Si Lamperti no existiera, habría que inventarlo
El jugador argentino de 42 años se fue de Las Rozas Open como el rey sin corona gracias, una vez más, a su conexión única con el público.
Si Lamperti no existiera, habría que inventarlo. Pocas afirmaciones se ajustan mejor al traje que viste el jugador argentino desde hace más de 10 años y que recogen a la perfección la trascendencia de un personaje que tiene tanto de imperfecto como de ejemplo.
Y es que para hablar de Miguel Lamperti hay que hacerlo desde muchos prismas. Y todos tan diferentes como exactos. Como si de la realidad misma se tratara, la figura de Miguel, Miguelito o el Canoso tiene varias vertientes -y, por ende, varias lecturas- que confluyen en una misma conjunción: Lamperti.
Porque, si nos ceñimos a lo estadístico, al palmarés y a las frías cifras, el de Bahía Blanca está, y lejos, de ser un jugador de época. Más prolífico en la etapa PPT que en la era World Padel Tour, no ha conseguido levantar título alguno desde 2013. En la etapa moderna del pádel ha pisado un total de cinco veces las finales y hasta 37 las semifinales. Buenos números, pero no de leyenda.
Y si recurrimos a lo pragmático, a lo técnico o a lo didáctico, Lamperti no es el jugador que se utilizará de ejemplo en las escuelas. Anárquico y efervescente, cuenta con una volea tan particular como innocua, un catálogo limitado de bandejas y un juego defensivo basado más en la colocación, una soberbia lectura del juego y unas dosis extra de pundonor que en su facilidad para salir ordenador. Innegociable, eso sí, es su talento innato para la pegada, el fino arte del recurso o el highlight.
Pero, sin embargo, Lamperti, cómo decirlo, es Lamperti. Es Miguel Lamperti. Con mayúsculas. Su nombre trasciende en gran medida los números, imperfecciones, triunfos o derrotas porque ha conseguido ser capaz de poner a su favor algunos intangibles que, en tantas ocasiones, dibujan las leyendas de los héroes más queridos.
‘El Rifle’ -apodo en desuso con el que se le conocía- es el ejemplo perfecto de la evolución. Famoso por ser un pionero en el remate, por impactar la pelota con un desplazamiento y un arqueo ahora habituales y antes impensables, supo, con altibajos, encontrar la senda de la reinvención. No para ser el mejor, cierto, pero sí para ser siempre competitivo.
Porque Miguel nunca negocia el esfuerzo. Y tiene mérito. Jugador más talentoso que sacrificado en sus inicios, encontró en la senda de la meritocracia el reconocimiento, el amor y la ovación del público. Guerrea, brega, corre y trabaja con la intensidad de un jugador de preprevias cuando en su carnet de identidad hace tiempo que se puede leer que superó los 40.
Porque, al esfuerzo, le añade unas gotas de épica. Muy, muy pocos jugadores consiguen levantar al público y ponerlo a su favor. Quizá nadie con su estilo, carisma y efecto. Inteligente y sabedor de que rinde mejor cuando nota esa conexión, sus gestos tras ganar un punto, tras barrer la pista como si de un ‘box to box’ se tratara o tras recoger una pelota fuera de pista, provocan en el aficionado un impulso casi irracional que suele acabar en ese mantra padelístico que ya es el “Lamperti, Lamperti”.
Conexión que se forjó por méritos propios. Dentro y fuera de pista. Miguel es un precursor en crear una ‘fan base’ a su alrededor en el mundo del pádel. Sin un palmarés que compitiera de tú a tú con leyendas como Juan Martín, Belasteguín, Nerone o Paquito Navarro, su cercanía, cariño y predisposición son vox populi y tan habitual es verle haciéndose una foto con la mejor de las sonrisas como comentando un partido sentado en la grada con un aficionado al que acaba de conocer. No solo es simpático -la mayoría de jugadores lo son- es divertido, cercano, natural y, en cierta medida, cotidiano.
Virtudes que se volvieron a vivir en el octavo torneo de la temporada World Padel Tour y que le convirtieron, una vez más, en el campeón sin título en Las Rozas Open. Y cayendo el viernes en cuartos de final. Agustín Tapia y Pablo Lima fueron, por méritos propios, los claros protagonistas tras una semana intachable. Suyo es el mérito y suya la corona de Madrid. Pero el éxtasis colectivo se vivió mediada la tarde del viernes.
Porque Lamperti es difícil de definir, fácil de consumir y gustoso de disfrutar. A Lamperti se le entiende desde la visceralidad, el amor por los imposibles, la cultura del esfuerzo y la recompensa. Y estos, sin ser títulos, suelen ocupar un espacio privilegiado en el ideario popular.