Primero susto, después goleada
1-4 fue el resultado del Copenhague y Atlético, lo que supone el regreso de los rojiblancos a la competición que ganó en 2010 y 2012, la Europa League.
Saúl, la Europa League. Aquella competición en la que debutó con el Atleti, 2012, Besiktas, comprobaba cuánto ha crecido aquel chaval seis años después, cómo su bota siempre aparece en los momentos importantes. Si la Champions llevará por siempre esa muesca llamada Bayern, en Copenhague sería el 1-1 en el momento en el que el Atleti rozó el drama en el Parken Stadion. Después dejaría el vuelo en las de un debutante en la competición. Griezmann, la Europa League. Van a llevarse bien.
Regresó el Atleti a ella para descubrir que a pesar de los años, cinco ya, las canas, alguna, o los cuerpos ensanchados, todo sigue casi igual. La Europa League es ese viejo amigo que, a pesar de la distancia, del tiempo, sigue sabiendo cuál es siempre la palabra adecuada. Al Atleti le recibió con nieve y un susurro. Lyon, Lyon. Por si se le había olvidado qué grandes fueron, un año, dos, los jueves. Comenzó su partido en el Parken Stadion con el cielo rojo bengala en un fondo y una posibilidad de redención, la de Moyá y su Copa: al portero que no se podía ni resfriar, Oblak, le agarró la gripe.
Pronto encajó el Atleti al Copenhague en la portería a cuya espalda lucían las bengalas. Dos minutos y ya tres oportunidades de ponerse por delante. Primero Griezmann, pero picó demasiado y paró Olsen. El rechace, de Koke, se estrelló en un contrario. Después Saúl, pero el balón se iría fuera. El Copenhague no quería la pelota y Thomas se la pediría toda. Con la lección Qarabag fresca, el Atleti dominaba, movía, y llegaba por la derecha, y llegaba por la izquierda. Con Juanfran, con Lucas, con Griezmann. Como si la hierba del Parken Stadion fuese una alfombra verde que el Copenhague desplegaba ante ellos.
Si en el 12’ Simeone clamaba al cielo que se deshacía sobre su cabeza al ver a Griezmann estampar en el cuerpo del portero un mano a mano (poco después de afeitar la madera con un balón), tres minutos más tarde no sabría donde esconder la cabeza: gol del Copenhague. Un disparo le había bastado.
Corrió Sikov la banda y remató Ankersen con Godín más preocupado del balón que del jugador: Fischer se le coló y lo desvió de tacón. Tortazo. Si no dolió demasiado fue porque a los seis minutos aparecería él, Saúl, aquel chaval en 2012, convertido en hombre. Saúl con toda su ansia, su furia y su talento para besarse el tatuaje de la muñeca, su celebración. Se lo puso Griezmann, cómo no, a balón parado, en el saque de una falta. Olsen sólo pudo presentir la muerte al ver a Saúl saltar para cabecear hacia su red. 1-1. Imprevisto corregido. A Copenhague se le había quitado el aire a Roma.
Quince minutos después Gameiro dejaba el gol de Fischer en simple anécdota. Fue con un gol que habló francés. Triángulo más bien. Porque si Lucas centró, Griezmann inventó y Gameiro encajó. El Copenhague respondió con un sustito, de Sotiriou, al enviar un balón manso a las manos de un Moyá sin trabajo. Salvo Fischer, el nivel del Copenhague era de pachanga entre amigos un domingo por la tarde.
En la segunda parte, al Copenhague, salvo un cabezazo de Pavlovic al final, que cimbreó el poste, no se le iría el gesto tembloroso con el que observaba a Griezmann cada vez que el francés corría. El Atleti ya ganaba y se gustaba. Gameiro buscó hacer más grande la brecha con un balón a la escuadra que se fue alto por un dedo. Ese honor tenía un apellido, el Griezmann.
A su partido sólo le faltaba el gol y fue el tercero. Lo celebró haciendo el pingüino mientras los últimos románticos alzaban su bandera rojiblanca envuelta en esa palabra, Atleeeti, Atleeeti. Se oiría alta por última vez en el gol de Vitolo. El último de este Atleti que acaba de volver a la Europa League, y ya otea sus octavos. Y con el mejor Griezmann.