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Repaso al gran fútbol húngaro

Toth Zele: “Puskas necesitaba al público, él era como un actor”

Joseph Toth Zele (1938, Eger) forma parte de aquella excelente hornada de futbolistas húngaros que asombró al mundo en los 50 (era juvenil cuando el 3-6 en Wembley).

Toth Zele: “Puskas necesitaba al público, él era como un actor”
AStv

—¿Qué edad tenía en la Revolución Húngara de 1956?

—19. Desde los 16 jugaba en Segunda, en la ciudad de Eger.

—¿Por qué tenía tanto nivel el fútbol Húngaro en los 50?

—Puskas solía decir: ‘Teníamos muy buenos entrenadores’. Y era así. Durante el comunismo, aparte de pan y manteca, para el deporte y la medicina había muchísimas ayudas.

—¿Cuál era la situación política tras la II Guerra Mundial?

—Por el acuerdo de Yalta, Hungría quedó bajo influencia soviética, como Checoslovaquia, Polonia... Se quedó sólo el Partido Comunista y había un totalitarismo absoluto. Entre esta tremenda opresión de opiniones, en el deporte sí que daban posibilidades.

—¿Cómo era el fútbol el aquella Hungría comunista?

—En Eger (20.000 habitantes), teníamos equipos de todas las categorías. Daban botas, equipación, manutención... Era la única posibilidad de destacar en Hungría, incluso para salir de allí. ¡Todo el mundo quería jugar por si sonaba la flauta!

—¿Dónde le cogió la Revolución Húngara de 1956?

—El pueblo se levantó contra la opresión soviética. Me cogió en Eger. Escuché que en la radio, entonces no había tele, que se hablaba muy mal de los ‘revoltosos’. Así que quise ir a Budapest a verlo, por curiosidad, en tren. Al llegar me di cuenta de que no se trataba sólo de una pandilla de niños.

—¿Qué vio al llegar?

—Bajé del tren y vinieron varios revolucionarios: “¡Quién tiene carnet para conducir un camión!”. Levanté la mano. “¡Suba con nosotros. Hay que llevar comida a los revolucionarios!”. Y sin comerlo ni beberlo me convertí en revolucionario. Cuando volvíamos de dejar la comida, un francotirador de la Policía Secreta, fieles al comunismo, acertó en el pulmón a mi copiloto. Hasta entonces no me di cuenta del riesgo que corría. Aquel francotirador buscaba darme a mí.

—¿Cómo terminó todo?

—La revolución duró un mes escaso. Hasta que entró el ejército de la Unión Soviética. Aplastaron a todos.

—¿Y los futbolistas?

—Al mejor equipo, el Honved, le pilló fuera de Hungría, jugando en Bilbao. Ninguno volvió, tampoco Kocsis, Czibor y Puskas. La selección juvenil de Hungría también estaba fuera, en Viena. Y todos se quedaron fuera de igual manera. ¿Se da cuenta? El presente y el futuro del fútbol húngaro salió del país esos días. Y el jefe comunista, cuando se dio cuenta de que los tres mejores futbolistas no volvían, sentenció: “¡No sólo vive uno del fútbol!”. Y dejó de llegar tanto dinero... Nada fue como antes. Muy triste. Y aún no hemos sido capaces de superar esa ruptura generacional.

—¿Cómo salió usted del país?

—Pasé la frontera con un amigo, y con muchas dificultades llegué a Viena, a un campo de refugiados. Vaciaron una escuela secundaria. En un aula, con 30 centímetros de paja, que lo conté, estuvimos durmiendo 74 una semana. Y no te dejaban salir. Tuvimos la suerte de que había un australiano-húngaro millonario, que quería hacer una selección de los refugiados húngaros. Para viajar a su país. Y allí me metí. El caso es que salíamos para Australia un miércoles y el australiano llegó el lunes: “Señores, Puskas ha firmado por el Madrid, Kocsis y Czibor por el Barça, así que no quiero a los demás”.

—¿Se jugaba también en los campos de refugiados?

—Claro. Y allí llegaban los ojeadores como locos a buscar jugadores, sobre todo los de la selección juvenil. A mí me vino un francés y me llevó al Grenoble. Luego fui al Red Star de París y desde ahí me llamó el Atlético.

—¿Llegó a jugar?

