Ni rastro de los Bad Boys: los Pistons, un equipo a la deriva
Un presente sin esperanza y un futuro lleno de problemas: los Pistons son una de las franquicias con una situación más compleja de la NBA.
Los Pistons se han llevado su crisis, un bache pantagruélico de resultados y juego que parece más estructural que coyuntural, a la Conferencia Oeste, donde casi en cualquier ciudad te espera una jauría dispuesta a cebarse en unas deficiencias que son, en este caso, muchas y muy visibles. De hecho, tantas que Dwane Casey parece ya desesperado (todo lo que trasluce ese estoico perfil que parece cincelado en ébano), fuera de su libro de estilo como entrenador, probando cosas como síntoma horrible para un entrenador al que no le gusta nada probar cosas. Su equipo, que ahora mismo apenas compite, está 17-23, ha perdido nueve de sus últimos once partidos y se descuelga de una lucha por los dos últimos puestos de playoffs del Este en los que uno caería dentro solo con dar los pasos justos y hacerse después el muerto. Ni así: Heat, Nets, Hornets y Magic (y ahora mismo si se apura hasta los Wizards del qué bien nos la pasamos sin John Wall) parecen candidatos más fiables. Si uno mira las cuentas económicas y las aspiraciones más o menos realistas de estos Pistons 2018-19, estamos ante un desastre mayúsculo porque solo hay una cosa peor que el presente del equipo de la MoTown: su futuro.
Pero no su pasado. No, maldita sea. Los Pistons son historia del baloncesto, historia de una NBA a la que precedieron. Me imagino que quizá a las generaciones más jóvenes de aficionados esto les olerá a ropa vieja. Y supongo que, fuera del noveno círculo del infierno League Pass en el que habitamos (¿felizmente?) unos cuantos, habrá aficionados a la NBA más o menos estables y fieles que llevarán años sin ver un mísero partido de los Pistons. Ahora mismo una buena práctica, pero si abrimos ángulo de cámara una desgracia porque hablamos de una de las franquicias infaltables, apasionantes, polarizantes y en definitiva, clásicas. Una cuya historia está llena de enemigos, como tiene que ser. Y más en su caso, porque uno siempre imaginaba que del techo del viejo Palace colgaban, más que banderas de campeonatos, cabelleras de rivales derribados.
Los Pistons fueron como una revolución industrial parida en las calderas del infierno. No eran simpáticos, no eran duros pero entrañables. Eran malos. No se les llamaba Bad Boys con una sonrisa cómplice sino con desprecio, miedo y en muchos casos (véase Michael Jordan) un asco en gran parte justificado. Fueron el despertar abrupto del sueño con el que Magic Johnson y Larry Bird sacaron de la UCI a la NBA, una lluvia de golpes que hilvanó a palos la era de aquellos con la de Michael Jordan. Un puente con alambre de espino.
Pocos equipos se han enraizado de una forma tan poderosa y semántica con su ciudad. Casi predestinados a acabar en la ciudad del motor: en Fort Wayne ya nacieron como los pistones (1941) por la fábrica de piezas para motores de su fundador Fred Zollner. Él se llevó en 1957 el equipo a Detroit porque este era por entonces el quinto mayor mercado de EE UU. Los Pistons son tan viejos que han sido campeones de la Conferencia Oeste y de la Este. Que estuvieron en la NBL y la BAA, hacia una NBA que dio pasos definitivos con la cocina del propio Zollner como centro de operaciones. Tan viejos que ya estaban metidos en líos de posible compra de partidos en las Finales de 1955, contra los Nationals. Tanto que heredaron el baloncesto profesional de una ciudad de la que emigró, por raro que suene, el embrión de los Lakers: los restos del naufragio de Detroit Gems (NBL) acabaron convirtiéndose en los Minneapolis Lakers.
