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El misterio del campamento de verano

Roberto Santiago

imagen portada capitulo futbolisimos el misterio del campamento de verano

Al pie del helicóptero había un hombre muy moreno, barba poblada, largas patillas, vestido con un uniforme y gorra verde, botas militares y gafas de sol.

Tenía los brazos en jarra y nos miraba directamente.

El viento que levantaban las aspas detrás de él le daban un aire misterioso.

—Me llamo Alexander Corominas y soy agente para la protección de la naturaleza —dijo—. Vamos, lo que toda la vida se ha llamado agente forestal o guardia forestal.

Le observamos con la boca abierta.

—Todos me llaman comandante, o comandante Corominas, pueden elegir —añadió.

Mi padre dio un paso al frente.

—Buenas tardes, comandante Corominas, encantado —saludó—. Soy Emilio García, detective privado, para lo que pueda usted necesitar. Antes fui policía municipal, en cierto sentido éramos compañeros, je, je.

Corominas sacó un silbato que le colgaba del cuello y lo hizo sonar.

—¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? —preguntó mi padre, desconcertado.

—De compañeros nada, no vaya usted a comparar a un municipal conmigo —aclaró Corominas muy serio—. ¿Es usted el responsable de este campamento?

—Uy, no, yo solo soy el padre de un niño, hemos venido de visita a… —intentó decir mi padre.

—¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Corominas volvió a cortarle con aquel sonido estridente.

Después se volvió hacia el resto y preguntó:

—A ver, ¿quién está al mando de este lugar?

Las cuatrillizas levantaron la mano.

—¡Nosotras! —dijo Jolly, con su habitual sonrisa de oreja a oreja—. Somos Polly, Dolly, Molly y Jolly. Bienvenido, señor comandante. Ah, yo soy Jolly, ya sé que es un poco lioso, ja, ja, ja.

Corominas negó con la cabeza, aquella respuesta no le había gustado.

—No me estás entendiendo, pequeña —dijo—. Vosotras sois unas crías. Me refiero a un adulto responsable del campamento.

—Eso llevo yo preguntando desde hace días y nada —afirmó Laura.

—Nosotras nos encargamos de todo, ¿algún problema? —soltó Dolly, molesta.

—Pues sí, jovencita, varios problemas —contestó Corominas, acercándose a ellas—. Para empezar, esa cabaña está construida en un Parque Natural, ¿tenéis todos los permisos en regla?

—Pues…

—Para continuar —siguió el comandante Corominas—, está prohibido el acceso a esta zona a cualquier clase de vehículo de motor, esa roulotte no debería estar aquí.

—No es nuestra…

—Espera, que no he terminado —volvió a interrumpir Corominas—. Hemos recibido avisos de que en este campamento se han encendido hogueras, se han tirado desechos al río y, por si fuera poco, se ha construido una tirolina gigantesca contraviniendo todas las normas autonómicas y estatales. ¡Este lugar es un nido de infracciones! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Pensé que me iban a estallar los tímpanos con aquellos pitidos constantes.

—Tengo muchas ganas de llorar —dijo Polly, con un hilo de voz.

Miré de reojo a Helena.

Ella a su vez cruzó una mirada con Parker Parkenson.

Creo que estábamos todos en shock.

—No debería hablar usted así a unas niñas, coronel Coromillas —intervino mi madre—. La educación y las buenas formas son lo primero.

—Comandante Corominas —le corrigió él—. ¿Usted quién es? Si puede saberse.

—Juana Casas, madre de uno de los niños del campamento —se presentó—. Aquí estamos para pasarlo bien y disfrutar de la naturaleza, con respeto al entorno, claro. No entiendo a qué viene esta entrada triunfal que ha hech…

—¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! —le cortó Corominas.

—¡A mí no me toque el pito! —bramó mi madre.

—¡Lo tocaré cada vez que lo considere necesario, faltaría más! —aseguró Corominas.

Y volvió tocar el silbato con todas sus fuerzas.

—¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Se puso rojo de tanto soplar.

Mi madre se alejó, dejándole por imposible. Fue la primera vez que la veía darse por vencida.

Después, el comandante se ajustó la gorra y pasó la vista por todos los presentes.

Uno por uno.

Como si nos estuviera examinando.

—¿Te has dado cuenta? —me preguntó Camuñas, en voz baja.

—¿De qué? —susurré, sin comprender.

—El nombre y el apellido tienen cuatro sílabas —respondió Camuñas—. A-le-xan-der Co-ro-mi-nas.

Mi amigo tenía razón.

—Incluso co-man-dan-te tiene cuatro sílabas —añadió—. Aquí todo es de cuatro en cuatro.

Supongo que era una pura casualidad.

Pero resultaba inquietante.

Casi tanto como aquel silbato.

