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Damian Lillard, en el fin del mundo
MADDIE MEYERAFP

PORTLAND TRAIL BLAZERS

Damian Lillard, en el fin del mundo

Una temporada tenebrosa de los Blazers pone a la franquicia y a su megaestrella en un cruce de caminos al que no se habían enfrentado hasta ahora. No de esta forma.

Resulta tentador, es un símil muy a mano, hablar de Damian Lillard y Portland Trail Blazers en términos de relación sentimental, problemas de pareja. No eres tú, soy yo. Querer, lo que se dice querer, siempre te voy a querer… pero ahora necesito otra cosa. En qué punto empezamos a ser como aquellos a los que juramos no parecernos. ¿Seguirías conmigo si no fuera por los niños y la casa? Hay algo también, si se quiere, de juicio al estado actual de las cosas en la NBA; la era del jugador empoderado, la inestabilidad de los proyectos y lo casi imposible que resulta, ahora, embridar los intereses de una súper estrella y una franquicia más allá del corto plazo. Todo es legítimo: hay una parte obviamente emocional y hay un contexto imposible de esquivar.

Pero no se nos debería perder entre anatemas (en un sentido u otro) y prejuicios (en un sentido u otro) que puede que, tal vez, la unión Lillard-Trail Blazers haya dejado de funcionar, se haya consumido a su misma por la vía del desgaste, de los hechos consumados. Sobre ella, que en realidad ha tenido durante años la fundación de un cada vez más raro pero extremadamente saludable vínculo de confianza y lealtad mutua, se va cerniendo ese tipo de melancolía que huele a final. Tic-tac, tic-tac. Inevitablemente, es más fácil sorprenderse divagando sobre cuándo tuvo más a tiro Damian Lillard ser campeón en Portland (si es que alguna vez lo tuvo realmente a tiro) que sobre cuándo y cómo podrá llegar esa gran oportunidad en Oregón. El presente, a veces, es el pasado. Puede ser reconfortante, pero acaba no siendo saludable. No en el negocio del deporte, al menos y por no regresar a los asuntos del primer párrafo. En los que, en todo caso, probablemente se puede aplicar la misma lógica.

No se debería perder entre anatemas y prejuicios que los juramentos de amor eterno se rompen más veces de las que se cumplen. Pero tampoco que eso no significa (no necesariamente) que no se hicieron con la más profunda y apasionada sinceridad. Damian Lillard tiene derecho a decidir que el último tramo de su carrera, lo que le quede de prime, pintaría mejor en otro equipo. Y en los Blazers seguramente empiece a haber quienes vean una calculadora donde antes estaban los triples desde el logo y los flashes de anotaciones imposibles. Los jugadores son contratos siempre, pero solo queda meridianamente claro cuando las cosas van mal. Tener eso claro no deja de ser, aunque no suene bien, el trabajo de los ejecutivos de una franquicia. Aunque eso no debería significar (ay) perder de vista el factor humano, poner delante (cuando es necesario) lo que hay detrás de los números. Por eso hay buenos y malos directivos como hay mejores y peores jugadores.

Reunir lo que ha sobrevivido al naufragio

La temporada de los Blazers ha sido un desastre, un fracaso, un torbellino de miseria. Es difícil encontrar formas de exagerar lo grotesco del patinazo en un Oeste en el que el nivel medio ha sido bajísimo y en el que hasta doce equipos han luchado hasta el final, protegidos por los errores de los demás y el factor de corrección (también de emoción, que era de lo que se trataba) que aporta la repesca del play in. Los Trail Blazers no han sido capaces ni de mantenerse en esa senda, de la que uno tenía básicamente que salirse porque nadie iba a apartarlo a empujones. Spurs y Rockets se borraron desde el principio, los Blazers han caído por su propio peso. Finalmente abandonados al tanking porque no se podía hacer otra cosa, reconciliados con la idea de que no quedaba otra que sentar en el último tramo de la temporada a un Lillard que había dicho solo unos días antes que, en principio, no entraba en sus planes irse de vacaciones antes de tiempo. Pero no es que no vaya a jugar playoffs ni siquiera por la gatera del play in, es que ha dejado como su última fecha en pista el 23 de marzo. Demasiado pronto.

