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La cabalgada de Loroño en los Pirineos

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Jesús Loroño, en una etapa del Tour. / DIARIO AS

España se encariñó con el Tour en 1933, cuando se creó, conmemorando el trigésimo aniversario, el Gran Premio de la Montaña. Lo ganó Vicente Trueba, un cántabro tan pequeño que L’Equipe le apodó La pulga de Torrelavega. Julián Berrendero, El Negro de Ojos Azules, repitió el éxito en 1936, pero esa hazaña suya, más la del año siguiente, cuando ganó la etapa reina, Luchon-Pau, quedaron un poco en sordina por la guerra. Berrendero, además, fue mal visto en la España oficial de la posguerra porque durante el conflicto se quedó en Francia ejerciendo su oficio de ciclista. De hecho, una vez que regresó para ver a la familia fue encarcelado.

En el arranque de los cincuenta, España se iba encariñando de nuevo con la prueba, y eso que la edición de 1949 fue tan calamitosa que todo el equipo fue sancionado por tres meses y a la de 1950 ni acudimos. Pero vino a reconciliarnos con el Tour Bernardo Ruiz, el durísimo oriolano que ganó dos etapas en 1951 y fue tercero en 1952. Volvíamos a mirar al Tour con ilusión. Y sobre todo a sus cumbres, en especial a las de los Pirineos, que tan cerca nos pillan.

En esas estábamos cuando un prometedor muchacho de caserío vizcaíno, Jesús Loroño, fue incluido en el equipo nacional. Familia numerosa, huérfano de padre desde chico, loco por la bicicleta. La primera que tuvo era de aquellas de cuadro curvado hacia abajo, de mujer, para que se pudiera pedalear con faldas. Le colocaba un manillar de carreras prestado y con eso y un maillot de tela de colchón cosido por las hermanas se presentaba en las carreras. Pero sólo hacía el ridículo en la salida. En la meta quedaba bien, y pronto pudo hacerse con una bici más aparente.

Mariano Cañardo, seleccionador, le incluyó en el equipo del Tour de 1953. Para entonces ya había corrido un Giro y se había defendido relativamente bien. Fue cargado de ilusión. Fue solo, en tren a París, desde Hendaya. Allí le recibió el masajista del equipo. Juntos fueron a L’Equipe, donde le dieron la bici (entonces el Tour las ponía todas, para que no hubiera diferencia), el material, un librillo de ruta y algunas instrucciones. En seguida, tren a Estrasburgo, donde les esperaba el equipo. Se partía desde allí. Era la edición del cincuentenario del Tour.

Al llegar, Loroño tuvo dos noticias: una buena y una mala. La buena, que habían llamado de urgencia al también vizcaíno Dalmacio Langarica, en sustitución de Pérez, que no pudo acudir. Loroño se sintió feliz ante la compañía de ese paisano al que conocía bien. La mala llegó inmediatamente: Serra, Gelabert, Masip y Trobat eran los jefes de fila. Los demás (Iturat, Vidal Porcar, Victorio García, José Gil y ellos dos) estaban para ayudarles. O sea: darles la rueda si pinchaban, darles agua, colocarles en cabeza del grupo si se despistaban, tirar de ellos si se rezagaban en un corte… 

A Loroño se le cayó el alma a los pies. Se sentía muy fuerte. Se lo dijo a Cañardo, pero este fue inflexible:
—Has venido aquí a ayudar.

Y ayudando estuvo las nueve primeras etapas. Así que no fue extraño que al llegarse a los Pirineos, Langarica fuera el farolillo rojo, en el puesto cien, y él, el penúltimo, nonagésimo noveno. España estaba dando el cante. Era la última por equipos. El mejor colocado era Serra, el 19º; luego iban Trobat, el 39º, Gelabert, el 59º, Masip, el 54º, Vidal Porcar el 91º, Iturat el 94º… García y Gil habían abandonado la carrera. La décima etapa era Pau-Cauterets. Se pasaba el Aubisque, por el lado duro, luego el Soulor, corto por ese lado, pero de durísimas rampas, y se llegaba arriba, en Cauterets. Cien kilómetros justos. Loroño llevaba mirando y remirando ese perfil en el librillo de ruta desde que se lo dieron en París. Fue un caso de flechazo a primera vista. Le roía un deseo de enamorado, de conocerla, acariciarla, abrazarla, recorrerla, conquistarla.