—La verdad es que mi compatriota atlético Peter se lesionó. Era un futbolista extraordinario. Tuvo un accidente y su coche acabó encima de un árbol. Y fue él quien me recomendó porque me conocía de aquel equipo que se quiso hacer para ir a Australia. Desgraciadamente, yo ya llegué lesionado en el tobillo derecho. Y no me llegué a recuperar... (Muchos de aquellos jugadores húngaros de gran clase recalaron en España en los 60. Además de Kubala, que había llegado antes, y de Puskas, Kocsis y Czibor; Peter y Csoka fueron al Atlético, Csabay al Zaragoza, Szalay al Sevilla, Szolnok al Espanyol, Kaszas al Madrid...).

—¿Qué pasó después?

—Hice el curso de entrenador. ¡Había cuatro húngaros en él! Puskas, Kocsis, el profesor de táctica Kubala, y yo. Al terminar el curso era obligatorio entrenar a algún juvenil. Estuve en el Moscardó. En ese grupo estaban los filiales del Madrid y el Atlético. El Madrid vino a nuestro campo. Entonces era Santamaría el jefe técnico de aquellos amateurs, como Molowny después. Ellos estaban acostumbrados a pasar por encima de los rivales. Y empatamos a cero. Y en su campo empatamos a uno. Y Santamaría vino a hablarme: ‘José, te vendrías con nosotros?’. ‘Voy volando cuando tú quieras’, le dije yo. Empecé allí en el 70.

—¿Descubrió a Camacho?

—No exactamente. Malbo me mandó a Cieza, que hay una selección regional juvenil de Murcia, para ver a un tal Camacho y hacer un informe. Lo vi y me gustó, claro. Y escribí que valía para la casa. Sin saberlo, yo también mandaron a Antonio Ruiz a verlo otro domingo. Y coincidió con mi informe. ¡Y a mí me volvieron a mandar! Ya iban tres. Antes las cosas se hacían así. Para sacar pecho, diré que estando yo de técnico del Tenerife (Malbo lo solía colocar en equipos a los que el Madrid dejaba un par de jugadores con el compromiso de que ese equipo diera al Madrid a los futbolistas que estimara oportuno), en Segunda, teníamos el campo tan mal que nos fuimos a entrenar a un pueblecito perdido del sur que se llama Galletas. Y montamos un amistoso allí y descubrí a Sandro. Llegó al primer equipo, pero sus padres eran muy ricos, fabricantes de telas. Estaban siempre en la grada, mareando el ambiente. Valdano se cabreó y le echó. Y triunfó diez años seguidos en Málaga.

—¿De dónde venía su amistad con Puskas?

—Lo conocí de cuando yo era juvenil, pero la amistad se fraguó en Madrid. Nos llevábamos nueve años. Nuestras dos familias eran muy amigas. Tuvimos una amistad de 46 años.

—¿Cómo llegó él al Madrid?

—Estaba en Italia, por la ribiera, junto con Kocsis, a punto de fichar por un grande de allí. Entonces llegó Osterreicher, también húngaro, secretario técnico de Bernabéu, y le dijo: ‘Este tendrá muchos kilos encima, pero es uno de los mejores del mundo’. Y por eso se lo trajo.

—¿Estaba entrado en kilos?

—Puskas me contó que entrenaba envuelto hasta el cuello en plástico para sudar. Se quitó 13 kilos en un par de meses. Bernabéu le había dicho: “Lo de los kilos es cosa suya”. Pancho era una buena persona. Una vez me contó que lo pillaron en una terraza con su mujer, con una cerveza y una naranjada. Lo llamó Bernabéu. “No, señor presidente, le juro que la cerveza era de mi mujer”. Bernabéu le dijo: “Pancho, tú pagas la multa y que sepas que en el Madrid no basta con ser bueno, hay que parecerlo”.

—Era estricto.

—Pancho era una persona excepcional. No sabía comer en un restaurante sin invitar a todo el que tenía alrededor. Necesitaba al público, era como un actor. Bernabéu decía de él: “Puskas sólo tiene un fallo, le metemos el dinero y se le escapa por un agujero”.

—¿Casaba con Di Stéfano?

—Me contaron que al llegar era escéptico, tan gordo como estaba. Luego solía decirle: “Pancho, tú arriba y los demás a correr”. La que cogía iba dentro. Aquí no conocieron al verdadero Puskas. Antes de venir a España era igual de bueno que Di Stéfano. con mucho recorrido.