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Jorge Mendonça, el delantero testigo de Jehová

El jugador angoleño, de mucha clase y regate señorial, jugó en el Atlético y el Barça.

Jorge Mendonça, el delantero testigo de Jehová

Jorge Mendonça nació en Luanda, a cuyo observatorio meteorológico había ido a trabajar desde Portugal su padre, que se casó con una angoleña. Despuntó en el Sporting de Luanda, creado por su propio padre, y de ahí pasó al lisboeta, y luego al de Braga. Llegó a España con su hermano Fernando, contratados por el Depor muy al final de la 57-58 para evitar un descenso a Tercera que parecía irremediable. Lo salvaron y aquellos cinco partidos bastaron para que el Atlético le fichara el mismo verano que a Vavá, flamante campeón del mundo en Suecia con Brasil. Mendonça se hizo un lugar enseguida. Era un delantero de enorme clase, con estatura, zancada y regate señorial. Años más tarde Kluivert me recordó sus maneras. Jugaba siempre con una rodillera en la derecha, vestigio de un golpe que se dio de niño contra el borde de la cama escapando de la zapatilla de su madre, tras una travesura.

Nacionalizado en 1961, pasó a llamarse oficialmente Jorge Mendoza. Aparte de no ocupar plaza, pudo jugar la Copa (vedada entonces a los extranjeros), que ganaría dos veces con el Atlético, además de una Liga y una Recopa. Era una gloria verle. Una noche europea metió tal gol ante el Dinamo de Zagreb que el público del viejo Metropolitano se echó al campo y lo elevó a hombros, entre gritos de ¡torero, torero...! Tan bueno era que se le perdonaron las muchas semanas en que estuvo en rebeldía (junto a otros, también Collar) para exigir más dinero. Fue entonces cuando el Atlético tuvo que pedir cedido a Grosso al Madrid, porque llegó a estar en puestos de descenso. Otra vez desapareció en plena temporada; con el tiempo se justificó como un viaje a Braga de tipo familiar sobre el que quedó una estela de feos rumores.

En la 66-67 tenía 28 años, aparecía Gárate, el club estaba apurado con los pagos del estadio Manzanares, recién estrenado, y a Vicente Calderón, presidente atlético, le llegó una oferta del Barça por 12 millones. El Barça, al revés, acababa de vender por fin los terrenos del viejo Les Corts y lo que tenía era un equipo muy flojo. Le fichó por tres años. Entró en abril, con tiempo para jugar la Copa, que el Barça ganaría al Madrid en el Bernabéu en la célebre final de las botellas.

Allí Mendoza se hizo testigo de Jehová. Narcís de Carreras, el presidente del club (había sucedido a Llaudet, que fue quien le fichó) encontró eso intolerable. En parte influido por el arzobispo de la Seu d’Urgell, del que era muy amigo, prohibió al entrenador, Artigas, que le alineara. Este llegó a pedirle de rodillas que se lo permitiera, pero fue inflexible. Así que después de una 67-68 en la que fue indiscutible, en la 68-69 sólo jugó siete partidos. Narcís de Carreras llegó a un acuerdo con su amigo Guillermo Ginard, presidente del recién reascendido Mallorca, y se lo dio gratis. Las razones de su marcha no trascendieron entonces.

Ya en Mallorca fue noticia nacional que era testigo de Jehová, que hacía visitas para regalar biblias y prédicas contra la violencia. La estancia no fue feliz para él: Ginard no pagaba. A media temporada el Mallorca se lo quitó de encima de mala manera por una lesión. Le dejó a deber 550.000 pesetas. Con eso entonces te comprabas un piso en Madrid.

Era un tiempo en que los futbolistas estaban indefensos ante los impagos, no podían acudir a la justicia ordinaria. Los clubes hacían lo que querían. Mendoza puso un pleito que acabó en el Supremo y sentó jurisprudencia al reconocer a los futbolistas como trabajadores por cuenta ajena. El Mallorca siguió sin pagar y a los ocho años un juzgado decretó el embargo u subasta de las fichas de los jugadores. Subastados como esclavos, fue el titular común. Aquellos sucesos conformaron una primera piedra para edificar la AFE.

Después se fue a Normandía, donde estudió medicina deportiva. De allí trajo a España el fútbol 7, que hoy vemos jugar a los niños. Le contrató la embajada de Angola, ya país independiente (y acosado por guerra interna) como embajador deportivo. Primero creó un equipo de inmigrantes angoleños en España, que empezó en regional y llevaba los colores del Barça. Pero de ahí saltó a la idea de crear un Mundial de la Emigración. Implicó a 20 embajadas, obtuvo un firme patrocinio de Correos y sacó adelante la idea, que resultó bien durante siete ediciones, hasta que serios incidentes en una final mataron aquel impulso.

Luego fue a Angola a mejorar la base del fútbol, pero sólo encontró recelos y corrupción. Hoy vive en Madrid tranquilo y feliz, activo por las peñas como miembro de la agrupación de veteranos. Frecuenta el estadio, donde su placa es una de las más respetadas. Cada vez que veo jugar al Atleti contra el Barça me asalta su recuerdo.