Y sí, los Pistons fueron los Bad Boys que se gestaron a principios de los 80 y ganaron los anillos de 1989 y 1990, cambiando literalmente de tomo la historia de la NBA. Fueron el equipo que obligó a Michael Jordan a hacer pesas como un poseso en verano, que hizo que los Bulls recurrieran al triángulo ofensivo de Phil Jackson, que crearon las Jordan Rules para hacer sudar cada punto y llenar de moratones al mejor jugador del mundo con una estrategia defensiva milimétrica y ultra física. Fueron seguramente lo contrario a lo que muchos han idealizado después (o traducido para el consumo de masas), algo que provocaría más escandalos que bromas virales en esta época de redes sociales y narrativas algo cursis... y también y finalmente un equipo de baloncesto mucho mejor de lo que le conceden quienes solo hablan de la leña que daban. Que la daban sin parar. Los Pistons son también el equipo de 2004, la reencarnación del mismo espíritu en otra época y ante rivales siempre más mediáticos, más guapos, famosos y a priori creados para ganarles sin despeinarse. Pero el campeón de 2004 ya era más Robin Hood que Capone, más fácil de querer que el de tres lustros antes, una dinastía improbable en el Este (seis finales de Conferencia seguidas entre 2003 y 2008) creada con deshechos de otras fábricas, una increíble reunión de personalidades en el momento adecuado y el lugar oportuno que remachó en febrero de 2004 la llegada de Rasheed Wallace. Por entonces, la bestia de Michigan ya afilaba los colmillos mientras la NBA tenía el foco fijo en la hoguera de las vanidades de los últimos Lakers de Shaquille y Kobe. Otra era que cancelaron los Pistons.
Los Pistons son todo eso y por eso resulta especialmente doloroso ver a la franquicia dar palos de ciego sin ser capaz ni de ensamblar un equipo nivel templado en un Este en el que tantos están en el congelador. En el inicio de temporada estuvieron 13-7, y parece que en ese tramo casi todo lo bueno que podía ofrecer la plantilla acual con el Mejor Entrenador de la pasada temporada, Dwane Casey. Desde entonces, el horror.
Los Pistons han ido a playoffs una vez en las últimas nueve temporadas. Y no ganan un partido en eliminatorias desde 2008. Y eso, insisto, en el Este de los últimos años es especialmente grave y absolutamente significativo. Los Pistons se mudaron en 2017 al downtown de una Detroit que trata de dejar de ser una ciudad fallida tras el hundimiento de la industria del automóvil. Dejaron el viejo Palace (el de los anillos, también el de la histórica pelea del Malice in the Palace) y siguieron la linde de los pabellones que son mucho más que pabellones en los corazones de ciudades reestructuradas y para estrategias de dirección deportiva nuevas. Nadie se resiste a ello, ni el viejo Oracle al que le quedan unos meses de Warriors antes de convertirse en un buque hundido que irá desdibujándose en las aguas de la frontera este de Oakland, el lado duro de la Bahía de San Francisco. Paisajes olvidados de otra generación, parkings gigantescos e instalaciones marchitas. Otros tiempos y un cambio de piel que en Detroit cuesta. Ningún pabellón de la NBA tiene sus entradas en mercado secundario (la reventa legal de las competiciones estadounidenses) tan baratas como el Little Caesars Arena de Detroit, donde la asistencia apenas ha subido cuatro puntos porcentuales (ronda el 82%) con respecto a los (malos) últimos tiempos en el Palace. Todo lo demás importa, cómo no, pero al fin y al cabo son los equipos los que abren los caminos. Y estos Pistons están varados en tierra de nadie.
Finalmente (y este año se le puede medir sin lesiones) Reggie Jackson no ha sido nada más que un base unidimensional, que juega bien solo de una manera, obliga a demasiado para lo que aporta y sigue creyéndose mejor de lo que es en realidad. Y Andre Drummond no ha evolucionado (pareció hace un par de años que podría hacerlo) en un jugador que traslade sus estadísticas a la temperatura de su equipo, y desde luego no es el pívot ideal para esta época. Últimamente es difícil hasta concederle que lo hubiera sido en cualquier otra. En el último draft los Clippers eligieron a Shai Gilgeous-Alexander en el número 11 tras jugar (los Hornets se llevaron a Miles Bridges) con el pick que le sacaron en el traspaso de Blake Griffin (que no tiene culpa de nada) a unos Pistons cuyas primeras rondas en años anteriores habían sido Luke Kennard (12), Henry Ellenson (18), Stanley Johnson (8), Kentavious Caldwell-Pope (8), Andre Drummond (9), Brandon Knight (8), Greg Monroe (7) y Austin Daye (15). Eso desde 2009, con seis lottery picks y cinco top 10. En ese tiempo también draftearon por abajo a Khris Middleton y Spencer Dinwiddie. El primero salió como relleno el trade con los Bucks en el que se cambiaron los cromos de Knight y Brandon Jennings. El segundo fue traspasado a los Bulls por Cameron Bairstow.
