Ley, caos y Tactics Ogre (o por qué un juego de 1995 sigue en la vanguardia narrativa)
El clásico de Quest para SNES, hace poco relanzando con mejoras por Square Enix, sigue desplegando una de las historias más densas y grises del medio.
Esta semana ha marcado el estreno de la serie de The Last of Us, adaptación estelar capaz de eludir la maldición que ha pendido sobre otras recientes como Resident Evil o Halo. El excelente material original ha sido clave, pero también el hecho de contar con los recursos necesarios y un showrunner como Craig Mazin, creativo de talento contrastado (Chernobyl) que, curiosamente, días atrás protagonizó algunos titulares porque en una entrevista para Empire aseguró que la obra de Naughty Dog tenía “la mejor historia jamás contada en un videojuego”. Y antes de que os alarméis, tranquilos, que hoy no estamos aquí para contradecirle. No necesariamente.
Pero sí cuesta desaprovechar la oportunidad que nos brinda para hablar sobre cómo el progreso escenográfico (la tecnología y recursos dedicados a la puesta en escena) empuja de forma cíclica hacia la reevaluación del medio y sus narrativas. Esta vez es The Last of Us, pero antes fue BioShock, o Silent Hill 2, o Metal Gear Solid, o Final Fantasy VII, u otros nombres en los que prensa y/o usuarios se apoyaron para reivindicar el videojuego como un arte equiparable al cine o la literatura hasta que el siguiente tomó el relevo. Hasta que el foco giró hacia un nuevo objetivo y los demás quedaron en la sombra. A veces olvidados; muchas otras, desconocidos.
Historias para jugar
Hay diferentes formas de afrontar un tema como este, pero la más productiva probablemente sea la de aceptar que la industria se beneficia de la calidad y notoriedad que ofrecen los The Last of Us o BioShock de turno, pero que ya era una forma de arte desde que contaba las historias más simples (sí, incluso las de salvar princesas); y también que estas aumentaron en complejidad y profundidad mucho antes de que pudiésemos considerar en serio la noción del fotorrealismo. De que los personajes tuviesen que verse y escucharse lo más parecido posible a un ser humano de carne y hueso para que sus problemas fuesen verosímiles o lograsen impacto.
Después de todo, la literatura ni siquiera necesita ampararse en el poder de la imagen o el sonido para comunicar ideas elaboradas o transmitir emociones. Tiene en el texto su única herramienta, pero es una de potencial ilimitado porque puede describir situaciones, escenarios o abstracciones sin preocuparse por la logística que requeriría plasmarlos de forma convincente en una pantalla. Los videojuegos, por el contrario, son el medio más multidisciplinar. Una confluencia donde texto, imagen y sonido se dan la mano en la medida en la que quieran (o puedan) sus creadores. Y eso es antes de considerar su herramienta más idiosincrática: la intervención del jugador.
Algo demasiado relevante como para citarlo en último lugar, pero antes de ahondar en ello vale la pena incidir en que cuando hablamos de historias en videojuegos, aunque haya mil variables e interpretaciones, siempre ha sido fácil distinguir entre los argumentos más utilitarios, los que ofrecen contextos y objetivos para desplegar el músculo jugable, y aquellos que además integran esos mismos objetivos en un marco destinado a transmitir un mensaje más allá de la función práctica. A introducir y desarrollar su propia tesis al margen de la posible simplicidad, o de si fuerza su conclusión sobre el jugador o, en cambio, deja que este saque la suya propia.
The Last of Us, ya que hemos abierto con él, es un juego de acción con sigilo y fuerte componente de Survival Horror; pero también una exploración de la sociedad en circunstancias extremas, y cómo el afianzamiento de nuevos vínculos afectivos puede restaurar la humanidad de alguien emocionalmente roto a la vez que empujarle a cometer algunos de sus actos más cuestionables, que ponen en entredicho qué es en realidad lo humano en un contexto como ese. Algo interpretable por el jugador y su propia brújula moral. Pero, ¿y de qué habla Tactics Ogre? Bueno, explicarlo es más complicado si cabe, pero por suerte hoy va a ser el protagonista real de la entrada.
