Alergia a la jubilación
Mientras muchos soñamos con el retiro para mirar al techo, hay técnicos que a los 67 sonríen programando sesiones dobles de entrenamiento. Dos formas de afrontar la jubilación.
Este desolador año nos ha cambiado la perspectiva. Si algo ha hecho el maldito coronavirus, más allá de minarnos la moral, es agitarnos. Todos hemos cambiado nuestros planes de vida a corto, medio o largo plazo. La salud ya vale más que el dinero. Quien no anda cambiando la ciudad por el pueblo o buscando una casa con terraza, por si las moscas, está explorando las opciones que da el mundo telemático y el teletrabajo. Duele que ya hayan suspendido hasta los Sanfermines, aunque jamás hayamos ido a Pamplona, y nos prometemos como súplica que no nos saltaremos nunca más la paella del domingo en casa de los suegros. Imaginar cualquier cosa que no sea hablar de los ERTE o andar por casa en chándal nos parece una fiesta.
No es casualidad que, ante la fugacidad del tiempo y tanta incertidumbre, en sólo una semana haya escuchado un deseo repetido, pese a que a veces el atrevido en lanzar el pronunciamiento no haya reparado en que todavía es un simple becario: “Hay que disfrutar a tope en el futuro; yo tengo claro que si puedo me prejubilaré antes de los 55 y a vivir”. Y aquí está lo importante: igual que en numerosas ocasiones el fútbol y la vida se dan la mano para entender el mundo; en otras, como ésta, son polos opuestos. Los ciudadanos de a pie nos emocionamos ante las propuestas que hay en marcha en el Congreso de los tres días libres a la semana y esperamos abandonar la vida laboral cuanto antes. Por eso las administraciones de lotería se enriquecen con nuestras pobrezas. Sin embargo, algunos técnicos veteranos, mientras, programan sesiones dobles de entrenamiento y, pese a superar los 66 años como barrera entre la vida activa y la contemplativa, ahí siguen remangados tan contentos en la trinchera.
Con Pellegrini (67) comencé a rumiar estos pensamientos a principio de temporada. Y Paco Herrera, como el de La Gozadera, me lo confirmó. He estado últimamente encima de varias noticias en torno a entrenadores, por los bailes habituales en los banquillos, y en todos, pero absolutamente todos, este veterano míster (67) con alma de juvenil ha sonado como revulsivo. Llegué a pensar que había dos o tres sujetos con el mismo nombre o que alguien le había robado el carné y estaba ansioso por suplantarle. Fue una alternativa encima de la mesa, meditada por los presidentes o propuesta por agentes, para fichar en Albacete, Fuenlabrada, Elche y Castellón. Salvo Míchel, nadie en este momento es tan asiduo en las quinielas.
He de reconocer que el hambre de Pellegrini y la omnipresencia de Pacho Herrera, además de reconfortarme por su pasión, me sorprendió. Quizás porque en mi plan de vida, a su edad, y tras apretar ahora el acelerador para ir frenando con el paso del tiempo, me veo leyendo bajo la calidez de un flexo, café en mano, con los susurros de Silva Pérez Cruz de fondo y el tintineo del fuego allá enfrente en la chimenea. Se me hace raro ver esa actividad, competitividad y sometimiento a la exigencia que nos rodea a esas alturas. Hasta que veo a mi padre (74), claro, que al final es el que me enseña de qué va esto. Él escribe (columnas), lee (fan de Trapiello), escucha música (cubana) y ve (tras el NODO, Netflix es un vuelco) más de lo que un humano está capacitado a digerir. Es lo que tiene estar en la segunda parte del encuentro.
A Paco Herrera no le vale con haber sido profesional 15 años como futbolista, haber formado parte de aquel Spanish Liverpool al lado de Rafa Benítez que conquistó una Champions, una Supercopa de Europa y una FA Cup. Ni siquiera haber dirigido a 14 equipos, en tres países diferentes, ser director deportivo en muchos de ellos y prestar su olfato hasta hace nada en el Birmingham. Quiere más. Una anécdota define hasta qué punto su área de influencia es ilimitada. Hablando y chateando de otras cosas por teléfono con mi primo, Javier Matilla, casi por casualidad, le pregunté esta semana por Paco, avisándole de que tenía ganas de escribir pronto de él, como el que saca tema por sacar ante el vértigo que a veces da el silencio, y me repitió dos cosas sin casi necesidad de elaborarlas. Una, vox populi: “Es que Paco vive para el fútbol”. La otra, algo más desconocida: “Además de buen entrenador, lo mejor para un futbolista es que te trata como un padre”. Sin esperarlo, me recordó que fue su entrenador en sus primeros pasos en el Villarreal y que, tres lustros después, ha sido el que le llevó a Grecia para resurgir en el Aris de Salónica de las graves lesiones de rodilla. Estoy seguro de que, si hubiera llamado a otra fuente, podría haberme contado otro par de cosas igual de cercanas y diferentes ya que, de norte a sur, y de este a oeste, se ha recorrido entrenando cada rincón. Yo que odio las mudanzas y las despedidas, doy mucho mérito a aquellos que siempre tienen lista la maleta en la puerta.
Al final todos aspiramos a que, cuando llegue nuestra hora, profesional y vital, podamos emular a Miguel Delibes y decir con orgullo, al mirar atrás, aquello de “no deseo más tiempo; doy mi vida por vivida”. Como quien se ha vaciado y no se ha dejado nada guardado para una hipotética prórroga. Lo que nos diferencia a unos de otros es a qué dedicamos y cómo afrontamos el último cuarto de existencia. Yo lo tengo claro para el día que llegue. Si necesitan algo, pregunten por La Virgen del Mar en el Cantábrico. A Paco, que ya está en ello, denle otro banquillo. Un hombre que, entre otras cosas, dio vuelo a Iago Aspas en el Celta debe ser dueño de su destino.