Radomir, con erratas empezó todo
El fin de semana que conocí al míster y a Relaño osciló entre una alternativa gloriosa en el AS y el más justificado de todos los despidos.
Puedo decir que pienso todos los días de mi vida en Radomir Antic y no sólo en estas horas tan crudas y tremendas. El técnico estaba ahí en el verde el primer día que vi un partido de Primera en directo, en aquel debut en sociedad del Alba en el Santiago Bernabéu antes de que le echaran al estilo Valverde del Real Madrid. Pero no lo digo por eso. Ni porque haya dirigido a los tres grandes. Pecaría de frívolo en este humilde y merecido homenaje. Los flechazos deben tener -y tienen- más matices que un simple encuentro casual. En ellos debe haber palabras, suspiros, concesiones y favores. Entre nosotros los hubo. Rado fue la primera persona a la que entrevisté en AS y nuestra conversación telefónica, de casi 55 minutos, osciló durante demasiadas horas entre una alternativa gloriosa y el más justificado de los despidos.
Fue en agosto de 2005. Servidor llevaba únicamente mes y medio en la sección del Madrid, a las órdenes de Roncero, contradiciendo el refrán de que el que mal anda mal acaba. Ávido de gloria, en uno de esos domingos calurosos en los que no hay nada que llevarse a la boca, decidí pedir el número de teléfono de Radomir, más para utilizar la atalaya de la prensa con el objetivo de conocer a un referente que por sacarle alguna cosa buena y fresca. El míster era accesible. Debía haberse levantado hace un rato de la siesta. Estaba en su país, en su casa, con la familia, y parecía estar de buen humor. Me dijo que quién era, qué quería y para qué. Se lo conté, en un resumen que vino a ser más o menos que necesitaba un día de grandeza para ganarme la prórroga de la beca. Con todo lo anterior no había acabado de convencerse de por qué un ganador con tal vitrina tenía que hablar con un veinteañero como yo. Pero ante esta petición de ayuda a un necesitado, no dudó. “Hablar de fútbol es lo que más me gusta en el mundo”. Temblé con su predisposición, claro, por lo que me apresuré a buscar una grabadora mientras le hacía preguntas banales, hasta que por fin recluté las herramientas necesarias para la batalla, me encerré en un despacho y disparé. El entrevistado entraba a todas mis ocurrencias y no paraba de calentarse. Hasta que tiró un dardo de los buenos y se hizo el silencio entre los dos al hablar de un jugador que en esos momentos estaba en boca de todos y al que nadie quería mentar por solidaridad: “Woodgate ha pasado por más clínicas que estadios”. Algo me dijo en mis adentros que aquello le molaría a Relaño.
Acabé la entrevista, después de preguntarle por todo lo que quise, y salí de aquella habitación con el pecho hinchado, como quien se liga a la presa que todo el mundo desea o como si hubiera entrado a un concierto de Sabina sin pagar, apuntado en una lista por la jeta. Levanté la cabeza, me abroché la camisa desabotonada por los calores y me fui hasta Juanma Trueba, subdirector en aquellos momentos, para ver si me daba un breve con aquello o un par de columnas en la página 40. Juanma, que con valentía o irresponsabilidad me hizo escribir una columna de opinión en la página 6 llevando un mes y siendo un meritorio, se levantó de su sillón, me dijo “acompáñame” de forma tajante y me presentó al director para que le dijera por mi boca, y que no se enterara por la suya como le gusta hacer a demasiados jefes, lo que tenía entre manos a esas horas. “Tiene que ir a doble página”, me dijo mi tocayo mirándome de arriba abajo como pensando: "Esto se me está llenando de manchegos”.
Todo esto sólo fue una anécdota. Lo maravillosamente angustioso vino después, en el tiempo que va desde las 18:30 de un domingo hasta mediodía del lunes siguiente. Seré breve.
Transcribí la entrevista con mi velocidad de crucero, a frase y media por minuto. Abrí la doble página que me habían maquetado con la entrevista que ya venía titulada y que los veteranos siempre recomendaban no tocar porque era obra del maquetador de confianza del boss. Eso hice. Cumplí con las recomendaciones y no miré más allá del cuerpo del texto. Volqué la transcripción, la edité, le puse los sumarios, la corregí y la entregué. Pueden ver cómo quedó en la foto que les adjunto más abajo. Desde ese momento hasta mi salida de la redacción había gente que se cruzaba conmigo y me daba la enhorabuena, mientras que algunos otros de mi quinta veraniega me miraban con recelo. Al final, una beca es una borrachera cada jueves y un concurso de supervivencia los seis días restantes de la semana.
No lo oculto. Salí de copas ese domingo. Estaba radiante. Llamé a todo quisqui para que al día siguiente fueran a comprar el periódico, cuando las webs iban a pedales y el papel era una religión. Mi padre estaba angustiado porque no llegaba el alba. A mí, el amanecer me pilló de vuelta a casa, con el subidón en la cabeza y el bajón en los bolsillos. En Diego de León, mi última parada, aún escarbé para encontrar el euro del guardarropa y decirle al quiosquero que me diera el AS, que ahí estaba yo, que era periodista y que había entrevistado al mismísimo Antic. Él era la hostia y yo me lo creía. Hasta que abrí el periódico y releí el titular de la entrevista ciento cincuenta veces, no sé si por el efecto del ron, por los nervios o por la incredulidad. No sólo había una errata en él, ‘Wodgate’ con una o y no dos, sino que además ‘clínica’ no lleva la tilde correspondiente. Un doble gazapo en una entrevista en páginas centrales. Con lo exigente que era Relaño, capaz de recordarte mil veces que habías puesto la hora mal en un breve sobre un acto de la peña madridista de Almansa. Con lo barato que estaba que te mandaran al agujero negro. Ese día supe qué era una taquicardia.
Pensé durante interminables horas en cómo explicarle a mi familia lo ocurrido para su defensa vecinal, en cómo justificar mi despido antes de agotar la beca, de en cómo decirle a Onda Cero que me recuperase para la causa tras haberle dejado tirado cuando me salió esta oportunidad. En definitiva, no fui capaz de dormir ni un minuto, mirando el móvil como el que espera una sentencia de muerte. Mi chica intentó consolarme. Total, no sabía quién era Antic y qué hacía en la vida Woodgate. Para ella, la cosa no era para tanto. No cedí. Ni desayuné ni comí. Pensé hasta en el sabotaje. Fui pasando la mañana como pude, llegué al mediodía con el estómago de un maratoniano, por los efectos de la noche y la descomposición de esta extraña resaca. Hasta que me armé de valor, me recompuse y enfilé el camino al periódico como quien va al matadero. Curiosamente nadie aún me había reprochado nada y todo eran felicitaciones.
Al entrar a AS, cabizbajo, Relaño vino hacia mí para estrecharme la mano y me dijo que a Antic le había encantado la entrevista. Ese día confirmé que en España se lee menos de lo deseado, que vivíamos mejor sin redes sociales y que lo verdaderamente importante es el mensaje, se escriba bien o mal el enunciado: Radomir, te kiero.