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El ciclismo baja a la tierra

La tierra estaba en los orígenes. Era un ciclismo más aventurero, más anárquico, más rudo, menos calculador. Era un ciclismo de supervivencia, de avituallamiento en fuentes y casas, de tubulares al hombro, sin mecánicos ni cuidadores. Luego llegaron los puertos, aquel Tourmalet "asesino" de Octave Lapize. Había que buscar nuevos retos, nuevos atractivos para dinamizar el deporte. Y a todo se adaptó el ciclista. Todo engrandeció el ciclismo.

Ahora el pelotón rueda por buenas carreteras, con bicicletas galácticas, con todos los datos registrados en una maquinita personal, con un pedaleo a golpe de vatios... A nadie se le ocurriría volver al ciclismo de antaño. Prueba superada. Pero una buena parte de la esencia de entonces se mantiene en nuestros días: los largos puertos, las cotas medianas, el adoquín primaveral...

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Paralelamente se buscan nuevos retos. Algunos de ellos perdidos en aquellos remotos días, como esa tierra que ha hecho grande a la Strade Bianche en tan solo diez años, y que volverá a encontrarse este mismo lunes en la París-Niza. O esas pendientes imposibles que popularizó el Angliru a partir de 1999. Tanto el sterrato como el retorcimiento al 25% tienen numerosos detractores. Aficionados que ven en estos ingredientes una agresión irreverente a la pureza de ciclismo. Suponemos que también los hubo cuando se bautizó el Tourmalet. "Asesinos", gritó Lapize. "Sois unos asesinos".

Pero cada año, cuando llega la Strade Bianche, la expectación se acrecienta. Igual que ocurre con el Angliru en la Vuelta. O con el Zoncolan o la Finestre en el Giro. Estas incorporaciones, unidas a los tradicionales pasos del ciclismo, mantienen vivo un deporte cada vez más mediático, más televisivo, con mayor presencia en las redes sociales. Un deporte que no podría sobrevivir solo a tiro de calculadora.