Lillard sale de la temporada con 58 partidos después de los 29 jugados la pasada, cuando lo secó la lesión abdominal que le había molestado en el cierre de la 2020-21 y lo mandó a los Juegos de Tokio a años luz de su nivel real (ideal) de juego. Después de ocho años seguidos en playoffs, el suelo alto de la era Terry Stotts que fue descabezada porque el techo parecía igual de delimitado (cinco eliminaciones en primera ronda), los Blazers llevan dos años con Chauncey Billups como entrenador, fuera de playoffs y acabando las temporadas de manera precipitada y con partidos asignados a un roster zombi, tanking de mal estudiante. En primavera de 2022 se fueron con 21 derrotas en 23 partidos. Dos victorias desde el parón del All Star, el horror, para un 27-55 que marcó el peor momento de la franquicia desde 2006. Esta vez, un comienzo interesante (10-4) mantuvo al equipo, ya por inercia, por encima del 50% de triunfos hasta el 4 de enero. Desde ahí, 19-19, hasta el 32-44 que marca, cuando escribo, otro viaje hacia el retumbar de las pelotitas en el bombo de la lotería del draft. La temporada empezó con el quinteto Damian Lillard-Anfernee Simons, Josh Hart, Jerami Grant y Jusuf Nurkic. Ahora (repito: cuando escribo) están jugando de inicio Drew Eubanks, Kevin Knox, Matisse Thybulle, Shaedon Sharpe y Nassir Little.

La lógica es aplastante desde el despacho de un ejecutivo: si el año se ha perdido, perdámoslo a lo grande. Siempre ha sido así con el draft como eje, aunque solo en los últimos años algunos hayan decidido estructurarlo con despliegues de derrotas masivas, planificadas y en lo que parecen planes trienales (en el mejor caso). El horror de los procesos. Los Blazers se lanzaron al vacío la temporada pasada y rescataron un pick 7: Shaedon Sharpe. Ahora tratan, por qué no, de mejorar sus opciones de llegar al premio gordo, Victor Wembanyama. Persiguen ser los quintos peores y tener, con el sistema actual (desde 2019), un 10,5% de opciones de cazar el 1. Esta vez, uno de los 1 más deseados de la historia. El sexto peor tiene un 9%, el séptimo un 7,5%. En esos márgenes de probabilista se cierra la temporada de un equipo llamado a estar en otras cosas en primavera. Casi obligado a ello.

En esa cábala bailan dos primeras rondas de los Trail Blazers: la primera propia era de Chicago Bulls, por el traspaso a tres bandas que acabó con Lauri Markkanen en los Jazz, salvo que fuera un pick de lotería (del 1 al 14). Y así va a ser: se la quedarán y el pago a los Bulls saltará a 2024. Los Blazers tienen también la primera de los Knicks por otra operación múltiple, esta en la que mandaron a Josh Hart a Nueva York. También tenía protección de lotería, pero será suya porque los Knicks jugarán playoffs y no estarán entre esos 14 peores equipos. El manejo de los Blazers, en principio y en función de cómo cuadran finalmente (si cae el 1...) esas posiciones de draft, tiene menos que ver con otear a la nueva camada de jóvenes que con usar esos picks en traspasos para rehacer otra vez el proyecto Lillard. Eso pondría en el mercado a jóvenes en contrato rookie como Sharpe o ya con extensión de 100 millones, con todo lo que eso implica, como Simons. Si Lillard sigue, y por ahora hay que partir de esa premisa, no lo va a hacer en un equipo lleno de novato que abran un arco de éxito a, como poco, medio plazo. Eso también lo ha dejado claro en los últimos días, sereno pero visiblemente desilusionado: “Yo no estoy aquí para eso, y eso es lo frustrante de todo esto. Volver a hablar de lo que va a pasar la siguiente temporada, de lo que hay que construir. No es para lo que yo estoy aquí”.

