5 años de Prey, el simulador inmersivo más infravalorado
Hace un lustro, Arkane Studios nos brindó un System Shock 3 en todo menos nombre y el mundo siguió como si nada. Hoy le rendimos su merecido tributo.
Celebrar el quinto aniversario de Prey la misma semana en la que Square Enix comunica la venta de la licencia Deus Ex no podría ser una coincidencia más apropiada. Quizá bajo el sello Embracer Group la saga creada por Ion Storm regrese del destierro al que la envió la gigante japonesa cuando redirigió los esfuerzos de Eidos Montréal hacia Guardianes de la Galaxia (con buenos resultados, todo hay que decirlo). O quizá no. Porque invertir en simuladores inmersivos, por desgracia, rara vez se revela como el ejercicio más lucrativo. Ion Storm es prueba de ello, y dista de ser la única.
El año pasado, Deathloop volvió a reivindicar a Arkane Studios como uno de los equipos con más ingenio en el panorama actual. Aunque es cierto que una temporada algo descafeinada le ayudó, este título sobre asesinatos en bucles temporales logró erigirse como uno de los principales candidatos a juego del año. Sin embargo, fue poco más que un espejismo si miramos la imagen completa: las ventas no alcanzaron un nivel que animara a compartir cifras; y las obras precedentes, si bien fenomenales, tampoco recapturaron la sorpresa del primer Dishonored hace ya casi una década. El talento de Arkane se puede dar por sentado, pero su popularidad nunca iguala su calidad. Y no hay caso más extremo de este fenómeno que el de Prey.
Al otro lado del espejo
Claro que no podemos hablar de Prey sin hablar de System Shock, y no podemos hablar de System Shock sin hablar de Looking Glass Studios. A pesar de estar en activo durante menos de diez años, este difunto equipo americano ha sido, de lejos, uno de los más influyentes de la historia del medio. Tanto el concepto de la jugabilidad emergente como elementos ambientales y narrativos luego adoptados por The Elder Scrolls, Half-Life, BioShock o el ya citado Deus Ex difícilmente serían lo que son sin las bases previamente sentadas en él, a veces incluso por los mismos creativos (Warren Spector, Ken Levine) que luego se tendrían que buscar la vida en otras compañías.
Pero aunque Looking Glass como tal se esfumase con el cambio del milenio, su testigo espiritual pronto sería recogido por Raphaël Colantonio, desarrollador francés que fundó Arkane Studios y debutó como director en 2002 con Arx Fatalis. Ahora olvidado debido a su discreta recepción y mediocres ventas, este modesto RPG en primera persona en clave de dungeon crawler fue un homenaje en toda regla a Ultima Underworld, el mismo juego con el que la propia Looking Glass también debutara en su día. Una década más tarde, Bethesda ya había dado mejor cuenta de esa fórmula y el estreno de Morrowind pocos meses impidió que una propuesta más limitada como Arx Fatalis sobresaliese, pero Arkane ya empezó a demostrar de qué era capaz.
A diferencia de Looking Glass con Ultima Underworld, Arkane no estuvo en posición de hacer una secuela directa, pero sí de crear un pseudo sucesor bajo la tutela de Ubisoft: Dark Messiah of Might and Magic. Este título ya no estaba centrado en las mazmorras y el roleo, pero fue elevado gracias al uso del motor Source de Valve (Half-Life 2) para llevar al siguiente nivel el impacto de las físicas en los combates. A su llegada en 2006, el juego volvió a coincidir con otro Elder Scrolls (Oblivion) y también quedó a su sombra; pero cuando se trataba de la visceralidad y reactividad de las peleas cuerpo a cuerpo, era difícil negar que Arkane ya había superado a Bethesda.
