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¡Guerra!

Rumbo a Ragnarok: las cuentas pendientes del God of War nórdico

A pocas semanas del estreno de la nueva entrega, recordamos la exitosa reinvención de 2018 y el potencial para elevarse más allá de su posición actual.

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Rumbo a Ragnarok: las cuentas pendientes del God of War nórdico

En uno de los gestos más genuinos y recordados que nos ha brindado cualquier desarrollador de un triple A en la historia reciente del medio, el 20 de abril de 2018, coincidiendo con el lanzamiento del juego, Cory Barlog subió a un canal de YouTube propio un vídeo reaccionando a los análisis de God of War. El embargo se había levando durante la semana previa —concretamente el día 12— y, aunque todavía faltaba por hablar el público con su boca y su cartera, descubrir que la media de Metacritic mostraba un estratosférico 94 sobre 100 llevó al director a las lágrimas.

No solo era un número suficiente para elevar el juego al top 5 de la consola (en términos de recepción crítica al menos), también una validación rotunda para un proyecto que pretendía reinventar su saga. En tiempos de PS2, el propio Cory Barlog había ejercido como animador de la entrega original antes de dirigir la secuela y crear un tratamiento para God of War III que ya se materializó con él fuera de Santa Monica. Sus caminos entonces transcurrieron varios años por separado, aunque volvieron a cruzarse después de que Ascension evidenciara la necesidad de un cambio.

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Renovarse o morir

Ahora puede ser una historia vieja y conocida. Después de todo, a ese 94 siguieron casi 20 millones de copias vendidas, récord tanto de la saga como de PS4, y cerca de 200 premios a mejor juego del año (más galardonado de 2018 a pesar de competir con otro mastodonte mediático como Red Dead Redemption 2). God of War ganó cuando más necesitaba una victoria, esa parte es incuestionable. Las cifras están ahí; el juego está ahí; y Ragnarok, su secuela directa, también está ahí como uno de los juegos más esperados: tras rozar la irrelevancia, Kratos se volvió a reafirmar como un icono.

Pero casi toda historia tiene al menos dos versiones. El alivio de Barlog al ver el 94 es la respuesta más razonable de alguien que lleva cinco años con dudas, cargando con la responsabilidad de un proyecto multimillonario sobre sus hombros. Pero no quita que, en el fondo, God of War tampoco fuese un reinicio particularmente arriesgado. No en PS4, en el marco de una Sony muy diferente a la que nos trajese el God of War original. El nuevo Kratos pudo ir a contracorriente de su yo pasado, pero también es cierto que lo hizo dejándose llevar por las aguas que le rodeaban en su presente.

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PS2 había sido una etapa en la que Devil May Cry popularizara un nuevo tipo de acción más estilizada, y también en la que Naughty Dog era un estudio asociado a sagas familiares como Crash Bandicoot y Jak and Daxter; PS3, por otro lado, acabaría siendo la generación de los Souls y The Last of Us. Cambiaron los tonos, los ritmos y las pretensiones narrativas. Qué contabas, cómo lo contabas, e incluso cómo hacías sentir al jugador sin diálogos o textos. En 2010, el gore y la culminación fatalista de God of War III todavía surtiera efecto; pero en 2013, Ascension pasó sin pena ni gloria.

2013 fue, cómo no, el año en el que el citado The Last of Us cambió las aventuras trotamundos ligeras de Nathan Drake por la supervivencia y el drama más íntimo de Joel y Ellie. Dos extraños, peligros acuciantes y un viaje para conocerse. 2013 también fue el año de BioShock Infinite, secuela algo menos laureada que su precursor submarino, pero todavía anclada con éxito sobre la relación entre Booker y Elizabeth. Eso sin olvidar que durante la campaña de premios previa, la de 2012, Lee y Clementine hicieron triunfar al narrativo The Walking Dead de Telltale Games sobre títulos de estructura jugable más convencional como Dishonored o Far Cry 3.

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La tendencia no escapó a Barlog, que asumió la dirección del siguiente God of War durante 2014. Aquellos crecidos durante las generaciones de PS2, la PlayStation original o incluso antes empezaban a valorar y demandar juegos, protagonistas y objetivos más adultos. El espectáculo más autoindulgente todavía tenía valor, en las manos o fórmulas adecuadas vendía, pero solía propiciar menos conversaciones, menos artículos. Así como Dark Souls enseñó a no infravalorar ni siquiera a los enemigos más comunes, The Last of Us añadió crudeza y un propósito más urgente al simple hecho de luchar gracias a la dinámica entre sus dos coprotagonistas.

Hay un reto al que juegos como la etapa clásica de God of War se enfrentan tarde o temprano, incluso antes de alcanzar los créditos, y es la desensibilización. No importa el nivel de detalle, las animaciones o la cantidad de gore que fluya por la pantalla, la quinta vez que arrancas de cuajo el ojo de un cíclope y te duchas con su sangre no va a tener el mismo impacto que la primera. Es la naturaleza humana: todo, por muy intenso o alocado que sea, termina convirtiéndose en rutina si se repite una, y otra, y otra vez. Los controvertidos Manhunt de Rockstar fueron otra buena prueba de ello.

