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¡Medalla de plata!

Fue el 5 de septiembre de 1920, en Amberes, cuando Holanda y España se enfrentaron en la final de la Olimpiada. La selección ejerció una superioridad plena.

¡Medalla de plata!

Fue el 5 de septiembre de 1920, en el Olímpico de Amberes, cuando Holanda y España se enfrentaron en la final del torneo paralelo, con medalla en juego. Pasados dos días del partido contra Italia, y cuatro del tremendo de Suecia, Bru pudo recuperar lisiados. Otero se había resentido del golpe en el pie y Pagaza seguía con la rodilla mal, pero los demás estaban sanos.

(Pagaza no desaprovechó esos días. Consiguió que René Petit le presentara a Míster Pentland, que entrenaba a Francia, y le convenció para ir con él al Racing de Santander. Por esa vía entró el célebre míster en España, donde haría leyenda, en especial en el Athletic).

El equipo repite a nueve de los del debut ante Dinamarca: Zamora (Barça), Vallana (Arenas), Arrate (Real Sociedad); Samitier (Barça), Belauste (Athletic), Eguiazábal (Real Unión); Moncho Gil (Vigo Spórting), Sesúmaga (Barça), Patricio (Real Unión), Pichichi (Athletic) y Acedo (Athletic). Ocho vascos, dos catalanes y un gallego. Eguiazábal volvía tras moderar sus esparcimientos nocturnos.

Arbitró Putz, belga, el mismo que ante Italia. El que expulsó a Zamora, que felizmente no sufrió sanción, lo que hubiera sido grave dado que no había otro portero desde la deserción de Eizaguirre.

El oro lo ganó Bélgica ante Checoslovaquia, que se retiró de la final, incómoda por el arbitraje. Así que este partido, en principio por el bronce, pasó a ser el de la plata.

Mucho público, por la proximidad de Holanda, por la afluencia de españoles y por el interés que nuestro equipo había ido despertando con sus resultados, sorprendentes para una selección recién nacida, sus alegres noches y los prodigios de Zamora. Entre los seguidores sobrevenidos sobresalía un sefardí, Abraham d’Estambul, propietario de un notable comercio de la ciudad.

Fue el encuentro más sencillo. España ejerció una superioridad plena, subrayada antes del descanso por dos goles de Sesúmaga (5′ y 32′), gran chutador desde cualquier distancia. En el 78′, Pichichi cabecea el tercero, a pase de Moncho Gil. Ya en el 82′, Holanda marca el de la honrilla, en un despeje de Arrate que rebota en un delantero y el balón le cae a Grossjehan, que fusila a Zamora.

El final es clamoroso. Zamora, Pichichi y Sesúmaga son paseados a hombros. Zamora defenderá, hasta el final de sus días, que aquella fue la mejor selección española que nunca llegó a conocer.

Quizá sea momento de decir cómo se jugaba entonces. Mucha gente se pregunta cómo dos defensas podían afrontar a cinco delanteros. No era exactamente así. Los medios ala bajaban a marcar a los extremos cuando atacaban y los interiores se replegaban a la media. En puridad, se parecía al 4-3-3 de muchos años después. Con menos rigor en los marcajes, claro. Ni los pases eran tan precisos como hoy ni el control tan rápido, así que mientras el extremo se hacía con el balón podían acudir el medio ala o el defensa de ese lado. Además, la regla del fuera de juego exigía tres defensores (bajó a dos en 1925) y eso favorecía el repliegue.

El regreso tuvo su anécdota: Zamora fue detenido en San Quintín, en la frontera entre Bélgica y Francia, y pasó una noche en el calabozo. Había escondido el tabaco de todos bajo unas tablas en la plataforma de paso entre vagones. Lo sacó, entre alardes, cuando hubieron pasado los inspectores, pero resultó que se había quedado uno, haciéndose pasar por pasajero, y a Zamora se le cayó el pelo. Él había sugerido el escondrijo y él fue quien lo sacó tan ufano a la vista del inspector camuflado. Luis Argüello se quedó con él aquella noche, en San Quintín, hasta que todo se resolvió y se reunieron con el resto en París.

Alfonso XIII les recibió en San Sebastián, donde se les tributó un homenaje, que incluyó un amistoso de exhibición, titulares contra suplentes.

Aquel triunfo tuvo une eco descomunal en España, y más a partir de la edición del libro del vigués Manuel de Castro, Las gestas españolas en la Olimpiada de Amberes, que tuvo varias ediciones. Aquella plata refutó el pesimismo nacional instalado desde el 98 y avaló el papel del deporte como superación de complejos y mirada sana al exterior. La llegada fútbol a España fue tarea de juventudes ilustradas, enfrentadas a un ambiente castizo y cerrado que rechazaba corrientes extranjerizantes. A partir de Amberes, los futbolistas ganaron prestigio social, la prensa se abrió al fenómeno, el profesionalismo pasó de clandestino a tolerado y pronto a reconocido y los viejos campos crecieron y se construyeron otros nuevos, entre ellos el Metropolitano o Les Corts, con aforos que superaban ya a los de las plazas de toros.

Eso sí: quedó el sello de la furia, que una y otra vez tentaba a los seleccionadores a buscar en ella la gloria perdida. Hasta que llegó Luis Aragonés y lo cambió.