Desde el lado de Lillard, la cuestión parte de cuánta fe conserva en una franquicia que no sabe si tiene un buen entrenador o no pero parece más inclinada al no, al menos ahora mismo. Billups llegó para mejorar la defensa, aportar más creatividad en ataque y empujar a los jóvenes más de lo que lo hacía Stotts. Pero los Blazers, en ese punto de crisis que sentó a su gran estrella, volvían a ser uno de los diez equipos con menos asistencias (el lillardcentrismo) y una de las cuatro peores defensas de la NBA. La 27ª, solo empeorada en ese punto por Pistons, Rockets y Spurs. Había sido la 27ª y 29ª los dos cursos anteriores. Es difícil saber qué piensa el jugador franquicia de una institución que en los dos últimos años ha visto como dimitía el presidente Chris McGowan y se sacaba al general manager Neil Olshey entre investigaciones por la toxicidad laboral de unos despachos totalmente reformulados con Joe Cronin al frente. Todo ha cambiado alrededor de Lillard: la plantilla, el entrenador, los directivos.

El tiempo podría haberse agotado

Varios exjugadores, de esa legión de opinadores que requiere ahora esta NBA que exprime y regurgita debates 24 horas al día/siete horas a la semana, han asegurado en las últimas semanas que Lillard tendría que irse a otro sitio. A estas alturas, en este punto de su carrera. Kevin Garnett, por jerarquía y currículum, el más señalado (“si se fuera a jugar a Nueva York se le recordaría como un grande histórico”). En el pasado reciente le han animado a probar otras cosas incluso mitos eternos de los Blazers como Clyde Drexler. El jugador franquicia en los últimos viajes del equipo a las Finales: 1990 y 1992, lo que ya empieza a sonar a prehistoria. Antes, en 1977, llegó el anillo con Bill Walton como eje. El único título, el año de la blazermania. Esos logros -títulos, Finales- se le han escapado sostenidamente a un Lillard que, convengamos, tampoco los ha tenido casi nunca especialmente cerca. Eso hace que se acepten debates sobre quién es el blazer más importante de siempre. Así seguirá siendo, en este escenario y por muy altos que sean sus logros individuales.

El periodista Shams Charania (The Athletic) planteó hace unos días que Lillard y Blazers tendrán que mantener “una seria conversación” antes del verano, cuando toque fijar la nueva estrategia. Por supuesto, y como cada vez que a una gran estrella le pasan cosas, ya se agitan nombres como Knicks o Heat, con la alargadísima sombra de ese Pat Riley que lleva algunos años fallando en la caza mayor, durante lustros la especialidad de la casa. Lillard sigue comprometido con los Blazers, pero cada vez parece más cansado delante de los micrófonos. Hay un desgaste. Seguramente por las dos partes: y aquí entran directamente, desde el lado de la franquicia, factores como edad y contrato. Todos los equipos quieren megaestrellas que no piensen en cambiar de aires. Lo quieren muy fuerte y exactamente hasta el día en el que dejan de quererlo, ni uno más, y empiezan a hacer llamadas de teléfono. Por lo que pueda pasar.

Lillard ha jugado con LaMarcus Aldridge, Nicolas Batum y Wesley Matthews. Con CJ McCollum y Jusuf Nurkic. Ahora con Anfernee Simons, Jerami Grant… Ha visto recomposiciones suficientes para plantearse si su gran oportunidad va a llegar en los Blazers. Si en algún momento siente que no, y ese momento perfectamente podría haber llegado ya cimentado por las dos últimas temporadas, también tendrá que decidir cómo quiere jugar lo que le queda de vida NBA. Normalmente, los jugadores de su nivel prefieren aspiraciones más altas y mercados más grandes. Lillard ha huido siempre de esas narrativas a costa de acabar enfangado en cierto cliché, elevado más a la categoría de héroe folk que de competidor supremo. Su actitud ha sido una bendición en tiempos de tanta volatilidad en la forma de pensar de las estrellas y de tanto maniqueísmo absurdo en el entorno de la NBA: solo vale ganar, cultura de anillos y toxicidad. Pero también, sobre todo en los últimos tiempos, todo ese envoltorio de la relación Lillard-Blazers ha parecido estar abandonándose al conformismo, al fatalismo: la melancolía.