Y Bethesda seguramente lo sabía, razón por la que ya entonces, antes del acuerdo con Ubisoft, mostrara interés en publicar el juego. Pero ese cruce de destinos tendría que quedar para otra ocasión. Cuando Arkane volviera a mirar a Looking Glass para reimaginar otra de sus obras capitales: Thief. Con respaldo total de Bethesda (ZeniMax terminó por adquirir el estudio) y la incorporación de Harvey Smith (diseñador de Ion Storm con experiencia en Deus Ex y la propia saga Thief) como codirector junto a Colantonio, la colaboración entre el equipo original de Lyon y uno nuevo asentado en Austin dio lugar a Dishonored. Un clásico moderno del sigilo que evidenció la rápida evolución de Arkane con el diseño de niveles ramificado, el juego sistémico y la libertad para resolver una misma situación de varias formas distintas.
En 2012, Dishonored supuso un soplo de aire fresco entre los triples A de mundo abierto por un lado, y con exceso de guías y scripts por el otro. Fue la idea adecuada en el momento adecuado. El primer éxito incontestable de Arkane, tanto en críticas como en ventas. Razón por la que fue también el primero con una secuela directa, aunque esta vez dirigida en solitario por Harvey Smith en Lyon. Porque Raphaël Colantonio tenía otros planes. El fundador del estudio viajó a Austin y allí, aunque entonces aún no lo sabía, empezó a gestar el que sería su último proyecto en Arkane. Claro que también sería el más ambicioso de todos ellos.
A falta del tercer System Shock...
Dijimos que no se podía hablar de Prey sin hablar de System Shock, pero hemos dado un rodeo porque Thief y Dishonored también son partes indisolubles de la ecuación. En 1994, el primer System Shock había puesto los cimientos del juego inmersivo gracias a su libertad de acción, su cuidada atmósfera de ciencia ficción y su narrativa fragmentada, recompuesta en la cabeza del jugador mediante pistas visuales y archivos de audio. Pero no fue hasta System Shock 2, secuela que heredó el motor 3D avanzado de Thief, cuando la experiencia alcanzó su forma “final”. Ese cóctel de RPG, Shooter y Survival Horror (con toques de otros géneros como puzle, sigilo y plataformas) que pocos lograrían igualar, e incluso menos convertir en una fórmula de éxito. Porque ni siquiera él, el propio System Shock 2, lo logró realmente.
Esta magistral producción, creada a medias entre Looking Glass y la recién formada Irrational Games, fue laureada como una de las mejores del año, pero vendió menos que el original. A consecuencia, ni hubo otra secuela, ni hubo más Looking Glass. Pero el concepto era demasiado bueno como para dejarlo morir de una forma tan poco ceremoniosa. Así que System Shock 2 se convirtió en un juego de culto, y la idea de un System Shock 3 nunca abandonó la cabeza de muchos jugadores y diseñadores. Ni siquiera después de que Deus Ex adaptase gran parte de sus mecánicas desde la claustrofobia de una nave a la deriva hasta entornos urbanos más poblados.
Este vacío llevó, cómo no, a BioShock, juego de Irrational Games que cambió el espacio por una ciudad submarina e hizo más hincapié en la historia. Como simulador inmersivo fue más simple, con gran parte de la versatilidad mecánica que caracterizara a System Shock 2 sustraída para acomodarse a un desarrollo más lineal y efectista. Algo parecido ocurrió con Dead Space, juego de Visceral Games lanzado apenas un año después que en su origen se concibiera como otro System Shock 3 extra oficial (esta vez sí con nave espacial y más hincapié en el horror); pero también de desarrollo aligerado desde que el estudio quedase prendado de Resident Evil 4 y decidiese convertirlo en un Third Person Shooter para fusionar ambas ideas.
A pesar de —o gracias a— estas licencias, ambos juegos triunfaron. Y a la larga, derivaron en una secuela tras otra hasta que la magia se volvió a perder. Aunque es historia para otro día, porque a esas alturas ya no estamos hablamos de simuladores inmersivos. Deus Ex: Human Revolution (2011), en cambio, sí lo fue, y aún con sus propias licencias recapturó más de cerca los encantos de su antecesor —más incluso que la primera secuela de propia Ion Storm, Infinite War—. Y también triunfó. Como Dishonored al año siguiente. Así que el clima parecía propicio. El público se mostraba abierto a juegos más flexibles y sesudos. Y justo eso quería darles Colantonio.
