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Masopust, Balón de Oro con sordina

El Balón de Oro ha premiado, casi sistemáticamente, a brillantes estrellas del juego de ataque. La primera excepción fue Josef Masopust, medio del Dukla de Praga, en 1962. Curiosamente, en su país se puso sordina al premio. El pretexto oficial fue la prioridad comunista de lo colectivo frente al individuo. La razón real fue que la URSS vio con recelo que el primer Balón de Oro caído tras el telón de acero no fuera para un soviético.

Masopust nació en 1931 en un pueblo minero, Strimice, en plenos Sudetes. Un pueblo en el que convivían niños checos y alemanes con normalidad, en las escuelas. Pero esa normalidad se acabó cuando en 1938 Hitler se anexionó los Sudetes, con la complacencia de Francia e Inglaterra. “La normalidad se rompió ahí. Los alemanes se quedaban con todo. Muchos pidieron la nacionalidad alemana para que las cosas les fueran mejor. Mi padre, minero, no quiso, nosotros seguimos siendo checoslovacos”, contaba en una entrevista en France Football para el libro conmemorativo (sensacional) del 50º Aniversario del premio.

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Y tanto que los alemanes se quedaron con todo. Sacando y sacando carbón, volatilizaron el pueblo para excavar bajo él. Ya no existe. Los Masopust, como todos los vecinos, se trasladaron a Most, donde empezó a jugar. Con 17 años ya le fichó el Teplice, con el que debutaría en Primera. Pero en el Teplice iba a durar poco. Cuando le llegó la hora del servicio militar, fue requerido por el Dukla de Praga, el equipo del Ejército, que tenía derecho de pernada. Todo buen jugador que pasaba por el obligatorio servicio militar era inmediatamente requisado para el Dukla. Eso le dio gran fama y admiración fuera de Checoslovaquia, pero le hizo ser muy odiado en su propio país.

Masopust jugaba en el medio campo. Eran tiempo del 4-2-4, él era uno de los dos que sujetaban la media, en el Dukla o en la selección. Le vi jugar en el Bernabéu en 1965, ya Balón de Oro, en Copa de Europa, quizá el mejor partido de la carrera de Amancio, que hizo tres goles esa noche. Me impresionó el Dukla, con su equipación originalísima, camiseta violeta con mangas amarillas, como los pantalones y las medias. Resultaba. Masopust era el mariscal de todo aquello, bajaba, subía, jugaba en corto, en largo, se ofrecía, socorría. La gente discutía si era diestro o era zurdo. Viéndole jugar se entendía por qué le habían dado el Balón de Oro tres años antes, rompiendo una serie hasta entonces ininterrumpida de estrellas del ataque: Matthews (56), Di Stéfano (57), Kopa (58), Di Stéfano (59), Luis Suárez (60) y Sívori (61). El suyo se lo ganó a Eusebio, por 65 puntos a 53.

Aquel premio se lo debió al Mundial de Chile. Checoslovaquia llegó a la final, pero la perdió con Brasil 3-1, en una tarde catastrófica de su portero, Schroiff, que justo antes del partido había sido elegido mejor portero del campeonato. El marcador lo había abierto Masopust, en una llegada rápida al área, con una pared y toque suave bajo la salida de Gilmar. Luego, Schroiff se descosió y Brasil se llevó el título.

Masopust hizo un gran mundial, empezando por el primer partido, contra España. Nuestra selección había ido casi como favorita, con Di Stéfano (que arrastraba una lesión y se quedó finalmente sin jugar) Puskas, Luis Suárez, Gento, Peiró, Del Sol… Los checoslovacos esperaban el partido tan encogidos que su seleccionador, Rudolf Vytlacil, llegó a decirles: “Tengo una noticia sensacional: España sólo va a sacar once, los mismos que nosotros”. Todos rieron y salieron animados. Masopust dio un curso, como en los restantes partidos.