—Y no solo eso —continuó Camuñas—. En la solapa del uniforme lleva cuatro pequeños árboles dibujados.

—¡Y cuatro silbatos! —señaló Marilyn.

—¡Ahí va! ¡Es verdad! —dijo Ocho.

—¡¡¡Silencio!!! —ordenó Corominas.

Se llevó el silbato a la boca una vez más, pero levantamos las manos implorando perdón.

Por suerte, no pitó.

En lugar de eso, se quitó las gafas de sol.

Prácticamente era de noche.

—Acabo de tomar una decisión —anunció el comandante muy solemne—. Desde este momento, ¡tomo el mando del campamento El Trébol! ¡Adelante, agentes!

Hizo una seña y del helicóptero saltaron media docena de guardias forestales muy jóvenes, todos de uniforme.

Fueron formando un semicírculo a nuestro alrededor. Se movían al ritmo que marcaba Corominas con el silbato.

—¡Piii! ¡Piiiii! ¡Piiiiiiii! ¡Pi-pi-pi! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Se colocaron en perfecta formación.

—A partir de ahora, los agentes para la protección de la naturaleza dirigiremos este lugar —sentenció Corominas—. Al menos, hasta que se aclaren ciertas cuestiones. ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Los otros seis agentes contestaron haciendo sonar sus respectivos silbatos.

¡Piiiii! ¡Piiii! ¡Piiii! ¡Piiii!¡Piiii! ¡Piiii! ¡Piiiii!

—Ya sabía yo que algo malo iba a pasar —se lamentó Molly.

—Y yo, y yo —corroboró Angustias.

—A mí me parece perfecto —dijo el abuelo Benemérito—. Por fin alguien pone un poco de orden y disciplina.

—Genial, comandante, pero debe saber que se ha producido un robo aquí en este campamento —informó Alicia—. Han sustraído un trofeo de oro muy valioso, el Trébol de Oro.

—¿Han presentado la denuncia? —preguntó Corominas, interesado.

Miramos a las cuatrillizas, que a su vez se miraron entre ellas.

—Estamos en mitad de la montaña, todo es preciosísimo, pero algunas cosas van despacio —se excusó Jolly—. Todavía no hemos presentado una denuncia oficial, lo haremos muy pronto.

—Está claro que mi presencia aquí es muuuuy necesaria —confirmó Corominas.

—Comandante, ellas nos quitaron los teléfonos móviles nada más llegar, es una injusticia, estamos incomunicados —protestó Toni.

Corominas parecía tomar nota mental de todo.

—Pues mira, en el tema de los móviles estoy de acuerdo con las niñas, aquí no hacen falta esos aparatos que te anulan el cerebro —gruñó Corominas—. Y mucho menos para los menores de edad. Venga, en marcha, hay mucho que hacer. ¡Piiiii! ¡Piiiiiiiiiiiiiiii! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

—Me encanta, me recuerda a la mili, qué tiempos —dijo Benemérito.

—Como siga tocando el silbato a todas horas, la vamos a tener —advirtió mi madre.

Felipe se rascó la barba y levantó la mano.

—Disculpe, es que no entiendo muy bien qué quieren hacer, señor comandante —dijo Felipe—. ¿Se disuelve el campamento o cómo va esto?

—Al contrario —contestó Corominas—. Adoro los campamentos, de pequeño yo era boy scout. El campamento sigue adelante según lo previsto, solo que ahora… ¡Yo soy el jefe y el que toma las decisiones!

—Eso no puede ser, este campamento no es suyo —replicó Dolly, muy enfadada.

—Como agente de autoridad y teniendo en cuenta la cantidad de infracciones detectadas, no me queda más remedio —dijo Corominas, desafiante.

E hizo sonar el silbato.

—¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Casi todos nos tapamos los oídos, aquello era demasiado.

—¡Hasta nueva orden, nadie puede entrar y nadie puede salir de este campamento! —informó Alexander Corominas—. ¡Vamos, cada uno a su tienda de campaña!

—Perdone, comandante, pero todavía no hemos cenado —intentó decir Tomeo.

—¡A las tiendas! ¡YA! —bramó Corominas—. ¡Piiiiiiiiiiiiiiii! ¡Piiiiiiiiiiii! ¡Piiiiiiiiiiiiiiii!

Nos dispersamos, siguiendo sus instrucciones.

Y de paso, nos alejamos de los pitidos.

A regañadientes, todos obedecimos.

—Deberíamos robarle ese silbato —propuso Toni.

—Estoy de acuerdo —dijo Marilyn—, es insoportable.

—De momento, vamos a hacer caso, niños, luego ya veremos —propuso Laura—. Como alcaldesa, hablaré tranquilamente con él.

—¿Y nosotros qué hacemos? —preguntó mi padre.