...el segundo Prey
Tras finalizar las expansiones del primer Dishonored, Prey entró en producción. Claro que al principio no se llamaba Prey. Y la elección de ese nombre traería su propia ración de controversia, puesto que muchos acabaron inevitablemente asociándolo con el Prey de 2006 (licencia también adquirida por Bethesda). El FPS de Human Head Studios contara con una nave espacial alienígena, poderes Cherokee místicos, portales antes de Portal y cambios gravitacionales para caminar por paredes o techos antes de Mario Galaxy; pero de todo ello, el Prey de 2017 solo recuperaría la nave, la invasión alienígena y la antigravedad, aunque de una forma más realista.
El proyecto en realidad nació bajo el pretexto de crear un Arx Fatalis en el espacio. Es decir, su estructura no nos llevaría de misión en misión como en Dishonored, con libertad para explorar y actuar dentro de ellas, pero encadenadas de forma secuencial; al igual que la mazmorra del primer juego de Arkane, la estación espacial Talos I era un entorno enorme e interconectado, que por momentos nos hacía atravesar ciertos puntos en determinado orden (sobre todo al inicio y al final), pero entre medias ofrecía montones de tareas y búsquedas libres, alterando la ruta y volviendo adelante y atrás gracias a ascensores o volando por el exterior para reintroducirnos en otro lugar.
Aunque las pantallas de carga para separar las secciones fueron inevitables, la Talos I fue construida a escala. Lo que veíamos flotando en el silencioso vacío representaba con fidelidad tanto el tamaño como la posición de las zonas interiores (laboratorios, camarotes, restaurantes, invernaderos, etc.). El resultado fue una obra maestra de ingeniería jugable sin parangón, una gigantesca mansión encantada en el espacio que al principio podría abrumar, pero que con el paso de las horas y los rejugados revelaba más y más posibilidades. Nuevas rutas para llegar a ciertos sitios, nuevas localizaciones opcionales hacia las que no nos empujaba directamente la trama, nuevas interacciones con supervivientes que todavía merodeaban las instalaciones.
La visión de conjunto, esa que requería varias horas y una cantidad considerable de esfuerzo —al menos al lado de otros triple A— para ser comprendida en plenitud, se empezaba a formar en el minuto a minuto gracias a las enseñanzas de System Shock. Porque sí, el proyecto podría haberse sugerido como una reexaminación de Arx Fatalis, y el nombre podría haber sido reapropiado desde una licencia jugablemente más conectada a DOOM 3 que a cualquiera de los simuladores inmersivos antes citados; pero Prey 2017 estaba incuestionablemente creado a partir de la misma materia jugable que los legendarios títulos de Looking Glass. Mucho más que BioShock, a pesar de la presencia común de Ken Levine e Irrational Games.
NeuroShock: vieja escuela, nueva tecnología
Esto significa que Prey no solo se jugaba en primera persona, narraba la mayor parte de su historia a través del entorno y las grabaciones o combinaba el combate con llave inglesa y varias armas de fuego con habilidades especiales como descargas eléctricas; también dejaba personalizar de forma mucho más exhaustiva a nuestro personaje y ofrecía mapas más complejos y ramificados para que todas las alternativas tuviesen ocasión de brillar. La fuerza bruta era viable gracias a las ampliaciones de vida y de contundencia de los disparos, así como kits para mejorar de forma individual atributos de armas; pero ni estos ni otros beneficios dependían de puntos de experiencia o dinero dejado por enemigos, sino de la exploración en busca de los neuromods.
Gracias a estos implantes se abrían y potenciaban diferentes estilos de juego, aunque no se limitaban a disyuntivas binarias. Sí, silenciar nuestros movimientos hacía que nuestro personaje fuese más apto para el sigilo y ahorrase munición, pero eso solo era el principio: un vigor alto nos permitía agarrar y lanzar cajas pesadas, abriendo tanto nuevos caminos como dañando a los enemigos; la habilidad de reparación permitía arreglar cortocircuitos que bloqueaban el paso con fuertes descargas, pero también torretas móviles que podíamos colocar en lugares estratégicos; y el hackeo no solo tenía utilidad para sortear defensas de ordenadores o cerraduras electrónicas, también revertir el estado de las torretas de hostiles a amistosas si decidíamos invertir los neuromods en habilidades Tifón y empezaban a dispararnos.
