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OPINIÓN

Se va Navarro: hasta siempre y gracias por todo, Bomba

Juan Carlos Navarro cierra una legendaria carrera en la que lo ha ganado todo con el Barcelona y la Selección. Adiós a una leyenda.

Para los que vimos ya con los ojos como platos aquella final de Lisboa de los Júniors de Oro (25 de julio de 1999: hace más de 19 años), el adiós de Juan Carlos Navarro tiene un obvio componente de melancolía. Una sensación de pérdida que ya comenzó cuando el escolta dejó la Selección hace casi un año y que se empeñan en evitarnos la vigencia de Felipe Reyes y sus codazos en las zonas de la Euroliga o la de Pau Gasol y su gigantesca carrera NBA. Pero si algo definirá a la generación que cambió para siempre el baloncesto español, y que fue una de las imágenes de portada de la mejor era de nuestro deporte, no son los números, que también (el currículo de Navarro es, de hecho, un tomo de la historia del baloncesto europeo). Ni los títulos, que evidentemente son la razón última. No: lo que mejor explica a aquellos Júniors de Oro ahora campeones de todo y con una trayectoria que constituye una mitología en sí misma, es que con ellos se va a ir (se está yendo) algo de nuestras vidas. Cómo no, después de verles debutar, prometer, despegar y superar cualquier frontera que les imaginamos (y eran muy lejanas)...

Eso pasa con Navarro: en el momento en el que se consuma su adiós no importan las lesiones y los problemas de las dos últimas temporadas, terribles para el Barcelona, en las que se perdió 52 partidos oficiales de 143 totales. No viene a la cabeza una despedida que su club desde los doce años (su club: dicho con toda la intención y con la excepción del curso en Memphis) debería haber gestionado mejor. Ni el debate sobre si tuvo que estar o no en el Eurobasket 2017. Lo que queda es la gratitud. Los recuerdos, las tardes en las que puso frente a la televisión a la España que normalmente no ve baloncesto. Los gestos de asombro de los rivales, las sonrisas y la estela del jugador al que siempre había que ver porque siempre hacía algo. Por eso esa melancolía que explicó Ray Bradbury: somos lo que amamos y amamos lo que perdemos.

Navarro sería el mejor jugador de nuestra historia si no existiera Pau Gasol, el amigo inseparable junto al que convirtió a España en el rival al que, por una vez, los demás soñaban con ganar. Pero, con su 1,93, Navarro ha sido más mágico, más difícil de explicar: un anarquista magnético, un anotador bohemio de rachas imposibles, triples desde cualquier parte, penetraciones por zonas colapsadas, scoutings de los rivales en la papelera. Puntos, victorias y títulos para un competidor disfrazado de jugador callejero, para un referente que entre 2000 y 2017 solo se perdió dos grandes torneos de la Selección... y los dos por lesión. Cualquiera que haya seguido los pasos de Navarro tendrá un recuerdo personal y especialmente grabado, un partido más vívido que los demás en la memoria. Ese es su legado: la alegría con la que jugó y la sonrisa con la que le vimos jugar. Los récords y los trofeos al aire pero, sobre todo, el pedazo de lo que somos que se nos va con él. Gracias y hasta siempre, Bomba.