—Ahora resulta que no podemos mover la autocaravana, ya lo has oído, habrá que esperar —dijo mi madre—. Pues mira, nos quedamos aquí de acampada y que sea lo que Dios quiera…

Se dirigieron hacia la roulotte.

Mientras los demás fuimos a las tiendas.

Como habíamos vuelto a los equipos originales, dentro de las tiendas de campaña también hubo cambios.

Al menos, los de Soto Alto estábamos juntos.

Cambiamos los sacos de dormir y las mochilas y los nueve nos quedamos dentro de nuestra tienda.

Un poco más allá, en la tienda de los adultos, oímos a Laura y los entrenadores discutir con el abuelo Benemérito.

Decían algo de que todo esto se había ido de las manos y que deberíamos irnos.

Sin embargo, el abuelo decía que debíamos darle una oportunidad al comandante.

Después de todo lo que había protestado, resulta que ahora era el principal defensor de quedarnos aquí.

—Esto es un abuso de autoridad —musitó Tomeo, cruzándose de brazos en una esquina—. Si no nos dan la cena, yo me declaro en huelga de hambre.

Capítulo 10 de El misterio del campamento de verano de los Futbolísimos

—Una huelga de hambre consiste en dejar de comer durante un tiempo para protestar —explicó Anita.

—Pues eso, huelga de hambre… hasta que nos den de cenar —insistió Tomeo.

—Eso no tiene sentido —intentó decir Anita.

—Porque tú lo digas —contestó Tomeo—. Mira, me voy a tomar una barrita de almendras que tengo para las emergencias, y luego me declaro en huelga de hambre.

Le quitó el envoltorio a la barrita y se la comió de tres bocados.

Estuvimos allí un buen rato, esperando noticias.

Helena con hache estaba tumbada sobre su saco, cerca de la salida de la tienda, mirando hacia el exterior.

—¿Quién creéis que habrá robado el Trébol de Oro? —preguntó.

—¿Otra vez con eso? —dijo Angustias, muy angustiado—. ¿No pretenderás que nos escapemos esta noche y sigamos investigando?

—No es eso —respondió ella—. Es solo que me ha venido una idea a la cabeza. Imaginad que el ladrón es el comandante Corominas.

—¿¡Corominas!? —saltó Camuñas—. ¿En qué te basas?

—Es solo una posibilidad —siguió Helena—. Pakete dijo que el ladrón llevaba una capucha verde… como el uniforme que llevan los forestales.

—Yo creo que era gris —rebatió Camuñas.

—Imaginemos por un momento que era verde —insistió Helena—. Un guardia forestal conoce este valle mejor que nadie. A lo mejor escondió el trofeo y ahora ha venido a llevárselo en helicóptero.

—¿Y todos los agentes forestales están compinchados para el robo? —dijo Ocho.

—No lo sé, solo estoy pensando en voz alta —murmuró Helena.

—Desde luego, sería el robo perfecto, nadie va a sospechar de un guardia forestal, que es el encargado de vigilar —dije—. Y puede que, en lugar de capucha, lo que vimos desde la tirolina fuera una gorra. Estábamos muy lejos y llovía mucho.

Nos quedamos pensativos.

—Yo sigo creyendo que el abuelo Benemérito es el principal sospechoso —dijo Anita—. Ahora de pronto ya no quiere irse del campamento, va cambiando de opinión a cada rato. Y sigue sin explicar por qué escondió los guantes y se cambió de chubasquero…

—¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Un gran pitido nos interrumpió.

La voz del comandante resonó cerca de las tiendas.

—¡Atención todos los participantes! ¡Esta noche se prohíbe salir de las tiendas de campaña! ¡Os vamos a dejar unas bandejas con la cena! ¡Y luego a dormir, que mañana madrugaremos mucho!

Nos agolpamos junto a la entrada.

Los agentes más jóvenes iban pasando por todas las tiendas y dejando unas bandejas.

Más allá, se podía vislumbrar al comandante Corominas dando órdenes.

—¡Ya me han explicado las niñas raritas eso de la competición! ¡Mañana a primera hora disputaremos la siguiente prueba! ¡Waterpolo en el río! ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Nos miramos sin entender bien.

Entonces, ¿seguía la competición como si tal cosa?

—¡De joven fui campeón de waterpolo con mi colegio, qué buenos recuerdos! ¡Espero que estéis preparados! —bramó el comandante.

Uno de los agentes forestales dejó un buen número de bandejas metálicas frente a nuestra tienda.

—¡Ah, y nada de tonterías como escaparse a medianoche o similar, que ya me han contado! Estaremos vigilando con mucha atención. En este campamento, se acabaron las contemplaciones. ¡Disciplina y orden!

—¡Bravo, comandante! —exclamó Benemérito.

—¡Silencio, he dicho! —replicó Corominas—. ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

Oímos sus pisadas alejándose.