Estrenado originalmente en 1995 para Super Famicom (la SNES japonesa), Tactics Ogre fue Juego de Tronos antes de Juego de Tronos (1996), Final Fantasy Tactics antes de Final Fantasy Tactics (1997), y Resident Evil 2 antes de Resident Evil 2 (1998). Lo que dicho así de carrerilla puede sonar confuso si no se está familiarizado con el juego, pero la segunda afirmación se explica al instante al recordar que la cúpula creativa del proyecto estaba formada por un grupo de diseñadores, artistas y compositores (incluyendo Yasumi Matsuno, director y escritor) que meses más tarde ficharía por Square para crear Final Fantasy Tactics a partir de un molde estético y jugable similar.
Dicho esto, décadas después Tactics Ogre sigue brillando con luz propia tanto o más por las diferencias que por las semejanzas. Como, por ejemplo, la posibilidad de comandar hasta diez unidades por batalla (doce en el remake de PSP y la más reciente versión Reborn) frente al tope de cinco en su “sucesor”. Una decisión que resulta en combates más largos y laboriosos, aunque también en mayor versatilidad táctica y, más importante para lo que vamos a tratar hoy, una mejor adecuación del juego como historia sobre un conflicto bélico complejo, con multitud de personajes y facciones que rara vez se limitaban a representar la función de “buenos contra malos”.
Con esto tampoco queremos decir que en el mundo de Tactics Ogre no haya villanos en el sentido más convencional, porque los hay. Asesinos, torturadores, incluso violadores. Pero cuando tratas con un mínimo de seriedad la historia de una guerra a tres (o más) bandas, precedida por años de disputas, saqueos y el constante redibujado de un mapa geopolítico que ha llevado a una de las etnias dominantes a encerrar en campos de concentración a los miembros de otra, las cosas se terminan poniendo feas en todos los frentes aunque la intención sea buscar una paz genuina.
Gris oscuro, casi negro
Aviso: la siguiente sección contiene spoilers del primer tercio del juego.
En el caso de Denam, el objetivo es contribuir a la causa walistea (raza perseguida) para reivindicar una nación propia al margen de los galgastaníes, tarea que de inicio pasa por asaltar un castillo y liberar al duque Ronwey, líder de Walister; pero pronto empuja al propio Denam, a su hermana Catiua y a su amigo Vyce a evaluar hasta dónde están dispuestos a llegar. Primero, reuniéndose con los responsables de la muerte de su padre para acordar que el tercer pueblo en discordia, el bakramita, se abstenga de intervenir; y segundo, haciéndose pasar por galgastaníes para exterminar walisteos en un campo de trabajo y así empujar al resto de su etnia hacia la rebelión.
El plan del duque es tan macabro como lógico: si esos walisteos se niegan a participar —cosa que hacen porque están cansados de perder familiares en trifulcas raciales espoleadas por los señores y sus marionetas bélicas—, los números son insuficientes, así que valen más como sacrificio para alentar a los demás. Es un despertar crudo a la realidad de la guerra en el que el jugador puede elegir no participar, dando lugar a dos rutas alternativas que podemos recorrer en diferentes partidas. Aunque en cualquiera de ellas, la matanza se perpetra y el conflicto escala, validando la teoría del duque, que recupera terreno sobre los galgastaníes con o sin Denam de su lado.
Si bien a esas alturas el juego ha hecho poco más que empezar, la masacre es un punto de inflexión clave por varios motivos. El primero y más obvio, por establecer sin medias tintas un conflicto donde hasta nuestro bando es capaz de acciones terribles. Todas las partes involucradas, sin excepción, terminan manchando sus manos con sangre inocente, algo de lo que nunca escapa Denam: aunque se abstenga de ayudar, el duque pone precio a su cabeza y empieza a ser perseguido también por walisteos a los que alientan noticias como las que el propio jugador puede leer para comprobar cómo el pueblo llano es informado (o desinformado) de los avances en la guerra.
