TELEVISIÓN
El tira y afloja de dos solteros en ‘First Dates’: “Te vas a dedicar a engañar a la gente”
Alejandro y Gisela protagonizaron una auténtica guerra sin cuartel de indirectas que concluyó de la manera más inesperada posible.
Si el amor cierra sus puertas en alguna ocasión es, sin duda, la noche del viernes. Las abre, claro está, el lunes. No se trata de la fiebre del sábado noche: es una cuestión de parrilla televisiva y obedece estrictamente al horario que First Dates tiene en pantalla. Y a veces no es suficiente. Aunque se abran puertas, ventanas, chimeneas y cualquier tipo de conducto, si el sentimiento se niega a entrar, no florecerá nada entre las dos personas que opositaban a enamorados. Se vio en los ojos de Alejandro y Gisela.
Él era un soltero catalán de 26 años cargado de optimismo y apasionado del póker. Ella, una estudiante de sociología de 22, también catalana, que se definía a sí misma como sarcástica. Lo que terminó resultando irónica fue la velada. No coincidieron ni en la primera impresión. “Me ha gustado, me ha parecido guapa y que está bien físicamente”, dijo él; ella también se sinceró ante la cámara: “No es mi prototipo. No se parece a los tíos con los que suelo quedar. Generalmente, me gustan los que visten más urbano, XL y más pinta de malote”. Lo ‘malote’ estaba por llegar.
“Me amputo las dos piernas sin anestesia”
En realidad aquello fue una guerra sin cuartel. La mesa, un trinchera sobre la que volaban las indirectas y las directas. Primero fue el tema de la comida. Gisela confesó que era vegana y él replicó que le costaría mucho serlo, que la comida no tenía el mismo sabor y que un amigo suyo lo era hasta que un análisis médico le reveló una bajada de defensas. “Eso no es culpa de ser vegano, eso es porque no comes bien”, descubría el primer fuego; luego lo intentaba apagar: “Me gusta que se le pueda llevar la contraria a una persona sin que se ofenda o sin que te insulte”.
Más difícil de extinguir fue el incendio de los estudios y lo laboral. Alejandro dio un campanazo al destapar que estudia una carrera profesional de póker, que apareció en su vida durante la cuarentena y que se enamoró del juego. Por su parte, Gisela quería orientar su futuro al marketing. “Eso es turbio. Te quejas de los animales y te vas a dedicar a engañar a la gente, a influenciarla para que compre cosas que no necesita”, esgrimía él. Ella también desenfundaba: “Puedo trabajar con empresas eco-friendly, a ti te interesa ganar dinero a costa de que otro lo pierda”. Se estaban quemando. Y les gustaba hacerlo.
El culmen llegó con el tema de la descendencia. Alejandro comentó que, si lograba reunir el dinero suficiente y su pareja quería, le gustaría tener cuatro o cinco hijos. Gisela, que se encontraba en las antípodas de este deseo, primero respondió que aquello era raro viendo el actual índice de natalidad y, después, se abonó a la sinceridad sin filtros: “Me amputo las dos piernas sin anestesia. A mí un niño me parece insufrible, con cuatro reviento. Quiero tener hijos, pero de cuatro patas y que hagan ‘guau, guau’. No me gustan los niños en ninguna de sus versiones”. Alejandro descubrió su herida y disparó: “Eso me ha dolido. Eres la típica que lleva al perro en un carrito”.
Cuanto más escalaba la tensión, más parecían picarse. Y cuanto más se picaban, más se gustaban. Al final, entre tanto fuego, decidieron escaparse juntos del edificio en llamas: accedieron a tener una segunda cita y salieron agarrados de la mano del restaurante. Ni la arqueada ceja de Sobera podía creerlo. Pero es así. Antes de que el amor cerrara sus puertas el viernes por la noche, por el último resquicio entró una pequeña chispa.