Porque referirnos antes a la Talos I como una mansión encantada no era una simple forma de hablar. Aunque no escalaba hacia el horror corporal más grotesco de System Shock 2 —no digamos ya Dead Space—, Prey pronto nos inducía en un estado de constante paranoia gracias a los miméticos, variedad de Tifón (nombre común de estos aliens) que podían tomar la forma de cualquier objeto para emboscarnos. Tazas, sillas, lámparas, incluso los botiquines para recuperar vida... Nada era seguro, a menos que detectásemos vibraciones, duplicados sospechosos o, ya más avanzado el desarrollo, usásemos un escáner para rastrear cada estancia. Pero la cosa no quedaba ahí y, en un alarde de genialidad extra, tanto el mimetismo como otras habilidades de los aliens también podían ser aprendidas y usadas por el jugador.
A través de esta casi ininteligible especie, Prey introducía el componente fantasioso que contrastaba con la verosimilitud del resto de su mundo. Las descargas eléctricas, el control telepático (de humanos y alienígenas) o la telequinesis, añadiendo todavía más alternativas para superar los retos del combate o la exploración (por ejemplo, los objetos de los que asumíamos forma se podían mover y deslizar por rendijas). Aunque, al igual que las demás habilidades y mejoras conseguidas a través de neuromods, todo esto seguía siendo 100% opcional. Porque en otro giro de genialidad no siempre apreciado, Arkane diseñó el juego de modo que ninguna fuese forzada e incluso dejó un logro para avisar de forma explícita que era el caso.
Así, incentivaron a jugadores a encontrar las contraseñas explorando; a introducirse en conductos de ventilación con nuevas rutas y recompensas; o a discurrir cómo la ballesta de juguete podía activar interruptores o terminales táctiles desde fuera de sus habitaciones. Aunque la estrella de esta versatilidad era el cañón GLOO, arma con un gel que se solidificaba al contacto con cualquier objeto y no solo servía para paralizar temporalmente a los Tifón (manteniendo a la llave inglesa vigente todo el juego), también para crear escaleras improvisadas en los muros, detener unos segundos las descargas letales de los paneles eléctricos rotos, tapar escapes de gas en llamas, absorber la toxicidad de ciertos enemigos o golpear elementos del escenario para provocar reacciones físicas como la caída de cajas que obstaculizaban el progreso.
A todo esto también habría que sumar la recolección y producción de materiales (a partir de objetos prescindibles) para crear municiones, botiquines o los propios neuromods en terminales dedicados a ello o lanzando granadas especiales a los enemigos. Prey no solo fue un simulador inmersivo con todas las letras; fue uno de los mejores. De los más complejos cuando se trataba del diseño, y de los más flexibles cuando se trataba de la progresión. Un esfuerzo que merecía más reconocimiento del que recibió, y que debe ser tanto recordado como recomendado ahora, aprovechando su aniversario. Si lo tenéis pendiente, o lo habéis jugado solo un par de horas antes de abandonarlo, este es el punto en el que nos permitimos insistir en que le deis otra oportunidad antes de ahondar en la narrativa y desvelar más de lo necesario.
Empatía virtual
Saliendo en mayo de 2017, cerca de títulos del calibre de Resident Evil 7, Nioh, Horizon Zero Dawn, NieR: Automata, Hollow Knight o Breath of the Wild (todos ellos de esa primera mitad de año), el juego de Arkane ya tenía una cuesta arriba añadida a la menor accesibilidad general de su propuesta frente a la de Dishonored. La otra, vino por la parte de la narrativa. Porque no es casualidad que el simulador inmersivo más popular de los últimos veinte años siga siendo BioShock, ni que parte de los jugadores que dejaron Prey a medias, o llegaron al final sin el mismo entusiasmo que en el juego de Irrational Games, probablemente fuese en gran medida por la narrativa (aunque el incremento en las amenazas enemigas de la recta final tampoco ayudase).