Otra consecuencia importante de la decisión es lo que implica a nivel de contenido y rejugabilidad, algo con gran impacto en la forma de desplegar la narrativa de ahí en adelante: aunque el camino hacia los créditos “solo” nos hace pasar por cuatro capítulos, la bifurcación desde el final del primero hacia dos variantes del segundo no es la única que ofrece Tactics Ogre, que en realidad cuenta con tres rutas y un total de siete capítulos bien diferenciados, con sus propias misiones, personajes y subtramas complementarias a las presentadas en las demás alternativas (con pequeñas variaciones extra en el cuarto capítulo a pesar de tener que reunificar todo para el desenlace por las limitaciones de espacio que imponían los cartuchos de SNES).
Hay muchos ejemplos, como el nigromante Nybeth, al que podemos enfrentarnos cerca del inicio para luego olvidarnos de él. A menos, claro, que tomemos cierta ruta, donde nos topamos con su hija y el revivido cadáver de su hijo: ambos aportan más trasfondo y se unen a nosotros para detener sus intentos de desafiar a la muerte. O Hobyrim, guerrero ciego al que podemos encontrar de diferentes formas, pero solo en una ruta revela hasta qué punto está conectado a los caballeros negros que llegaron desde el imperio de Lodis para manejar los hilos en el conflicto entre bakramitas, galgastaníes y walisteos. Aunque si alguien merece mención especial, es Sir Héctor.
Personaje de retrato genérico en la versión de SNES (luego recompensado con uno propio en PSP), ilustra mejor su naturaleza con varias partidas: yerno de Nybeth, este honorable guerrero galgastaní siempre se cruza en nuestro camino, pero según la ruta acabamos con él en diferentes contextos: quizá después de dejarlo viudo por acabar con otra hija de Nybeth en una misión previa; quizá después de ser tomado como rehén para un interrogatorio; o quizá después de revelarse en secreto contra el déspota líder de Galgastán y entregar voluntariamente su vida en una batalla ideada para que Denam gane y siga adelante en una reconquista que ya no responde a los deseos del duque, sino a un esfuerzo por emancipar a todos los pueblos de verdad.
La genialidad de Tactics Ogre (una de muchas) es que la existencia de estas ramificaciones no lo empuja hacia el molde de tantos RPG posteriores para tratarlas como alternativa “buena” y alternativa “mala” a pesar de lo extrema que es la decisión que las origina. Las rutas son denominadas Ley y Caos (con Neutral surgiendo a modo de escisión posterior de esta última) porque referencian la disposición a acatar —o no— los mandatos impuestos desde arriba, desde la autoridad que decide el rumbo de la guerra y también decidirá el rumbo de la paz si algún día se alcanza.
Mantenerse fiel a la rebelión trae tanto consecuencias trágicas como victorias; pero armar una contra rebelión, también, y el juego nunca premia o castiga de forma explícita por ello. Se limita a dejarnos ver cómo van cayendo las fichas de dominó, cómo se redibuja la guerra paso a paso, y cuál es el precio a pagar por todo ello. Algo que se extiende a la parte jugable, tanto a través de los rivales que derrotamos (en muchos casos simples víctimas de la casualidad), de las posibles muertes permanentes que puede sufrir nuestra compañía, y de otras decisiones menores que no parten de nuevo la línea temporal, pero sí repercuten en la valoración que tienen las diferentes etnias de nosotros (llevando a posibles deserciones y/o el peor de los finales).
Ley, caos y ogros
Aviso: la siguiente sección contiene spoilers de la segunda mitad del juego.
Al igual que en Juego de Tronos, el jugador es llevado a través de complots y traiciones que tienen sentido en retrospectiva, pero no siempre son fáciles de anticipar sin el contexto completo. Uno tras otro, gran parte de los actores principales van sucumbiendo, aunque puede ser en diferentes momentos o a manos de diferentes personajes en función de la ruta. De hecho, es incluso posible que Catiua, Vyce o hasta Denam terminen muriendo, aunque el jugador también puede llegar al final con los tres vivos en función de sus decisiones, fuesen estas conscientes o inconscientes del resultado. Es la clase de narrativa moldeable que solo un juego se puede permitir, e incluso hoy sorprende por lo adelantada que es a muchos juegos actuales.