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La solución para el problema más superficial de God of War, el hecho de que cualquier dios griego digno de ser asesinado ya lo hubiese sido, se habría solucionado fácilmente con el cambio de mitología; después de todo, David Jaffe (director del original) ya se había planteado la nórdica y la egipcia para un crossover que al final no se materializó en God of War III. Pero el problema de la desensibilización, de mantener al jugador involucrado en la violencia durante horas, era uno que requería rediseñar el juego más a fondo... o hacer que la historia se encargase de ese trabajo.

Cambiando el bosque por los árboles

Huelga decir que Barlog y Santa Monica optaron por ambas cosas, pero apostaron más fuerte por una que por otra. O mejor dicho, una condicionó a la otra de una forma más clara que a la inversa. Largo y tendido se ha hablado sobre cómo el hacha Leviatán relevó a las emblemáticas Espadas del Caos para asentar el juego sobre un combate más cercano y deliberado a la vez que abría nuevas oportunidades como proyectil y pieza multiusos para resolver puzles. Pero tanto o más hay para decir sobre cómo la relación con Atreus impactó en absolutamente todo, desde el tono, ritmo y contenido de la historia hasta el diseño mismo de niveles, encuentros y mejoras.

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Porque por más inventivo y versátil que fuese Leviatán, o sorprendente y climático que fuese el posterior regreso de las Espadas del Caos, la aventura compartida por padre e hijo se convirtió en la identidad de God of War. El tema omnipresente que empujó la narrativa escena a escena; el que acercó la cámara a la espalda para aumentar la “inmersión” y requerir indicaciones de enemigos que ahora quedaban constantemente fuera de pantalla; el que nos ató a suelo y muros para que solo iconos contextuales permitiesen saltar; el que llevó a toneladas de looteo para recompensar exploración de lugares donde ambos compartían nuevos diálogos y vivencias.

La redención de Kratos como personaje y el afianzamiento de una relación inicialmente fría con Atreus pedían un juego algo más “asentado en la realidad”. Más grounded, según palabras del propio Barlog. Lo que implicó un drama más serio y convincente, apreciado como el de esos juegos de 2012 y 2013 mencionados antes; pero también un título de acción más constreñido por la fuerte dependencia de movimiento asistido, automatizaciones, ralentizaciones que sacrifican consistencia para añadir peso y escalado de niveles que permite o impide realizar acciones como parries al margen de nuestra destreza con el mando, entre otras particularidades.

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La trilogía original fuera algo infame por la predominancia de Quick Time Events para lograr espectacularidad, pero al mismo tiempo premiara con más orbes de mejora a aquellos que sacasen partido al medidor de combos, entregara más herramientas (combate aéreo, diferentes armas y magias no basadas en temporizadores) para experimentar y dispusiera mayor variedad de enemigos, minijefes y jefes a los que adaptarse. Era más artificial en el sentido en el que todo juego —hack and slash o no— lo es; pero también mecánicamente rico gracias a su autoindulgencia y aceptación.

Y fueron justo esas autoindulgencias las que definieron a God of War entrega tras entrega. Las que le permitieron vender más que Devil May Cry o Ninja Gaiden a pesar de no ser los juegos más exigentes o profundos. La prioridad y éxito de God of War siempre residió más en el estilo que en la sustancia, aunque esta también existiese —especialmente al subir dificultad—. No solo en la crueldad y las vísceras que volaban hacia la pantalla, o la sexualidad gratuita que sacaría los colores a sus propios creadores, también en los paisajes y encuadres que quitaban el aliento, en las batallas imposibles contra criaturas gigantes y en la escala épica del desarrollo.

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Fue en Grecia como podía haber sido Egipto, Japón o cualquier otro país; y trató sobre venganza como podía haber tratado sobre cualquier otra excusa para cruzar templos, escalar montañas o descender al inframundo llevándonos por delante a todos los dioses y monstruos posibles. No era una saga sobre mesura, sino lo contrario: sobre hasta dónde se podía empujar el listón escenográfico nivel tras nivel, secuela tras secuela, para extenuar metafórica y literalmente al jugador que se sentía partícipe a pesar de la comentada artificialidad. God of War era uno de los juegos más juego de Sony, y por eso podía llegar a extremos impensables para otras franquicias. Era DOOM en tercera persona: hacía de Kratos el jefe; y de los jefes, sus víctimas.

Citar a DOOM no es casualidad porque su reinvención de 2016 fue justo esa clase de nueva energía aplicada sobre una franquicia vieja, una muestra ejemplar de que la autoindulgencia bien dirigida tiene cabida en la actualidad. La reinvención de God of War, por su parte, se libró de lastres y virtudes por igual. Se deshizo de un plataformeo que realmente era eso, con necesidad de calcular con cuidado y repetir secciones si errábamos; de un buceo que aderezaba el progreso con nuevas pruebas y peligros; de una escalada donde el diseño se podía ramificar e incluir combates y otros obstáculos; de puzles más variados porque también podían jugar con la movilidad de Kratos de una forma no viable en su más lenta y pesada interpretación nórdica.