Por los últimos años de los Pistons se puede hacer una espeleología del desastre que lleva hasta donde uno quiera descender. A la apuesta por Stuckey como base titular tras el adiós de Billups, traspasado a Denver por Allen Iverson. Al verano (2009) de los contratos altísimos a Ben Gordon y Charlie Villanueva (firmaron 90 años en cinco años entre los dos). A la llegada de Tom Gores en 2011 y por mucho menos de lo previsto (325 millones) como propietario muy a contrapelo de una franquicia como los Pistons: multimillonario con moreno de Beverly Hills que pisa poco Detroit y que últimamente se pilla los dedos en sus discursos con respecto al futuro del equipo, desorientado entre la reconstrucción y la apuesta a corto plazo. O se puede mirar, simplemente, el baile de entrenadores que empezó con Michael Curry (un caramelito que devoró Iverson en 2008) y que patinó donde más esperanza había (y a priori con razón): Stan Van Gundy no se hizo con las riendas de la franquicia y se fue con muy, muy mal sabor de boca (y seguramente rumbo a la jubilación) después de cumplir cuatro (2014-18) de los cinco años que firmó por 35 millones de dólares como entrenador y presidente de operaciones, una doble figura que fue una moda pasajera... y notablmente nociva en la liga.
De los restos de ese naufragio (el heredado por Casey y, en los despachos y por ahora, Ed Stefanski), unos contratos que incluyen 5,3 millones esta temporada y 5,3 la próxima para Josh Smith, que jugó su último partido con los Pistons el 21 de diciembre de 2014. Es el sexto salario de una plantilla en la que le preceden Blake Griffin (34 millones), Drummond (25,4), Reggie Jackson (17), Jon Leuer (10), Langston Galloway (7) e Ish Smith (6). Todo ese dinero invertido en esos jugadores es una fórmula cuyo resultado no es ganar eliminatorias de playoffs, se ordenen como se ordenen los factores. Y lo peor es que los Pistons, que gastan más de 123 millones esta temporada, tienen asegurados ahora mismo en plantilla 118 para la próxima y más de 74 para la 2020-21. Griffin (cuya llegada provocó la salida de Tobias Harris, que triunfa en los Clippers y será muy cotizado en el próximo mercado veraniego) tiene otras dos temporadas y player option para la 2021-22 (38,9 millones, tendrá 32 años). Drummond tiene su player option de 28,7 millones para la 2020-21 (y un trade kicker del 8% en caso de traspaso) tras el contrato de 125 millones por cinco años firmado en julio de 2016. Reggie Jackson y Leuer ganarán casi 28 millones entre los dos la próxima campaña... Un embudo infernal para un equipo al que no le ha salido casi nada bien a partir de una premisa que le honra: no tankear. No al menos de forma estructural y planificada, no con planes de producción de derrotas a uno o varios años vista.
No todas las decisiones de la franquicia a través de estos años han sido crímenes contra el sentido común. También influyen la mala suerte y los planes que no salen como uno espera o como los más optimistas proyectan. Y generalmente los constructores de equipos se ven obligados a ser optimistas crónicos. Pero la última década de los casi siempre orgullosos Pistons no se explica sin errores, muchos y graves. Ahora el equipo está muy corto de talento y muy largo de salarios, con el valor de mercado de Drummond y Reggie Jackson bajo mínimos y sus jóvenes (Stanley Johnson como mejor ejemplo) lejos de lo que prometían en sus respectivas noches de draft. Todos esos planes que se fueron torciendo, las planificaciones entre dos aguas y los contratos que pesan toneladas, saltan a la pista cada noche con estos horribles Pistons que han empezado 2019 como uno de los equipos más descorazonadoramente malos de toda la NBA. Y que están, y eso siempre resulta especialmente duro, muy lejos de su propia historia. Lo suficiente para que se corra el riesgo de que esta caiga en el olvido. Espero de corazón que no acabe siendo así.