En el mismo grupo estaban México y la propia Brasil. Jugando contra Checoslovaquia, Pelé sufrió un desgarro y quedó inútil para el resto del campeonato. Le pusieron de extremo y de cuando en cuando le enviaban el balón para desahogar el juego. Masopust prohibió a sus compañeros que le entraran: le parecía ventajista intentar quitar el balón a un lesionado. Pelé se lo agradeció con unas declaraciones que ensalzaban su nobleza: “Es un ejemplo de juego limpio para todo el mundo del deporte”.

Su carrera fue la propia de un jugador de la Europa socialista de aquellos años. Tenía un sueldo como militar, 40.000 coronas, más que las 25.000 del salario de un trabajador, pero infinitamente menos de lo que hubiera podido ganar con el futbol en Occidente. Muchos intentaron su fichaje, pero no le dejaron salir hasta los 37 años, en agradecimiento a sus servicios. Fue entonces cuando tuvo su primer contrato profesional, con el Molenbeek, en la Segunda División belga. Tuvo que pagar al Estado la mitad de su estipendio. El primer año fue máximo goleador del equipo, desde la media, y subieron a Primera, donde jugó un curso y se retiró con 39 años. Esa fue toda su experiencia en el futbol profesional de Occidente.

Luego fue entrenador del Dukla, del Brno (al que hizo campeón), seleccionador nacional y hasta tuvo un contrato para entrenar en Yakarta a la selección juvenil.

En 2001 el Madrid viajó a Praga, a jugar contra el Sparta. En As aprovechamos la ocasión para localizarle y visitarle. Vivía en un piso modesto, en las afueras, en un bloque típicamente comunista, de unos setenta metros cuadrados. Ahí tenía, en un humilde armarito, sobre la televisión, su entrañable Balón de Oro, entonces más pequeño y con peana más modesta que el de ahora. Nos contó el silencio que provocó su Balón de Oro:

“Vino Urbini, subdirector de L’Equipe, a dármelo, en abril, en el prolegómeno de un partido contra el Benfica. La prensa recogió un recuadrito ese día, eso fue todo. Mucha gente ni se enteró. La idea del comunismo era que el colectivo era más fuerte que el individuo, y que premios así eran propios del Occidente capitalista. Pero el año siguiente lo ganó el ruso Yashin, portero de la URSS, y su figura gozó de una enorme exaltación en todos los países del entorno, incluido el mío, que festejaron su Balón de Oro como una gran cosa, como un orgullo del fútbol de la órbita comunista. Entonces me dijeron, ya en confianza, que no habían celebrado el mío ‘porque no conviene incomodar a los rusos’. Entendí que si Yashin lo hubiera ganado antes que yo, las cosas hubieran sido distintas”.

Su recelo hacia los rusos era patente. Achacaba la derrota en la final ante Brasil, más que a los fallos de Schroiff, al arbitraje del ruso Latychev: “Se notaba que no quería que ganáramos de ninguna manera. Hubo un penalti claro de Mauro que no pitó”.

Le llevamos al hotel del Madrid. Amancio, Gento y Di Stéfano habían acompañado al equipo. El reencuentro fue de verdad emotivo, se sentía la admiración mutua entre ambos. Tiró de algunas palabras de español y de un intérprete que aportó el hotel. Di Stefano y él habían jugado juntos dos partidos célebres, el del Centenario del futbol, en 1963, Inglaterra-Resto del Mundo, y el homenaje a Stanley Matthews, también con una selección mundial. Bromearon sobre la falsa noticia de su muerte lanzada por el sitio oficial de la UEFA en 1996, en el curso de la Eurocopa. ¿De dónde saldría ese error? No supo decirlo. Por fortuna, la vida le respetó hasta 2015, y con el cambio de siglo fue proclamado mejor futbolista checoslovaco del Siglo XX, por delante de los Bican, Viktor, Planicka y Nedved.

No pudo quedarse todo el tiempo que hubiera querido, porque su mujer estaba muy enferma y a él, con su pensión, no le llegaba para contratar a nadie que pudiera cuidarla. La había dejado a cargo de una vecina y no quería abusar.

Los tres madridistas se quedaron comentando qué distintas habían sido sus vidas de la de él.