Las lágrimas de San Siro
Llegué a San Siro muy temprano. Apenas pasaban unos minutos de la una del mediodía. Hasta la steward de seguridad, una italiana muy simpática que me terminó confesando que tifaba por el Inter (Mourinho es su ídolo), me preguntó extrañada qué hacía en el pupitre de prensa ¡a casi ocho horas de la final! No supe explicarle muy bien el porqué de mi decisión. Pero me vio la cara tan tensa y el gesto tan recio que imaginó el volcán de emociones que me tenían bloqueado. No era un día cualquiera. Era la final de la Champions. Y además contra el Atleti. Me había paseado a primeras horas de la mañana por la ciudad de Milán (el Duomo, la Scala…) y desde el taxi comprobé el ambiente festivo de ambas aficiones. Pero no quise bajarme en la Fan Zone del Madrid. Sabía que si lo hacía me dejaría llevar por el buen rollo de los vikingos desplazados hasta allí y me habría terminado liando con ellos hasta la cinco de la tarde, hora fijada para cerrarla por seguridad.
Me daba pánico imaginar que podía haber un problema con el Metro o que dejase de haber taxis en la ciudad por la gran demanda existente. En Lisboa casi me pasó y me dije: “Tomás, hoy no puedes correr riesgos”. Así que la final empezó para mí en San Siro muchas horas antes. Miraba desde un silencio espectral sus majestuosas gradas vacías. Me congratuló ver que la afición del Madrid iba a ocupar la Curva Nord, la que ocupan habitualmente los tifosi más apasionados del Inter. Era una manera de empezar a ganar la final, porque los atléticos habían venerado la figura del Cholo como jugador neroazurri y al ver allí a la tropa vikinga, a más de un ‘indio’ se le rompieron los esquemas. Las finales también se ganan desde la grada…
Del partido no les voy a contar nada que ya no sepan a estas alturas. Eso sí, la tanda de penaltis casi me deja sin salud para los próximos meses. El hecho de que Ramos y Cristiano tirasen los lanzamientos claves me bloqueó. Recordé el calvario que mis dos grandes ídolos tuvieron que sufrir por fallar en la noche fatídica del Bayern en el Bernabéu y me temía un tsunami de palos al sevillano y al portugués si no veían puerta. Pero ellos me demostraron por qué son unos números uno. No les tembló el pulso al lanzar hacia la jaula de Oblak. Lloré de alegría. Como casi siempre. Aclaro a los que me llaman lacrimógeno que jamás he llorado por perder. En esos casos, mi orgullo me impide mostrar la herida. Pero una vez consumada la gloriosa Undécima, tengo que decirles que los planos que me daba el monitor de televisión en San Siro de Juanfran, de Fernando Torres y de muchos hinchas del Atleti, me dejaron pensativo. El fútbol es pasión. Y amor incondicional a unos colores. Yo era muy feliz por estar del lado de mi sagrado equipo blanco, que casi nunca me falla en los grandes días. Pero imaginaba el dolor de los atléticos al perder dos finales casi seguidas ante su eterno enemigo y en ambos casos en circunstancias crueles. No voy a negar la realidad. Si a mí me hubiera pasado al revés habría querido que me tragase la tierra. Y pensé en Mario, el hijo de sólo ocho añitos de un buen amigo mío atlético. Ese niño lloro mucho en Milán. Y no fue el único. Esos niños merecen un día saborear una Champions. Con o sin el Cholo. Soy del Madrid a muerte, pero mi madre me enseñó a ser sensible con el dolor ajeno. El primer año que el Madrid no juegue la final de la Champions… ¡que la gane el Atleti!
Te recomendamos en Blogs
- AXEL TORRES | LA RADIOGRAFÍA La Eurocopa debilita al Chelsea
- JULIÁN BURGOS El iceberg amarillo del Titanic Chelsea
- JUAN CRUZ El Barcelona se suma al centenario de Luis Berlanga
- PASABA POR AQUÍ | PANCHO VARONA ¿De quién es Messi?
- SIN CADENA La Mallorca 312 y la Alberto Contador reaniman el calendario
- OPINIÓN Alonso tiene un arma poderosa