La noche anterior, Cañardo , que le veía raro, le preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Estás pensando en atacar mañana?
—Bueno… No sé… A ver qué pasa…

Cañardo no le dijo nada, lo que él tomó como un consentimiento tácito. De modo que cuando empezó la etapa decidió pedalear arriba del pelotón, atento a todo. Pronto escapó Darrigade, tras el que mandaron sendos gregarios Magni y Koblet, de nombres Drei y Huber respectivamente. Alcanzaron a Darrigade y se consolidó una escapada de tres. En el kilómetro treinta, cuando el trío había pasado, se cerró el paso a nivel del tren a la llegada del pelotón. Loroño, que iba por delante, vio la ocasión: aceleró como un loco, pasó arriesgando la vida y se quedó solo, en persecución de los escapados. Metió la cabeza entre los hombres y arreó, arreó…

Les dio caza en el arranque del Aubisque. Les fue dejando atrás. En eso apareció el jeepde Cañardo, que había conseguido llegar a su altura. Loroño se temió lo peor, pero llegó lo mejor: “¡Bravo, Jesús, bravo! ¡Dale, dale, que llegas!”.

Coronó en cabeza el Aubisque, lo descendió temerariamente, aumentó la ventaja en el Soulor, llegó solo a Cauterets, a 5m 56s del segundo, Jean Robic. Entre sus derrotados de la jornada estaban nombres tan ilustres como Magni, Bobet, Bauvin o Bartali. Pero sobre todo Hugo Koblet.

Hugo Koblet, el Bello Hugo, el suizo de ojos verdes que se peinaba al llegar a la meta para salir mejor en las fotos, era el gran favorito de la carrera. También había apuntado esa etapa en rojo. Dejó al pelotón subiendo el Aubisque y en el descenso se cayó cuando intentaba mantener el hueco con los otros favoritos. Aquí lo tradujimos porque se había caído persiguiendo a Loroño, que, bien mirado, poco podía preocuparle, tan distanciado como estaba en la general.

Todo resultó legendario: la rebelión del doméstico, el audaz salto del paso a nivel, la cabalgada en solitario, el descenso a tumba abierta, la caída de Koblet cuando le perseguía, otra caída en esos barrancos de Buchaille, que tuvo que ser rescatado con cuerdas, el cincuenta aniversario del Tour, los cien kilómetros exactos... Los Pirineos.

Hasta las cantidades ganadas por él y por el equipo ese día, de las que se dio cuenta con precisión: 100.000 francos por ganar la etapa, 100.000 por ser el más combativo, 50.000 por coronar el primero el Aubisque, más 100.000 para el equipo, que ganó la clasificación de ese día. ¿Cuánto sería eso en pesetas? ¿Tanto se podía ganar en tres horas y cuarto? Sí, pero sólo si eras como Loroño.

“¡Nos has salvado, Jesús, nos has salvado!”, le gritaba Cañardo alborozado en la meta. El Tour de los españoles, que iba para hecatombe, se había convertido de repente en un suceso que emocionó al país. Loroño lo acabó el quincuagésimo, pero ganó el Gran Premio de la Montaña. En París le recibiría el embajador, el Conde de Casas Rojas, que conseguiría del Tour que le regalara la bici prestada.
Nunca volvería ser doméstico, claro. Bahamontes le arrebataría pronto el papel de gran galán de las cumbres del Tour, tras una rivalidad que dividió a España. A la larga ganó con claridad Bahamontes. Pero aquella proeza en los Pirineos colocó para siempre a Jesús Loroño en el santoral de nuestro ciclismo.