Siendo un juego con una estructura mucho más abierta que BioShock o incluso otros simuladores inmersivos de la vieja escuela, Prey amoldó su narrativa al espacio disponible, tejiendo una red de subtramas que crecía más y más a medida que el jugador dedicaba su tiempo a fisgonear. De hecho, es fácil ver cómo su narrativa guarda más similitudes con Gone Home que con BioShock: el conflicto entre los humanos y los Tifón sirve como paréntesis para abrir y cerrar el juego, pero existe un trabajo de fondo incluso mayor dedicado a establecer la vida en la Talos I.
Sus pasajeros no solo dedicaban su tiempo a investigar las formas de vida alienígena, también establecían amistades y relaciones de pareja, discutían, se escaqueaban de sus obligaciones o quedaban para jugar partidas de rol de mesa. Sus correos electrónicos trataban desde los aspectos más rutinarios hasta las ramificaciones éticas del trabajo, y a veces incluso podían leerse desde los dos extremos; primero desde el ordenador de aquel que lo recibía, y horas más tarde desde el ordenador del que lo había enviado. Alguien a quién quizá acabábamos de sacar de su miseria como fantasma Tifón apenas unos instantes antes. Era un voyerismo con menos fijación en el conflicto a macroescala que en los involucrados en él a microescala.
Y en el medio, Morgan Yu funcionaba como protagonista amnésico (o amnésica, según el sexo elegido) para pronto descubrirse como uno de los principales responsables de la operación y a la vez cobaya de sus experimentos. La paranoia inducida por los Tifón era solo la punta del iceberg: en Prey, todo tenía su componente de realidad y de ilusión, idea que Arkane llevó hasta sus máximas consecuencias a nivel narrativo. En el texto, era un juego que no trataba estrictamente sobre juegos, pero en el subtexto compartía reflexión con otros deliberadamente “meta”. Esos que rompen la cuarta pared para comentar sobre sí mismos mientras guiñan un ojo.
Es otro de los puntos de unión con BioShock, a través el célebre “¿Quieres?” de Andrew Ryan, solo que de una forma genuinamente libre (al menos durante la primera partida). Mucho antes de saber cuál era su papel real en el entramado de humos y espejos puesto ante él, el jugador marcaba su propia ruta moral mediante sus acciones. Podía implicarse en historias que consumían su tiempo y sus recursos con la esperanza de ayudar a alguien en apuros. Podía perdonar la vida a alguien con un pasado turbio o sacrificarlo para evitar combates. Podía acelerar un desenlace que le beneficiara de forma más inmediata o esforzarse por encontrar otro mejor que quizá beneficiase a más pasajeros. Pero casi nada tendía a ser tan explícito como las instrucciones de Ryan, o la disyuntiva entre salvar o cosechar a las Little Sisters.
El juego no caía en discursos o moralinas igual de abiertas, ni recurría a una interfaz que funcionase como cruce hacia la ruta A y la ruta B. Las decisiones del jugador eran del jugador aunque no siempre supiese que eran decisiones orientadas a cambiar la historia, o por qué lo eran. Al final, con el camino ya recorrido, era cuando se revelaban los materiales exactos del pavimento que habíamos estado pisando. Hasta entonces, las grandilocuencias eran más escasas y se ejecutaban con menor sentido del espectáculo y el shock que en el juego de Irrational Games. Aunque tenían más lógica en el contexto de su propio universo. Tanto, que terminaban siendo predecibles si prestábamos atención. Seguramente porque la primera regla de un buen simulador inmersivo es precisamente que sea capaz de atenerse a sus propias reglas.
- Acción
Prey regresa a la actual generación en forma de reboot de la saga a cargo de Arkane Studios y Bethesda para PC, PlayStation 4 y Xbox One, un nuevo giro al terror y la acción directa en primera persona. En Prey os despertaréis a bordo de la Talos I, una estación espacial en órbita alrededor de la Luna en el año 2032. Sois el sujeto clave de un experimento que espera cambiar la humanidad para siempre... pero las cosas se han complicado de forma terrible.