo Anita—. Eso de ahí podría ser el asa del trofeo, pero también un pedal. Y eso otro la base… o una rueda…

—Muy bien, cariño, vas a ser un gran detective —me dijo mi padre, rascándose la cabeza—. Incluso yo estaba convencido de que lo habían robado las cuatrillizas.

—¡Si alguien repite que somos las ladronas, se va a enterar! —amenazó Dolly.

—Así se habla, esa es mi Dolly —afirmó Benemérito.

—Se ocupan de todo en el campamento —justifiqué—. Por eso a veces desaparecían. Porque estaban preparando la competición, organizando las comidas, buscando el trofeo…

—Exacto, ha sido todo muy estresante —resopló Molly.

—Yo me he perdido —dijo Tomeo—. ¿¡Quién ha robado el Trébol de Oro!?

Benemérito miró al cielo, silbando, como si la pregunta no fuera con él.

—¡Lo siento mucho, abuelo, pero está claro que el ladrón eres tú! —señaló Ocho.

—Uy, lo que ha dicho, ¿yo el ladrón? ¿En qué te basas? —se defendió Benemérito.

—Si lo acaban de decir los señores del seguro —dijo Ocho—. El trofeo no valía nada, pero tú lo aseguraste por mucho dinero. Lo robaste para cobrar el seguro…

—Yo no estafaría nunca a una compañía de seguros, ejem —sostuvo Benemérito.

—A no ser que necesitaras el dinero para mantener el campamento —dije yo.

—Confiesa de una vez, Benemérito —intervino mi padre—. Necesitabas ese dinero para que el campamento siguiera funcionando.

—Lo has hecho por una buena causa, abuelo —comentó Ocho—. Pero, aun así, está muy feo. No hay que robar. Ni estafar.

Benemérito respiró hondo, miró a un lado y otro y, al final, se vino abajo.

—¡Vale, vale, vale! —bramó—. ¡Lo hice yo! ¡Robé el dichoso trofeo! ¡Fue la única forma que se me ocurrió de conseguir fondos para financiar el campamento! ¡Ya no me queda nada! ¡Estoy en las últimas!

—Podríamos haber hecho una colecta si nos lo hubieras contado —dijo Laura—. Entre la gente del pueblo, te habríamos ayudado.

—Estoy muy mayor y también muy cansado de todo —suspiró Benemérito—. Lo hice para demostrarme a mí mismo que podía resolverlo yo solo…

—¿Y dónde has escondido el Trébol de Oro? —preguntó Camuñas.

Antes de que Benemérito pudiera contestar, me adelanté:

—Lo ha escondido… ¡En la chimenea de la cabaña! Esa chimenea no funciona desde que hemos llegado. Y cuando nos reunimos de noche en la azotea, Benemérito apareció enseguida. Y miraba todo el tiempo la chimenea…

—¡Todo encaja! —ató cabos Helena—. Además, Benemérito conoce cada rincón de este valle mejor que nadie.

—Lo admito, tal vez lo escondí en la chimenea —dijo Benemérito, haciéndose el interesante—. Y tal vez antes lo había guardado entre los arbustos en el bosque… Se me da bien buscar escondites.

—¡Yo fui the first one, yo primero en acusar abuelo, yo saber! —dijo Parker.

—Sí, sí, ahora todo el mundo lo tiene claro —dijo Toni—. Pero hace unos minutos todos creíamos que habían sido las cuatrillizas.

—Cuando tirolinas, abuelo Benemérrrrito llegar very tarde y llevar capucha gris y guantes manchados barro —recordó Parker—. Yo avisar.

—Me tuve que cambiar de chubasquero después de arrastrar el dichoso trofeo por el barro, pesa un montón y me puse perdido —reconoció Benemérito.

—¡Por eso no estaba casi nunca en los momentos clave! —señaló Camuñas—. Estaba robando el trofeo, o escondiéndolo, o cambiándolo de lugar…

—Que sí, que ya lo he admitido, no hace falta que sigáis —le cortó Benemérito—. La verdad es que no quería que nadie encontrara el trofeo para que no descubrieran que es falso, así podría cobrar el seguro… y…

Se quedó en silencio repentinamente. Pensativo.

Y sin mediar palabra… ¡Echó a correr!

—¿Dónde va ahora este hombre? —preguntó mi madre.

El abuelo no respondió, siguió corriendo sin más.

—¿Qué hacemos? —preguntó el comandante—. ¿Tiramos el penalti o le seguimos?

—Yo voto por tirar penalti —dijo Parker—. ¡Mí encanta votar, ja, ja, ja!

—¡Qué votar ni qué bobadas! —zanjó mi madre—. ¡Vamos a seguirle, estamos todos deseando saber a dónde va!

—Desde luego nosotros vamos a seguirle —aseguró el Bigotón.

—¡Dadle un poco de ventaja, que es muy mayor! —pidió Polly—. ¡Se le ve muy fatigado al correr!

El abuelo se alejaba por el prado, en dirección a la cabaña.