—¡Una cena ligera y a descansar! ¡Prohibidas las linternas y las luces después de cenar! ¡Mañana será el primer día del nuevo campamento El Trébol! ¡Buenas noches! —dijo.

Y, por supuesto, de despedida, hizo sonar el dichoso silbato:

—¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

—Puf, esto es como el ejército —suspiró Ocho.

—O como una cárcel —protestó Marilyn.

—Pues la cena no tiene mala pinta —dijo Tomeo, abriendo la tapa de la bandeja—. Hala, se acabó la huelga de hambre, lo he pasado fatal, eh…

Repartimos las bandejas.

—Si alguien no quiere, yo repito —dijo Tomeo, engullendo sin parar.

Cenamos allí dentro de la tienda.

Y al rato, nos quedamos dormidos.

No podíamos salir.

Ni encender una luz.

Ni nada de nada.

Miré un rato las estrellas a través de la cremallera abierta.

El cielo estaba increíble.

—¿No duermes? —me preguntó Helena, entre susurros.

Se acercó tratando de no hacer ruido.

Y se colocó muy cerca de mi saco de dormir.

—No duermo mucho —respondí.

«¿No duermo mucho?».

¡Menuda respuesta absurda!

Siempre me pasa igual.

Pero cuando estoy cerca de Helena me pongo muy nervioso.

No porque me guste ni nada de eso.

Es simplemente porque Helena… o sea… tiene los ojos muy grandes… y parece que puede leerme el pensamiento y… ufffff… yo qué sé… ¡Es Helena con hache!

—Me encanta que volvamos a estar juntos los Futbolísimos —dijo.

Me entraron muchas ganas de darle un abrazo.

Desde que habíamos llegado al campamento estaba un poco rara.

Oír aquello me hizo muy feliz.

—A mí también me encanta —murmuré.

—¿Puedo cogerte de la mano? —me preguntó ella.

Noté que un calor terrible me subía por todo el cuerpo.

¿¡Helena con hache quería cogerme de la mano!?

Eso era algo totalmente nuevo.

No sabía cómo reaccionar.

La idea me parecía muy… o sea… muy atrevida.

Si nos veían los demás, dirían que estábamos haciendo manitas y se estarían riendo de mí todo el verano.

Pero si me olvidaba de lo que podrían pensar los otros, a mí me apetecía.

Mucho.

Resoplé.

No sabía qué hacer ni qué decir.

Al fondo de la tienda se oyó una voz:

—¡Cógele la mano ya, a ver si dormimos de una vez!

Era Marilyn.

Después, se oyeron varias risas.

Me di la vuelta, muerto de vergüenza.

Y me escondí en el saco, como los avestruces que meten la cabeza dentro de la tierra para que no las vean.

—Bueno, pues nada —dijo Helena—. Angustias, ¿me das tú la mano, por favor, que Pakete está muy raro?

—Sí, gracias, a mí me encanta dormir dándole la mano a alguien —contestó de inmediato Angustias.

—Oye, yo también quiero —pidió Tomeo.

—Anda y yo —dijo Ocho.

Poco a poco, todos mis amigos se fueron dando la mano para dormir unidos.

Agarrados.

Dentro de la tienda.

Todos… menos yo.

No me atrevía a moverme.

Era muy raro.

Quería coger de la mano a mis amigos.

Pero me sentía agarrotado.

No era capaz.

—Buenas noches… hasta mañana… buenas noches… que descanséis…

Fueron diciendo uno tras otro.

Me quedé en silencio, sin moverme, dentro del saco.

Tuve una sensación de soledad muy grande, no sé explicarlo.

Después de un rato, noté que alguien se acercaba a mí dentro de la tienda.

Y que me tendía la mano.

¿Sería Helena?

¿Angustias?

Asomé la cabeza fuera del saco para ver de quién se trataba.

La luz de la luna se filtró dentro de la tienda de campaña.

A mi lado estaba…

¡Tomeo!

Me cogió de la mano.

—Gracias por preocuparte por mí, me sentía un poco solo —admití en voz baja.

—No es eso… es que… he cenado demasiado… estoy llenísimo… creo que me he empachado… ay, me encuentro fatal… —dijo Tomeo, agobiado.

—Ah —contesté.

Me quedé cortado.

Por un instante, había pensado que se había dado cuenta de que estaba un poco triste y que había venido a darme la mano para hacerme compañía.

Pero la realidad es que se había puesto malo.

—¿Quieres que salgamos y avisemos a algún adulto? —le pregunté.

—Sí, por favor —pidió.

Salimos de la tienda.

Tomeo tenía muy mala cara.

Busqué con la mirada a uno de los guardias forestales que debían estar vigilando el campamento.

Quería pedir ayuda.

Pero no los vi por ninguna parte.

Entonces, una sombra me sobresaltó.