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ALFREDO MATILLA

Capitán Tite

El seleccionador de Brasil rota el brazalete. El efecto es psicológico (olvídense de las supersticiones): para entenderlo y apoyarlo es bueno haberlo vivido.

Tite con Neymar.
Maddie MeyerGetty Images

Un Mundial siempre deja muchas imágenes que aguantan el peso de los años. De Rusia rescataremos, por encima del resto, la de Lopetegui saliendo por la gatera sin haber comenzado aún a rodar el balón. Estamos obligados también a contarles a nuestros hijos o nietos que una vez Alemania hincó la rodilla. Y recordaremos, como una alucinación, que Messi resucitó entre nigerianos cuando la pala ya le cubría de tierra. Con Maradona dando el cante será mejor hacernos los suecos si alguien pregunta, cambiar pronto de tema o recurrir, para no cargarnos el mito, a que una vez le vimos en Sevilla dar mil toques a una mandarina. Estas son estampas dignas de mención porque están siendo trascendentales. Pero no son las únicas. De las secundarias, de las que uno se fija pero no almacena, de esas de las que no hablaremos cuando el Mundial se juegue dentro de tres décadas en Guinea-Bissau o Mauritania, hay una que me ha llamado la atención por inusual y sorprendente: Brasil cambia su brazalete de capitán en cada partido por orden de su seleccionador.

Hay quien directamente no lo entiende y hay otros que, tras intentar descifrar los motivos, no los comparte. Y, en cierto modo, los comprendo: vivimos en una sociedad en la que vemos a diario que soltar el bastón de mando cuesta demasiado, y en la que hasta hace nada ha sido normal tener un presidente de la Federación como Villar, que ha sobrevivido a tres Papas, a dos Reyes, a cinco presidentes del Gobierno y hasta un cambio de moneda. Hay otros amigos que llevan esta fase de grupos confundidos, maldiciendo porque Neymar no es el capitán a diario de la canarinha o aplaudiendo porque Marcelo, Thiago Silva y Mirando ya hayan ejercido de jefes. Son los que estos días me han preguntado a portagayola qué me parece la idea, por qué creo que lo hace Tite y qué efecto considero que tiene. Mientras armo los argumentos, siempre les contesto que el efecto es psicológico (olvídense de las cábalas y de las supersticiones), y que para entenderlo y apoyarlo, es bueno haberlo vivido.

No hace falta haber sido o ser un profesional del fútbol para saber de actitudes, roles y sentimientos. Pónganse en contexto: en la pachanga de la empresa o en la competitiva liga del pueblo. No es lo mismo jugar con el 2 a la espalda que con el 10. Como tampoco tiene el mismo rendimiento que haya árbitro o no, que la novia o novio esté presente, que el encuentro sea con afición o en la intimidad, que se anuncie el derbi local como un duelo oficial o que se sepa de antemano que estamos ante un amistoso. La simbología tiene sus efectos. Sobre todo en la mente. El brazalete es algo más que una banda elástica enrollada en el brazo. Es un signo de mando, responsabilidad, jerarquía, ejemplaridad, autoridad y liderazgo.

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Yo tuve la suerte de tener un entrenador que cambiaba los dorsales y los repartía entre la plantilla con la intención de cambiar las conductas, rescatar virtudes y superar complejos. Al jugador de calidad, al 8 o al 10, le daba el 3 para que se metiera en la película y endureciera su juego. Al más lento de los mediocentros (6 u 8) le entregaba el 7 o el 11 con el objetivo de que pensara que debía mover las piernas a toda velocidad como si fuera un extremo. Al gallito le baja los humos con el 15 y, al apocado, le daba el 9 para que sacara el pecho. Y así sucesivamente. Lo hacía hasta el punto de que en los entrenamientos, para potenciar su estrategia, modificaba los papeles de forma innovadora para tratarse de los noventa. El delantero jugaba un rato de central para mejorar su juego aéreo, el lateral era pivote para aprender a girarse y jugar a uno o dos toques, el portero hacía de libre para aprender a resolver acciones con los pies y al más bronco lo ponía a arbitrar la pachanga para concienciarse a base de recibir reproches y solucionar adversidades. Lo prometo, los efectos eran tan mágicos como estudiados. Servidor, que era bastante blandito, llegó a ir al choque sin seguro, saltar de cabeza sin cerrar los ojos y robar un balón tirándose al suelo. Qué sería de mí si no hubiera recuperado pronto el 4.

Tite, que sabe de los poderes de la psicología deportiva y los cultiva pese a que oficialmente ningún profesional de esta área está incluido en su staff, ha tomado hasta 17 veces esta decisión de rular el brazalete desde que tomó el mando. Y lo hace con una doble intención: quitar presión al futbolista que estaba habituado al peso de la capitanía (Thiago Silva) y, a la vez, responsabilizar a todos de que si gana o pierde uno, ganan o pierden todos. Al final esto es un deporte de equipo y él lo mima. A la Brasil que juega en Rusia no le va nada mal: está en octavos, mira el calendario con fe y se muestra al mundo como una familia feliz sin tener que depender de un solo líder deportivo y espiritual. Tite tiene la culpa. ¡Oh capitán, mi capitán!