—¡Contad hasta cien y luego empezáis a correr vosotros, es lo justo! —propuso Jolly—. ¡Nosotras nos vamos adelantando!

Sin esperar, las cuatrillizas echaron a correr a toda velocidad tras Benemérito.

Nos quedamos allí, pasmados.

—Yo cuento —dijo Ocho—. Uno… dos… tres… cuatro…

—Qué nervios, no voy a poder esperar hasta cien —dijo Tomeo.

—Nosotros no podemos arriesgarnos a perderlo —dijo el perillas—. Lo siento, pero vamos ya…

—¡Nadie se mueve hasta que el niño llegue a cien! —ordenó el comandante Corominas—. ¡Ustedes dos no son policías ni nada, son comerciales de una agencia de seguros! ¡Aquí mando yo! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Al final, me iba a caer bien el comandante y todo.

—¿Cómo consiguieron que les trajera hasta aquí el helicóptero de los forestales? —preguntó Laura.

—Nuestro buen dinero nos ha costado —dijo el bigotón.

—Deberían preocuparse más de los asegurados y menos de perseguir a un pobre anciano —intervino mi madre—. Una vez tuve una inundación en casa y resultó que el seguro no me lo cubría…

—En el ayuntamiento lo mismo —afirmó Laura—. Tuvimos un robo en la biblioteca y el seguro no lo cubrió porque decían no sé qué de las ventanas del primer piso…

—Si es que son una vergüenza los seguros en todas partes, en Argentina igual —dijo Rosaura, la entrenadora de Boca Juniors.

—Creo que nos estamos desviando un poco del tema —dijo el bigotón.

—¡¡¡Pamplinas!!! —zanjaron mi madre y Corominas a la vez.

Nos quedamos en silencio, sin movernos. Solo se oía la voz de Ocho, que contaba muy despacio… «Sesenta y uno, sesenta y dos...». El abuelo y las cuatrillizas habían desaparecido de nuestra vista... «Setenta y nueve, ochenta...» Nos miramos deseando que acabara de una vez… «Noventa y tres, noventa y cuatro...». Y al fin:

—Noventa y nueve y… y… ¡CIEN!

—Adelante —dijo el comandante.

Todos sin excepción echamos a correr. Nadie se quería perder aquello.

En cuanto dimos los primeros pasos, vimos a Benemérito sobre el techo de la cabaña. Sostenía el Trébol de Oro con ambas manos.

—¡Lo tengo, ja, ja, ja! ¡Estaba en la chimenea, delante de vuestras narices, y nadie lo vio! —exclamó.

—¡Suelte eso ahora mismo, señor Piedrasantas! ¡Déjelo ahí! ¡Es la prueba de que hizo un seguro falso y cometió una estafa! —gritó el perillas.

—¡Para demostrar eso, necesitáis este trofeo! ¡Ja! —replicó Benemérito.

Y volvió a desaparecer de nuestra vista. Vimos a las cuatrillizas corriendo por el techo de la cabaña detrás de él.

—Se ha vuelto loco este hombre —dijo el Bigotón.

—Pues a mí cada vez me cae mejor —proclamó Alicia.

—Y a mí también —aseguró mi madre.

—Nunca se puede justificar un robo ni una estafa —recordó mi padre.

—Ya, pero estarás conmigo en que nos cae mucho mejor el abuelo Benemérito que esos dos estirados de la compañía de seguros —intervino mi madre.

—Eso sí…

Cuando llegamos corriendo a la explanada que había frente a la cabaña, la puerta estaba abierta de par en par.

—¡Allí! ¡Allí! ¡En el río! —señaló el Perillas—. ¡Se escapa! ¡Y esas niñas le ayudan!

Benemérito se había subido a una canoa junto a las cuatrillizas y ellas remaban con todas sus fuerzas.

El abuelo agarraba el trofeo y nos miraba sonriendo desde la canoa.

Llegamos rápidamente a la orilla.

—¡Abuelo! ¿Dónde vas? —preguntó Ocho.

—¡No lo sé, cariño! —contestó Benemérito—. ¡Creo que voy a hundir el trofeo en el agua! ¡Negaré todo y trataré de cobrar el seguro y seguir con el campamento!

—¡Eso es imposible, señor Piedrasantas! —dijo el Bigotón—. ¡Hay más de cincuenta testigos!

—¡Nosotros no hemos visto ni oído nada! —rebatió Marilyn.

—¡Exacto! ¡Abuelo, te quiero mucho! —añadió Ocho.

—¡Yo más! ¡Perdona que a veces haya sido tan brusco! —contestó Benemérito.

De pronto, un rumor de voces empezó a oírse a lo largo de la orilla:

—Benemérito… Benemérito… ¡¡¡Benemérito!!!

Todos los presentes coreamos su nombre.

Al abuelo se le humedecieron los ojos y se le escaparon unas lagrimillas.

Ocho dio un brinco y gritó:

—¡Abuelo, me acabo de acordar!

—¿De qué?

