De cabeza a por la Champions
El equipo de Simeone cumplió en Champions con una remontada de mérito ante el Mónaco. Diego Costa y Giménez voltearon el gol de Grandsir.
La mesa estaba dispuesta en el Louis II. A las 21:00 en punto se servía la cena. Y el Atleti salió a comérsela de un bocado, Griezmann el primero. Se apagó la música, the Champioooons, y apareció el anfitrión, Mónaco, rascando. Se presentaría el Atleti con gol, segundo 30, pero lo anuló el árbitro por una falta que sólo él vería. Tardaría el Atleti en poner su vajilla buena en la mesa.
Simeone, en su último partido de castigo, oteaba desde un baloncito-set-de-tele: su hombre del principio fue Grizi. Siete minutos bastaron para demostrar que se le fue el verano, que pasó, que está ya listo: sacó el foco entre líneas y a jugar. Dos veces intentó, en ese inicio, que el balón llegase a Costa, ya enviándoselo directo, ya pasándolo por Lucas, pero uno el de Lagarto lo cruzó demasiado al final y otro lo repelió un rival; ciego seguía si miraba a portería. El peligro del Mónaco, salvo un tiro lejano de Tielemans, era el de un lindo gatito. Pero asomó el Tigre y al Atleti, en una jugada, se le llenó el cielo del Louis II de las nubes de LaLiga. Falcao pedía su sitio a la mesa.
La jugada fue de instinto, propia de un depredador. Intuyó adónde iría Saúl, que buscaba controlar con el pecho y sin sentir su aliento detrás: le robó el balón, lo envió al área. Tras varios rebotes y un barullo, la pelota terminó en Grandsir, que hizo el gol. Y aparecieron las nubes. Durante diez minutos, el Mónaco pareció cortar con tijera el centro del campo del Atleti y su defensa, perdidos los rojiblancos, sobrepasados, desconectados. Pero antes de que Griezmann volviera a acodarse en el sitio que Falcao le había quitado, haría Oblak su parada imposible de cada partido, ésta ante Aholou. Ya podía aparecer Griezmann. Sería siete minutos más tarde.
Le bastó un toque delicioso de ese pincel que tiene en la bota para dejar solo a Costa ante Benaglio. Despertó la Bestia, adiós ceguera, gol. El Atleti orilló en la mesa a un Mónaco todo espacios frente a un triángulo. Rodrigo, Koke y Saúl. Intercambiaron los últimos sus puestos para que Koke en el centro encontrara el reloj. Y también el guante que tiene por pie. Fue de un córner, tras una carrera tuya y mía, Grizi-Correa, que casi acaba en gol. Y lo fue, sólo que un minuto más tarde del despeje de Benaglio: lo que tardó Koke en enviar ese balón al corazón del área para que volara el corpachón de Giménez sobre todos los demás y enviara el balón a la red de un cabezazo.
En un Louis II desangelado, una parte de la grada cubierta de lona, otra vacía, sólo se oyó un rugido: el de los 70 rojiblancos en Mónaco, viendo el partido, que se golpeaban en el pecho el escudo sobre el corazón. Ahí está Giménez, ahí se siente, representa. Había pasado diez minutos malos pero el Atleti ya elegía solo menú. Lo único seguro eran las patatas, otra cosa difícil de germinar sobre esa hierba.
La segunda parte se haría bola. Al juego, lejos de las áreas y pesado, le faltaba sustancia, como si estuvieran los equipos instalados en una conversación de ascensor. El Atleti regresó lento, el 1-2 ya llenaba el estómago, y el Mónaco era equipo sin sal. Falcao intentó agitarlo, tratando de convertir los besos y abrazos del túnel con Godín y Juanfran en zarpazos, pero su equipo es más individualidades que juego colectivo; ni cosquillas hizo, mucho menos arañazos o sangre.
La voz de Simeone sobrevolaba ese Louis II desangelado como el sonido de una grulla, “Lucaaaaas”, “Koooke”, mientras su equipo daba pasos atrás para acelerar el tiempo y que acabara ya este encuentro. Apretaría el Mónaco con un arreón final que resistió el Atleti sostenido en una cabeza, la de antes, la de Giménez, de acero inoxidable es. Cuando el árbitro pitó el final no había nubes sobre esa mesa en Mónaco que es sólo aperitivo del plato final. Ese del 1 de junio, el Atleti pone la casa. Está aún lejos, pero este equipo, y Griezmann, están ya en camino.