Cine

Cuando Elrond salvó a la Comunidad del Anillo de sufrir el destino que arrasó su familia

El señor de Rivendel evitó que los héroes del Anillo juraran lealtad eterna, recordando el juramento maldito que destruyó su linaje.

Apasionado de los videojuegos desde que tiene uso de razón, Francisco Alberto ha dedicado su vida a escribir y hablar de ellos. Redactor en MeriStation desde el 2000 y actual coordinador de redacción, sigue empeñado en celebrar el videojuego de ayer y de hoy en todas sus ilimitadas formas de manifestarse.
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Elrond, señor de Rivendel, no acompañó a Frodo ni a sus compañeros en la travesía hacia Mordor, pero su huella se encuentra en la decisión más prudente que jamás tomó un sabio de la Tierra Media. Antes de que la Comunidad del Anillo partiera de Rivendel, el medio elfo les advirtió que no existía vínculo que los atase más allá de la amistad y del propósito compartido: “Ningún juramento ni promesa os obliga a ir más lejos de lo que deseéis”, dijo, aconsejando prudencia ante un viaje incierto. Aquella advertencia, pronunciada casi con solemnidad ritual, parecía una mera formalidad, pero escondía una sombra ancestral que se remontaba a los días más oscuros de los elfos.

Gimli, el enano, se mostró en desacuerdo. Creía que una promesa de lealtad reforzaría el compromiso del grupo: “Desleal es aquel que se despide cuando el camino se oscurece”. Pero Elrond replicó con una frase que habría podido figurar en las viejas canciones de Valinor: “Quizá, pero no jure que caminará en las tinieblas quien no ha visto la caída de la noche”. No insistió más el hijo de Glóin, y así partieron los nueve, unidos solo por la voluntad y no por la palabra jurada. Lo que Gimli no sabía, era que Elrond había visto con sus propios ojos cómo un juramento podía arrastrar al desastre incluso a los más nobles de los elfos.

Hugo Weaving como Elrond

En los antiguos días narrados en El Silmarillion, los siete hijos de Fëanor, ante la pérdida de las joyas sagradas conocidas como los Silmarils, juraron recuperarlas sin importar el precio. Ese voto, conocido como el Juramento de Fëanor, se convirtió en una maldición. Obligados por su propia palabra, los hermanos cometieron atrocidades, participaron en tres matanzas de su propia raza y vieron cómo sus almas se consumían bajo el peso del odio y la desesperación. Cuando por fin dos de ellos, Maedhros y Maglor, lograron poseer las joyas, después de una última atrocidad, el peso de sus actos cayó como plomo sobre sus hombros: las joyas les quemaban las manos, ya no eran dignos de portar su pureza. Maedhros no pudo soportar la idea de soltar la joya y se arrojó con ella a una grieta ardiente, mientras que Maglor la arrojó al mar, para marchar sin rumbo en un barco para lamentarse con sus baladas por el resto de la eternidad.

La tragedia no era para Elrond una lección lejana: era una herida heredada. Su familia fue destruida por ese mismo juramento. Sus abuelos y tíos perecieron durante esas batallas, sus padres abandonaron la Tierra Media y él mismo, junto a su hermano Elros, fue secuestrado de niño por los hijos de Fëanor. Aquel dolor ancestral marcó su visión del mundo. Cuando años después reunió a la Comunidad del Anillo, comprendió que la fuerza de un grupo no debía basarse en cadenas ni promesas, sino en la libertad de elegir el bien.

Robert Aramayo como Elrond

El tiempo le dio la razón. La Comunidad se quebró tras la muerte de Boromir y la partida de Frodo y Sam, pero aquella ruptura no fue un fracaso, sino la salvación de la Tierra Media. Sin un juramento que los atara, los héroes pudieron seguir caminos distintos que, sin embargo, convergieron en la victoria: Aragorn acudió en auxilio de Rohan, Legolas y Gimli se unieron a su causa, y Frodo, junto a Sam, libre de compromisos, avanzó en secreto hacia el corazón del enemigo.

De algún modo, Elrond consiguió evitar que la historia repitiera su tragedia familiar. Donde el Juramento de Fëanor había traído ruina y dolor, la libertad de la Comunidad trajo redención y esperanza. En aquel gesto silencioso de un sabio elfo que había aprendido del pasado, Tolkien depositó una de sus verdades más profundas: que la voluntad del bien nace del libre albedrío, y no del peso de una promesa.

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