—Que cuando yo era muy pequeño tú siempre hacías travesuras… y te reías… y también llorabas… y nunca estabas de mal humor. ¡Abuelo, eras muy tierno y también muy divertido! —dijo Ocho.

Benemérito respiró hondo, parecía cada vez más emocionado.

—¡No es verdad eso de que cada uno tiene su carácter y no se puede cambiar! —continuó Ocho—. ¡Todos tenemos más de un carácter!

—¡Estoy totalmente de acuerdo! —dijo mi madre—. Yo misma a veces estoy que no me aguanto ni a mí, y otras veces todo el mundo me cae genial, como ahora.

—¡Yo también! —aseguró mi padre—. En ocasiones, soy un detective muy serio y otras veces me pongo nervioso como un flan.

—Me too —se unió Parker—. I am the best and soy un poco chulito, yo sé, pero también puedo ser mucho buen compañero…

—Pues será verdad eso que decís de que tenemos varios caracteres, pero yo siempre estoy angustiado —resumió Angustias.

—No siempre —le dijo Anita—. Ayer te vi bailar cuando ganaste la yincana, ¡y bailabas genial!

Todos nos reímos al oír aquello.

—¡Ocho, cariño, te quiero muchísimo! —se despidió Benemérito, saludando desde la canoa—. ¡Nos veremos muy pronto! ¡Y si no me meten en la cárcel, a lo mejor el año que viene te nombro monitor del campamento!

Las cuatrillizas remaban con mucho ímpetu.

—¡Vamos, que se escapan! —indicó el bigotón.

Los dos empleados de la aseguradora se subieron a otra canoa y se lanzaron al río.

Se notaba que no estaban muy acostumbrados a remar, enseguida se empaparon.

A duras penas consiguieron enderezar su barca y empezó una emocionante persecución de canoas.

Desde la orilla aplaudimos a Benemérito y a las cuatrillizas.

Hasta que se alejaron tanto que los perdimos de vista.

—Yo creo que ha llegado el momento —dijo Helena.

Todos sabíamos a qué se refería.

—¡Yo parar penalti! ¡Yo ganar torneo! —bramó Parker.

—Eso habrá que verlo —respondí.

Unos minutos más tarde, estábamos todos de vuelta en el campo de fútbol.

Preparadísimos para el penalti que lo decidiría todo.

En la portería, el mejor portero infantil del mundo: Parker Parkenson.

Había parado cincuenta y cinco penaltis oficiales.

Y a punto de lanzar, yo: Francisco García Casas.

Todos me llamaban Pakete desde que había fallado cinco penaltis seguidos.

Conteniendo la respiración, nuestros amigos, compañeros, entrenadores y acompañantes.

—Ay, Juana, qué orgulloso estoy del niño —dijo mi padre—. Tiene un instinto único para resolver misterios.

—Orgullosos estaremos si marca gol —bufó mi madre—. ¡Francisco, mételo! ¡Por el equipo, por la familia, por el pueblo!

Miré de reojo a la persona que siempre me apoyaba.

Helena con hache me observaba con sus enormes ojos.

—Lo-vas-a-me-ter —me dijo en silencio, moviendo los labios.

—Lo-vo-y-a-in-ten-tar —contesté.

—Me-gus-tas —añadió ella.

¡Eso sí que no me lo esperaba! Noté que el calor me subía por todo el cuerpo. No supe qué responder. Mejor dicho, sí supe lo que quería decir: «Tú-tam-bién».

Pero no me atreví. O no me dio tiempo.

Corominas levantó el brazo e hizo sonar el silbato.

—¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Tomé carrerilla y justo cuando iba a chutar… ¡me resbalé con unas hierbas del suelo!

¡Y caí de culo!

Golpeé el balón de refilón con la punta de la bota.

El balón no voló, sino que salió dando botes, a trompicones.

Desde el suelo, vi que entre las hierbas con las que acababa de resbalar, había un pequeño trébol de cuatro hojas.

Levanté la vista: ¡la pelota llegó a la portería!

Parker puso las dos manos por delante para detenerla sin problemas.

Pero… el balón rebotó en sus guantes, se le escurrió y salió disparado.

¡A continuación, chocó en el larguero!

¡Pegó un bote sobre la línea de la portería!

¡Volvió a chocar con un poste!

Y… y… y…

¡¡¡El balón entró en la portería!!!

—¡Gooooooooooooooooool! ¡Goooooooool de churro! ¡Gooooooooooool de chiripa!

Todos mis compañeros saltaron celebrando.

—¡Soto Alto campeón del Trébol de Oro! ¡Oe, oe, oe!

Ocho levantó el trofeo de pesca con las dos manos.

—¡Abuelo, va por ti! ¡Hemos ganado, ja, ja, ja! —exclamó.

Me quedé tirado sobre la hierba, muy cerca del trébol de cuatro hojas, con los brazos extendidos y una sonrisa de oreja a oreja.

No había metido un golazo, sino un auténtico churro. Había tenido suerte. Pero lo habíamos conseguido.

Aunque nada había salido como esperábamos, estaba muy pero que muy feliz.

Supongo que era mi carácter.