Falló la apuesta Lillard-McCollum (jugaron juntos una final del Oeste y la perdieron 4-0, en su techo), expresada en un verano de 2019 en el que los Blazers se taparon los oídos ante el debate sobre los riesgos de tener un backcourt con tanto talento y tantos puntos pero tan poca altura y casi nada de defensa. Lillard se llevó una extensión de cuatro años y 176 millones. McCollum, que acabó en los Pelicans, una de 3x100. Los Blazers pusieron ahi seis años y más de 400 millones al compás de una pareja que, finalmente, no tenía más techo que ese de 2019. No en una franquicia incapaz de rodearla con defensa, rebote y creación secundaria. Estos asuntos han sido recurrentes en toda la carrera de Lillard: lo que ha faltado a su lado, cómo de buenos han sido realmente equipos que suelen parecer mejores en septiembre que en abril. Cuáles han sido sus mejores compañeros en un trayecto ya largo y, porque todas las monedas tienen dos caras, cómo de superiores ha contribuido él a que sean.

Cuánto vale realmente Damian Lillard

Lillard comenzará la próxima temporada con 33 años. Lleva (pick 6 del draft en 2012) once en la NBA después de ciclo completo de College, cosa rara en estos tiempos para un jugador de sus logros, en Weber State. Idiosincrático, orgulloso de su origen, Oakland, y su forma de entender la vida y el baloncesto, ha sido Rookie del Año (en el curso de Anthony Davis, nada menos), siete veces all star, seis All NBA y campeón olímpico. Entró en la lista de los 75 mejores de siempre que elaboró, con selló de oficialidad, la gran Liga para su 75 aniversario. En la NBA promedia más de 25 puntos y casi 7 asistencias, y su última temporada ha sido la mejor por números. 32,2 puntos, 7,3 asistencias y un 46,3% en tiros de campo con 4,2 triples anotados por noche. Está ya entre los 60 jugadores con más puntos de la historia, es sexto en triples (Kyle Korver es su siguiente objetivo) y en febrero firmó un partido de 71 puntos y 13 triples, contra los Rockets. Solo Wilt Chamberlain (32, Supermán) y Kobe Bryant (6) tienen más partidos que él (5) de al menos 60 puntos.

Ese es Damian Lillard y, para el vendedor, ese sería el dossier de su valor de mercado si es que ha jugado su último partido con Portland Trail Blazers. Que no parece la opción más probable pero que no deja de ser, aunque produzca cierto vértigo, una posibilidad real. Pero el comprador también podría echar en las negociaciones las fallas en lo colectivo, aunque no esté claro el porcentaje de culpa del jugador. La edad (32 para 33), la eterna debilidad en defensa y la altura, un 1,88 que le sitúa en el rango de los guards bajitos, un lote que no suele envejecer de la mejor manera porque son jugadores que necesitan el 100% de su velocidad y su explosión para ganar espacio/tiempo de tiro frente a defensores siempre más grandes. La posible vacuna de Lillard, su elixir de longevidad, no es otra que un talento evidentemente excepcional. Contra lo que los Blazers definirían como un jugador generacional, el que quisiera hacerse con él hablaría una y otra vez, su mantra, de absorber el contrato: a la extensión citada de 176 millones se sumó otra de 121,7 el pasado verano, por dos temporadas más. En total, a Lillard le quedan por cobrar 213 con player option en la 2026-27. Tiene garantizados 63,2 millones para cuando tenga (glups) 36 años, y la media anual de lo que le queda firmado es de 53,2.

