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‘The Head’, desde la mente de sus actores: “Es el enemigo que todos tenemos dentro”
La ficción dirigida por Jorge Dorado cierra su trilogía esta Navidad con una inquietante mezcla de suspense intelectual en la que todos los que participan se ven, de alguna forma, reflejados.
Aquel día en el que el viejo Scrooge andaba atareado en su despacho el tiempo era “frío, desapacible y cortante; además, con niebla”. Fue en la víspera de la Navidad que Charles Dickens imaginó para reinventar la leyenda de unas fiestas que habían perdido su razón de ser. Cuando el tren se despidió en su llegada a Madrid, el centro de la capital parecía Londres; y el hotel desde el que se observaba la calle de la Montera, una atalaya que incitaba a la reflexión desde la bruma. Tal y como The Head.
Si el número tres simboliza lo divino podría deducirse que resulta más complicado cerrar una trilogía que una saga, por ejemplo, compuesta por dos únicas partes; quién sabe si ocurre lo mismo cuando se mezcla lo macabro. Estas cavilaciones se arremolinan en un ascensor y en torno al trabajo de Jorge Dorado, cuya dirección en la serie que estas semanas navideñas estrena su tercera temporada demuestra un comedido y pulcro trabajo por inducir al espectador en un suspense particular: el que se percibe de lo remoto y se extrae de los problemas de lógica clásica. Puro silogismo aristotélico derivado de la literatura inglesa.
No es sencillo enfrascar dos temporadas en una frase. “La verdad es subjetiva”, resume John Lynch, pensativo. “Diría que es el enemigo que todos tenemos dentro”, añade. Katharine O’Donnelyy asiente. Ran Tellem descifra el suelo, luego clava la mirada: “Cuando se corta una cabeza te das cuenta de quién eres de verdad”. El doctor Arthur Wilde y la doctora Maggie Mitchell, ambos en la ficción, se ponen de acuerdo; el productor y ganador de un Premio Emmy, bajo una carismática y casi divertida mueca, da un giro a lo que esbozan los intérpretes. Pero todos dicen lo mismo.
Sobre Agatha Christie y las meditaciones de Bir Tawil
La primera temporada ocurrió en la Antártida; la segunda, en un barco ubicado en el lugar más alejado de cualquier costa: el Punto Nemo. Ambas funcionaron con la misma mecánica: un sistema de intriga sustentado en un asesinato que despierta un juego intelectual en torno al enigma y que, en cierta forma, hace competir al espectador con la duración de la serie en la resolución de lo acontecido. La tercera entrega viaja a Bir Tawil, una tierra de nadie entre Egipto y Sudán, y vuelve a tener el motivo científico como eje central de la trama.
Pareciera que el guion nació de un cerebro retorcido o de un imposible histórico: que Agatha Christie hubiera escrito en su tiempo una novela de ciencia ficción. Tellem comparte cavilación. “Hay mucho de ella en The Head, en el mecanismo en el que se cuentan las historias y en el uso de los personajes; no sabes quién es quién, es algo que ella hacía mucho”, reconoce. El productor insiste en que esa pureza es el bien más cuidado de la serie y que, por ello, se ha cambiado cada temporada de equipo: “Hemos renovado los guionistas porque entendemos que hay que contar la historia de una forma diferente”. Lynch es más pragmático y aprecia otro parecido a las obras policíacas de la prolífica autora inglesa: “Si puedes mantener tu cabeza mientras el resto no, eres el asesino”.
O’Donnelyy mira al techo cuando se le pregunta por su parecido con el personaje. Dice que no hay muchos paralelismos, pero cada palabra que resbala de sus labios trae otra detrás: “La primera temporada era mi primer trabajo importante y estaba rodeada de actores con mucha experiencia. Navegar ese espacio fue muy educativo. Le ocurre lo mismo a Maggie. También es importante el papel de su hermana; yo tengo una relación muy cercana con ella y me pareció una pila emocional para construir el personaje. Y la claridad de su tarea: la recompensa que imagina como una especie de libertad emocional de una situación que lleva atormentándolo mucho tiempo”, dice, sumida en sus divagaciones de altura y casi sin respirar; baja la cabeza y su reacción es similar a la de quien se mira en un espejo.
De Ray McAnally a Henry Irving
Lynch ha escuchado todo el discurso con los brazos cruzados. Cuando su fuerte acento irlandés y su voz grave rompen el silencio, actriz y productor le miran desde una nube de respeto y admiración. “La primera película que hice trabajé con dos actores que dan mucho miedo, muy buenos. Uno hacía de mi padre y el otro llevaba una granja. Eran Ray McAnally y Donal McCann. Resultó que a McAnally le caí bien”, recuerda. Él era un joven intéprete y su compañero de faenas un actor consagrado que había compartido set con actores de la talla de Gary Cooper o Robert De Niro. “Un día me habló de la actuación y me dijo que era una vocación, que era como el sacerdocio. Era un actor de la vieja escuela”, enfoca su visión.
Hablaba de Cal, cinta de 1984 que, asegura, marcaría de por vida su concepción del séptimo arte. “Ese tipo de dedicación que necesitas a expensas de los demás. Eso es quien es Arthur. Pensé en McAnally a la hora de construirlo; esa determinación, esa necesidad de llegar a algún sitio independientemente de lo que se ponga en el camino. Lo veo en mí y en otros actores”, completa su reflexión, a medio camino entre el reconocimiento de su persona en su personaje —y viceversa— y la defensa del actor como elemento artístico. Y algo más: “Luego está el ego, que hace falta para levantarse cada mañana. En mi caso, venir aquí y hablarte a ti. Todos necesitamos creer que somos algo”.
El crecimiento de Lynch y O’Donnelyy a lo largo de la serie es manifiesto. Así lo cree Tellem. “Cuando llegué al set por primera vez les conocí. Me parecía increíble formar parte de su actuación [de Lynch], coger a su personaje y poder hacerle vulnerable es parte de la potencia de la serie. Y Katharine... Ya no es la misma; era muy joven y ha crecido, igual que ha hecho su personaje. Ellos no son Maggie y Arthur, pero en los personajes hay mucho de ellos”, sonríe, si acaso ha dejado de hacerlo.
Entonces toma la palabra Lynch. “Hay una historia muy popular de Henry Irving, un actor de teatro victoriano. Una noche, volviendo a casa después de interpretar un personaje, estaba en un taxi con su mujer. Ella le preguntó que cuándo iba a dejar de ganarse la vida de una forma tan ridícula; y él, en ese momento, paró el taxi, la dejó y no volvió a verla nunca más”, relata, leyendo en la pupila de quien esto escribe su inicial pensamiento dickensiano, y poniendo punto y final a la meditación que un rato antes había iniciado: “Yo no voy a ir tan lejos, pero esa especie de determinación”.
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