Con esto tampoco queremos decir que la trama siempre sea de ejecución impecable, “la mejor jamás contada en un videojuego” o algo así. Si bien revisada y ampliada en el remake, sigue siendo la de un RPG táctico de 1995, lo que significa que los momentos dramáticos no alcanzan las cotas de juegos modernos, o del propio Matsuno en Final Fantasy Tactics y Vagrant Story (ambos con tramas más breves y sin ramificaciones, eso sí). Pero la visión de conjunto está ahí, es ambiciosa y sabe encajar las piezas aunque el equipo se viese forzado a redirigir las rutas de vuelta hacia un capítulo final común. Porque es en él donde el tema central de Tactics Ogre queda del todo claro.
El cuarto capítulo abre con una de las primeras escenas escritas por Matsuno, la prueba de concepto sobre la que edificar el resto del juego. Es un encuentro entre los dos caballeros tocayos, Lanselot y Lanselot: uno, líder de los caballeros negros enviados desde Lodis para mediar y preparar el terreno para una posible invasión; otro, caballero sagrado enviado desde la neutral Nueva Xenobia para recuperar una espada mágica con la que los propios caballeros negros quieren romper un sello hacia el inframundo. Pero como tantos otros aspectos fantásticos de Tactics Ogre (o, en cierto modo, los infectados de The Last of Us), es una disculpa para tener monstruos y aderezar la jugabilidad: la sustancia real está en el choque ideológico.
A pesar de su objetivo inicial, el Lanselot de Lodis termina involucrándose de una forma más personal en la política de la región, encontrando y estableciendo en el trono a la heredera del monarca previo para unir a bakramitas, galgastaníes y walisteos de nuevo bajo un mismo reino como ya estuvieran durante medio siglo, antes de que aquel rey muriese sin aparente sucesor y estallase el conflicto étnico. Es un fin que, por supuesto, requiere forzar su statu quo, establecer un nuevo orden que logrará paz aunque sea a través de la represión de aquellos no conformes con el cambio.
“La gente se enfrenta a un profundo dilema desde que nace. Para ser feliz, debe lograrlo a costa de la desgracia de otros. No dudará en aprovecharse del sudor, y si es necesario, de la sangre de los demás para conseguir una vida más cómoda y sencilla. Pero incluso lográndolo, nadie puede quitarse el mal sabor de la boca. Y entonces llegan a la conclusión de que no es por su culpa, sino que es la del mundo, por ser como es. Este es el mundo torcido que debemos enderezar. Debemos crear uno en el que impere el orden. Entonces le daremos a los hedonistas que solo saben abandonarse al placer aquello que realmente merecen. Vivir al amparo de nuestra sabiduría.” (Caballero oscuro Lanselot)
Este caballero lodisino es la personificación de la ley en su forma más radical. De la idea de que el hombre debe ser dirigido o acabará una y otra vez en conflicto, tanto con los demás como consigo mismo. El caballero xenobio, por contra, representa al caos. Al ideal de libertad y lucha por un mundo mejor, igualitario, donde el hombre no deba conformarse con ser una herramienta que otros manejan desde arriba. Un ideal que, en cualquiera de las rutas, acaba con él torturado y completamente roto, hasta el punto en el que Denam apenas puede reconocerlo a su reencuentro. Porque esa es la clase de mundo que retrata Tactics Ogre: uno donde, a pesar de la existencia de ogros y dragones, los hombres todavía siguen siendo los mayores monstruos.
- RPG
- Estrategia
El rey de los juegos de rol de simulación, Tactics Ogre, renace con nuevos cambios que lo catapultan a otro nivel. El juego de 2010 recibe retoques gráficos y sonoros, así como un remozado diseño de juego que le devuelve a la actualidad. Tactics Ogre: Reborn es un RPG de estrategia a cargo de Square Enix para PC, PlayStation 4, PlayStation 5 y Switch.