¿Cuál es el valor real con todo eso en los dos lados de la balanza? ¿Puede un equipo pensar positivamente en hacerse con ese contrato y construir un campeón contando además con las circunstancias de edad y físico del que sería nuevo referente? ¿Cuánto queda para que, si los Blazers no actúan ahora, el valor de mercado de Lillard empiece a decrecer a la vista de toda la NBA? Son preguntas legítimas, del mismo modo que se puede discutir cuál es ahora mismo el mercado para un jugador así más allá de que realmente las estrellas de su talla no lo tienen: todas las cuentas pasan por la oportunidad de gestión, quién está de compras y cómo de necesitado está. Las franquicias saben que los Blazers tendrán sudores fríos con el impuesto de lujo en el futuro si no entran en reconstrucción y que, es un bucle, cualquier amago de reinicio pondría a Lillard en la puerta de salida, tal vez con el verano de 2024 como tope. Parece difícil que los Blazers puedan pedir (spoiler: lo harían) algo similar a lo que pedían en el primer turno de negociaciones, el pasado verano, los Nets por Kevin Durant. Pero, ¿y qué pasa con los lotes apañados a cambio de jugadores como Rudy Gobert y Donovan Mitchell? El mercado no escribe recto, pero sí con renglones torcidos.

En Oregón querrán, por fijar un punto de inicio de lo que podría ser, muy como mínimo cuatro primeras rondas y al menos un jugador joven de valor. Querrán o querrían. Equipos como Knicks y Heat podrían estar ya echando cuentas. Si es así el caso, para unos y otros, ¿no sería mejor momento este verano? Los Blazers sacarían más, o al menos no se arriesgarían a sacar menos; y quien se haga con Lillard tendrá un año más de lo que (debería confiar) sigue siendo su prime. Pero la cuestión, la decisión, sigue en el tejado del jugador. En su relación de poder con los Blazers, todo sigue pasando por ver qué quiere hacer, por dónde respira, qué feeling de futuro tiene con los Blazers meses después de la extensión a Anfernee Simons (4x100), el nuevo contrato de un Nurkic en caída libre (4x70), las apuestas fallidas por Josh Hart y Gary Payton y el inminente viaje a la agencia libre de Jerami Grant. Si Lillard no quiere ser gestor y padrino de una nueva generación joven y no siente que los Blazers puedan hacer un equipo de máxima aspiración, ¿dónde estarán sus pensamientos ahora mismo? Si los Blazers no van a empujarlo a la mudanza y saben que no pueden, a estas alturas, rodearlo de jóvenes sin hacer, ¿cuál es la estrella que sí lo cambie todo y que esté a tiro por las primeras rondas a mano y jugadores como Sharpe y Simons? ¿Y por qué será distinto a lo que no ha funcionado con McCollum o Grant? Si quiere jugar con un top 10 de la NBA, ¿no parece claro que será él quien tenga que ir a casa de ese nuevo compañero y no al contrario?

Parecen todas preguntas legítimas, asuntos sobre los que Blazers y Lillard estarán pensando, en profundidad y antes de sentarse y ponerlo todo en común. Así están las cosas ahora, acaben en lo que acaben. Así son cuando tienes una gran estrella que apila casi 800 partidos y 28.000 minutos en la NBA, que no sabe cuánto lo queda como All Star de consenso, como primera espada por puro sentido común: 33 años en julio, once temporadas ya como profesional, trance de lesiones en las dos últimas (cada una, a su manera). También existe la posibilidad de que Blazers y Lillard elijan no separarse, prefieran acabar tumbándose con las manos entrelazadas hasta que todo pase. Irse juntos. Pero no todas las metáforas sobre pasiones y amores maridan con el negocio del deporte, porque ni siquiera lo hacen finalmente con la psique colectiva de los aficionados. No si ha pasado el tiempo suficiente, si el desgaste ha cundido para todos. También puede ser que las dos partes estén esperando a que la otra dé el paso, que no sepan cómo decirlo. O que no se atrevan a verbalizarlo. Eso sí es más humano. O puede que al pasar esta fea página, tras otro golpe de timón, esté el siguiente gran proyecto, el grande de verdad, de unos Blazers para siempre con Lillard al frente. Todo puede ser en la NBA. Es solo que, en abril de 2023, esta última opción parece la menos posible. Ahora mismo, sobre todo después de esta calamidad de temporada disparada al limbo, es la menos real.