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Esperando el clímax

El God of War de 2018 funcionó igualmente porque tenía claras sus prioridades y se centró en ellas para lograr máxima efectividad. La relación de Kratos y Atreus ganó los elogios que buscaba, estableciendo de paso buenos cimientos para Ragnarok. Pero difícilmente salió de esa tesitura de reintroducción con clímax menores para estándares de la saga. El principal fue uno emocional, el resultado de cómo una tarea tan sencilla —y a la vez llena de tangentes y rodeos— como esparcir cenizas desde una montaña servía para que padre e hijo se conociesen de verdad y estrechasen lazos. ¿Pero en términos de mitología? Fue más un cebo de la historia por contar.

Nombres como Odín, Thor, Tyr e incluso Loki se dejaron caer como anticipo de un futuro entonces lejano (algo más de cuatro años ha tocado esperar por la secuela) mientras la historia presente se ceñía a Baldur, Freya y muchos, muchos trols. Bueno, y un dragón. Y los hijos de Thor. Tampoco es necesario hacer de menos sus méritos para enfrentarlos a sus posibles carencias. Pero el foco estaba claro, y desde Santa Monica nunca lo ocultaron: durante el desarrollo se planteó involucrar a más dioses del panteón nórdico, pero se acabó optando por mantener el viaje centrado en sus dos coprotagonistas para dar credibilidad al cómo y por qué del nuevo Kratos.

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Todo esto, en cierto modo, nos lleva de vuelta a un problema surgido durante God of War II, el primero dirigido por el propio Barlog. En su momento, el God of War original se concibiera como una historia conclusiva, una tragedia griega en toda regla que despachaba de un plumazo el dramático pasado de Kratos y su familia, su rivalidad con Ares y su ascensión al Olimpo como nuevo dios de la guerra. Fue un punto y final que pronto se convirtió en punto y seguido, empujando a Kratos hacia nuevos conflictos y una incesante sed de venganza que convirtió la tragedia en casi completa villanía.

Para muchos, era parte de la gracia. Encarnar a un héroe es la propuesta normal, así que Kratos ofrecía un contrapunto interesante a los Mario, Link o Jefe Maestro de turno. Pero en 2014, y ante la tendencia cambiante de la que hablamos antes, la idea de un Kratos en proceso de reformación —con todavía grises oscuros, pero dispuesto a cambiar— sonaba tan o más interesante todavía. Después de todo, Joel (The Last of Us) tampoco encajó como héroe convencional si veíamos su historia desde un punto de vista que no fuese estrictamente el suyo. Y desde el de Kratos, abrirse a Atreus y convertirse en el padre que merece era un clímax más que satisfactorio.

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Así que la historia se construyó en torno a ello. Y la cámara también. Y el combate, los puzles, el looteo, la escalada, el no-plataformeo... Mucho de ello, para bien o para mal, define la nueva etapa de una forma que no admite grandes sacudidas hasta que toque romper otra vez el molde. Pero mientras no llega ese momento, Ragnarok se vende como la última entrega nórdica; una donde el trabajo ya hecho con los protagonistas y la alusión a ese apocalipsis mitológico deja al estudio sin disculpas para evitar el regreso a la clase de escala que hizo God of War God of War. A nivel de narrativa, de arquitectura, de set pieces, de combate, de jefes. De espectáculo.

Incidir en esto no es minusvalorar al anterior: God of War es excelente en su encarnación de 2018 como ya lo era en las de 2005-2010. Pero hay un hueco en medio que va más allá del tiempo transcurrido, una posibilidad de acercar visiones para reivindicar una identidad más holística. En su día, juegos como Dante’s Inferno, Castlevania: Lords of Shadow o Darksiders imitaron a esta saga porque, aun sin ocultar sus influencias, logró marcar un camino propio. Inspiró a jugadores y desarrolladores gracias a su capacidad para ponernos en la piel de un guerrero que podía retar a los dioses y ganarse de forma bastante convincente un lugar entre sus pesadillas. Por eso el título era apropiado. Y por eso Ragnarok tiene cuentas pendientes que saldar.

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God of War

  • PC
  • PS4
  • Aventura
  • Acción

God of War es el renacimiento de la famosa franquicia de aventura y acción de Sony Santa Monica para PlayStation 4 y PC que continúa con las aventuras del legendario espartano Kratos y las consecuencias de sus actos. Esta entrega, popularmente conocida como God of War 4, transcurrirá tras los acontecimientos ocurridos en God of War 3, pero en esta ocasión se ha optado por reemplazar las leyendas de la mitológia griega como marco argumental, en favor de la mitología nórdica, además de incluir un nuevo personaje: el hijo de Kratos.

Carátula de God of War
9.2