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Liga de Campeones | Mónaco 3 - Real Madrid 1

El fracaso de un proyecto

El Madrid cae ante un rival menor. Morientes, decisivo. Los galácticos, ausentes. Queiroz, también

<b>EL HÉROE</b>. Fernando Morientes fue el verdadero protagonista del partido. Todavía perteneciente al Real Madrid, el Moro fue el verdugo del equipo blanco. Dio la asistencia del primer gol y marcó el segundo de un fabuloso cabezazo.
JESÚS AGUILERA, REUTERS, AP Y AFP

No hizo falta que llegara un gran rival, ni siquiera eso. Bastó un adversario menor, lo que deja al Madrid in excusas, ninguna. Lo temíamos hace mucho tiempo. En la Liga esulta fácil arreglar en un partido lo que se estropeó en el anterior. La mayor parte de las veces es sufi ciente con dejarse llevar para alcanzar el último tramo del campeonato con posibilidades, no hay mérito en eso, al menos con unos jugadores así. Pero en la Champions es distinto. Se plantean otro tipo de situaciones, problemas que es necesario resolver sobre la marcha.

Temíamos lo que ocurriría entonces. Temíamos qué pasaría cuando un verdadero equipo (no incluíamos a una medianía como el Mónaco) acosara al Real Madrid, cuando a un conjunto tan flojo en defensa le hurgaran en la herida. Pues sucedió lo cantado, que el Madrid se derrumbó, que no tenía ni un mal plan para combatir el infortunio, ni un solo parche para sus defectos. Ni lo tenían los jugadores ni lo tenía el entrenador, que se ha escondido detrás de los futbolistas durante toda la temporada. Si ellos están inspirados, vale cualquiera para dirigir al equipo; es cuando las cosas se tuercen cuando es imprescindible que alguien tome decisiones e invente algo. Ahí es donde uno quiere ver los modernos métodos de trabajo, las razones por las que se despidió a Del Bosque, entrenador que hace un año sólo cedió en semifinales, y con medio equipo lesionado.

Fue la peor de las muertes posibles, por la poca categoría del rival y por la ausencia de épica en el intento de remontar, ni fuerzas ni ideas. Sí, no es nadie el Mónaco. Tiene un portero horroroso y sólo dos jugadores sobresalientes: Giuly y Morientes. Y a este último el Madrid le paga el 65% del sueldo. Quien negoció su cesión y no pensó en impedir su participación en un hipotético encuentro debería responder por ello. Es un gentleman, pero debería decir algo.

Tal y como comenzó el partido dio la impresión de que sólo era cuestión de tiempo que el Madrid cerrara el debate. Sus triangulaciones, aunque sin profundidad, dejaban en evidencia al Mónaco, un conjunto que maneja con soltura el balón pero que es muy vulnerable en defensa.

Cuando Raúl marcó (mal día para superar los 236 goles de Puskas) se confirmó el presagio, el falso presagio: sería un paseo. Los minutos que siguieron fueron de dominio absoluto, hasta que con el tiempo cumplido marcó Giuly, buen remate a una dejada de Morientes con la cabeza.

El Madrid que salió del vestuario fue la peor versión de sí mismo. Ese equipo sin tensión que se despista con el vuelo de una mosca. Morientes abusó de Mejía en un cabezazo maravilloso y puso por delante al Mónaco. Podemos seguir engañándonos, pero el Madrid no tiene un central de garantías, ni un solo defensa que imponga su poderío en el juego por alto.

Las alarmas ya estaban encendidas, pero faltaba un mundo, casi media hora, tiempo sufi ciente para que un equipo con tanto talento pudiera marcar un gol si se volcaba en ataque. Pero no hubo reacción ni en el campo ni, por supuesto, el banquillo. El Mónaco, con el consiguiente subidón de adrenalina, acorraló al Madrid y avisó varias veces antes de que Giuly marcara un gol fabuloso de tacón. Nadie escuchó. El Madrid, eliminado. No parecía real.

Todavía quedaban minutos por delante, sería en el último empujón. Pero tampoco. Nadie se movía arriba, ni un desmarque. Y el Mónaco perdonando, un tiro al palo, luego otro, antes un gol anulado a Raúl (con justicial, pero por milímetros).

El propio Raúl tuvo la ocasión decisiva a falta de cinco minutos, un error del portero terminó por dejarlesolo, pero la lanzó fuera en un disparo precipitado, indigno de él. En algún modo era como si todos los achaques del Madrid decidieran manifestarse el mismo día: la crisis de Raúl (que dura una temporada), los reposos ronaldianos, el desastroso juego por alto, la ausencia de banquillo, de esquema, la falta de entrenamiento, de rotaciones, de entrenador; Portillo entró en el minuto 88.

Sí, toda esa suerte que venía acumulando el Madrid, tantos encuentros ganados al fi lo, muchas veces tras exhibiciones rivales, todo eso, se volvió en su contra en el peor momento, en el decisivo. Oigo mientras esto escribo que Casillas ha dicho que esto era la crónica de una muerte anunciada, no hay mejor epitafi o y no lo ha escrito un periodista cana-lla, sino un portero sufrido, harto de tapar los problemas de otros con sus milagros cotidianos.

Es imperdonable perder así. La grandeza obliga a algo, no es sólo escuchar elogios infi nitos, no es únicamente mostrarse a ráfagas; eso vale únicamente mientras sirve para ganar. Futbolistas y entrenador están obligados a sentir al menos la mitad de pasión y compromiso que los aficionados, y digo la mitad.

Todo era para esto, para la Champions, ni me hablen ahora de la Liga. Ha fracasado el proyecto, Zidanes y Pavones. Y lo peor es morir así, frente a nadie, víctima de uno mismo.