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El milagro de los Juegos de Melbourne

La cita olímpica del año 1956 consiguió salir adelante pese a muchos obstáculos por los conflictos internacionales y las guerras internas.

Ron Clarke enciende el pebetero.

Descontados los baches provocados por las dos guerras mundiales, que se llevaron por delante las ediciones correspondientes a 1916, 1940 y 1944, los Juegos Olímpicos nunca estuvieron bajo la amenaza del aplazamiento, aunque sí sufrieron importantes boicoteos. La edición que más peligro corrió fue la de Melbourne 1956, que sobrevivió milagrosamente.

Para empezar, nació con fórceps. Salió ganadora en el Congreso de Roma por un solo voto. Se presentaron otras ocho ciudades. Seis de Estados Unidos, donde no hubo acuerdo para que acudiera una sola y pugnaron entre sí Los Ángeles, San Francisco, Detroit, Chicago, Minneápolis y Filadelfia. También estaban México y Buenos Aires. Australia representaba una opción difícil, llegada de un rincón del mundo visto como el gran penal del Imperio Británico, situado donde el viento da la vuelta. Y habrían de hacerse entre noviembre y diciembre, en el verano austral.

Las sucesivas votaciones fueron eliminando a las seis ciudades norteamericanas y a México. Mano a mano Buenos Aires y Melbourne, las dos con el reclamo de ofrecer los primeros Juegos en el hemisferio Sur. Ganó Melbourne por un voto. Pudo la influencia anglosajona con el argumento de añadir un tercer continente como sede de los Juegos. Y no olvidemos que los cinco aros representan los cinco continentes. Todo bien argumentado por sus impulsores, entre los que estaba el padre de Rupert Murdoch.

Pronto surgieron problemas de financiación, debidos a los celos de Sidney, que frenaba al gobierno. Avery Brundage, presidente del COI, pensó muy seriamente trasladarlos a Roma, donde se adelantaban preparativos para 1960. Sobre el límite, el gobierno cedió y aportó las cantidades necesarias.

Entonces surgió el problema de la hípica. Las leyes en Australia eran inflexibles: los caballos que llegaran a Australia tendrían que pasar seis meses de cuarentena. Algo inimaginable para los competidores. Se improvisó una solución: disputar la hípica en Estocolmo, y en las fechas tradicionales, en junio. Una violación de la carta olímpica, que fija que se dispute todo en la misma ciudad. Se agarraron a un leve precedente: en Amberes 20, algunas pruebas de vela se disputaron en Holanda.

Salvado todo eso, a un mes de la inauguración sobrevinieron dos crisis apabullantes. Por un lado, Nasser nacionalizó el Canal de Suez, de propiedad de Francia y Reino Unido, y estos dos países, más Israel, invadieron Egipto. Casi simultáneamente, hubo un levantamiento en Hungría contra el dominio soviético. Tras varios días de algaradas, los tanques de Kruschev entraron en Budapest. Aquello se tradujo en centenares de fusilados, miles de encarcelados y un éxodo de 200.000 húngaros, consecuencia del cual fue la llegada a España de los Puskas, Kocsis y Czibor entre otros.

Dos crisis de aúpa que estuvieron a punto de mezclarse, porque la URSS ofreció su apoyo a Nasser. Estados Unidos presionó a Francia, Reino Unido e Israel para que se retiraran a fin de que aquello no desembocara en un pandemónium. Los aliados habían tomado la península del Sinaí, pero tras la victoria militar sufrieron una derrota política que dejó a Nasser convertido en paladín de la causa árabe.

El estadounidense Hal Connolly y la checoslovaca Olga Fikotova.
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El estadounidense Hal Connolly y la checoslovaca Olga Fikotova.

El mundo quedó enfrentado. En Occidente hubo una oleada de exigencias de veto contra la URSS, al tiempo que Egipto y sus socios árabes exigían el veto a Francia, Reino Unido e Israel. Paralelamente, la República Popular China, la China continental de Mao, exigía el veto de la que entonces llamábamos China Nacionalista o China de Chiang Kai Shek, por el anterior mandatario del país que, expulsado por Mao, se había hecho fuerte en Formosa, hoy Taiwan.

Tras frenéticas gestiones entre el COI y las cancillerías de todo el mundo, los Juegos se salvaron milagrosamente, apelando al viejo concepto de tregua sagrada y a la ilusión de los deportistas. Finalmente, sólo se mantuvieron en sus posturas iniciales Egipto, Líbano e Irak por la Guerra del Sinaí, España, Holanda y Suiza por el aplastamiento de Hungría, y la China de Mao porque no se atendió su requerimiento. Hungría fue, claro, llevada por la oreja por la URSS. Muchos de sus deportistas aprovecharían para asilarse en Australia o Estados Unidos.

El boicot de España tuvo como mayor damnificado a Joaquín Blume, sensacional gimnasta, que hubiera luchado por el oro con el ruso Titov y en todo caso era medalla segura. Un año antes de los Juegos de Roma fallecería en accidente de avión.

Aún hubo un incidente chusco. Al paso de la antorcha por Sidney (siempre Sidney), se coló un estudiante de químicas llamado Barry Larkin con una fabricada en casa con la pata de una silla, una lata y dos calzoncillos en el interior empapados en gasolina. La gente le tomó por el auténtico, llegó al balcón del Ayuntamiento y se la entregó al alcalde, que ya leía su discurso cuando apareció la llama verdadera. El gesto de Larkin era una protesta porque la primera llama olímpica ardió en 1936, en el Berlín de Hitler.

Con todo, resultaron unos buenos Juegos, inaugurados en la fecha prevista por el Duque de Edimburgo. Hubo figuras destacadas, algunos cuyos nombres aún resuenan y sobre todo una historia de amor que dio la vuelta al mundo, entre el norteamericano Hal Connolly y la checoslovaca Olga Fikotova, ganadores del oro, él en martillo, ella en jabalina. El gobierno checoslovaco, títere de Moscú, no permitió en principio el viaje de Connolly a Praga para la boda. Finalmente accedió tras mediación de Zatopek, héroe nacional. Se casaron en Praga por los ritos civil, católico y protestante y se instalaron en Boston, donde tuvieron cuatro hijos.

Hubo, sí, mucha violencia en la final de waterpolo entre la URSS y Hungría. Ganaron los húngaros 4-0, pero las peleas nublaron el sol. La imagen del húngaro Erwin Zádor retirado sangrando por la ceja nos recordó la dura verdad.

Pero todo lo compensó un final feliz: el estudiante local de origen chino John Ian Wing sugirió que en la ceremonia de clausura desfilaran todos los atletas bajo una sola bandera, la de los cinco aros, y así se hizo.

Un bellísimo y esperanzador epílogo para los Juegos Olímpicos más difíciles de sacar adelante hasta la fecha.