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Aniversario

20 años de Morrowind, el potencial inigualado de The Elder Scrolls

Revisitamos el clásico de Bethesda. Un RPG con asperezas, pero también muchos destellos de genialidad no siempre recapturados por su sucesores.

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20 años de Morrowind, el potencial inigualado de The Elder Scrolls

Todos conocemos Skyrim. Todos. Bueno, quizá no todos. Seguro que muchas abuelas no (aunque exista una streamer literalmente apodada “la abuela de Skyrim”). Pero entre jugadores asiduos, es un nombre que se da por sentado. No mucho después de su lanzamiento, Skyrim se convirtió en el RPG más exitoso desde... siempre. Y aunque la ausencia de datos pueda ceder ahora ese puesto a The Witcher 3 con 40 millones de copias declaradas, cuesta creer que Skyrim no acumule más teniendo en cuenta que a finales de 2016, antes de su llegada a Switch, VR o la más reciente versión aniversario (sí, la misma que implementó pesca) ya sumaba 30 millones.

Todo esto viene a cuento porque el quinto The Elder Scrolls numerado fue —y hasta cierto punto aún es— un fenómeno masivo. Y no solo por ventas; también por críticas, por premios, y por permear hacia el consciente colectivo como pocos juegos antes o después a través de referencias, memes y demás. Desde entonces, Bethesda ha cometido algunos deslices sonados, y los múltiples relanzamientos del propio Skyrim han socavado parte del entusiasmo inicial. Aunque eso no quita que aún ahora, en pleno 2022, poner entregas previas a su nivel o incluso por encima sea un tópico picante, con cabida para cierta controversia. Pero hoy, 1 de mayo, es el vigésimo aniversario de Morrowind, así que permitidnos la auto indulgencia.

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Hacia el Páramo de Vvarden

Como su título completo apunta, Morrowind fue el tercer The Elder Scrolls, aunque su importancia es mayor de lo que suele implicar una posición intermedia. Al igual que el rompedor Grand Theft Auto III, lanzado pocos meses antes, esta fue la primera entrega completamente en 3D; pero a diferencia del clásico de Rockstar, Morrowind no se “limitó” a adaptar la fórmula de sus antecesores desde los píxeles hacia los polígonos, necesitó reimaginar su desarrollo y posibilidades desde los cimientos.

Seis años antes, Daggerfall había sido un éxito para los estándares de la época. Pero seis años en los noventa no eran como seis años ahora. Los saltos tecnológicos eran constantes, y la generación procedural de ciudades, mazmorras y misiones evidenciaba limitaciones imposibles de controlar y depurar sin sacrificar la escala. Tanto Daggerfall como Arena hicieron suya la idea de “vivir en una simulación”, juegos virtualmente infinitos que creaban contenido sobre la marcha; pero los huecos que en 1994 y 1996 se podían llenar con ingenuidad e imaginación, al cambio del milenio requerían esfuerzos más concentrados. Morrowind debía ser diseñado a mano.

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Y así se empezó a gestar la siguiente etapa de la saga, con, además, nueva cúpula creativa tras vaivenes internos que derivaron en la salida de algunas figuras clave de las primeras entregas. Todd Howard se estrenó como director después de liderar el desarrollo del spin-off Redguard (1998), aventura de temática pirata que ya había mojado sus pies en las nuevas aguas tridimensionales. Y la escala, cómo no, se redujo drásticamente debido a la necesidad de dar a cada NPC y edificio una función predefinida. Casi todo cuanto el jugador encontrase servía para algo, estaba relacionado con alguna misión, con el trasfondo o la progresión del personaje.

Como seguro que no sorprenderá a nadie, la idea inicial era ambientar el juego en la región de Morrowind, situada en el extremo noreste de Tamriel, pero al final decidieron limitarse al Páramo de Vvarden (Vvanderfell en inglés), una isla que permitía mantener el desarrollo asumible y de paso aislar al jugador sin necesidad de barreras invisibles. El proceso de crearla de forma manual, por supuesto, también derivó en una llamativa inconsistencia, puesto que el terreno era diez mil veces más pequeño que el teóricamente cubierto por la generación procedural de Daggerfall a pesar de que según el mapa oficial ambos debían ser más o menos equivalentes.

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Pero jugando, pronto se reveló como un sacrificio justificable. Lo que no ofreció Morrowind en escala bruta lo hizo en atención al detalle. El diseño era más denso e intrincando, los caminos serpenteaba más que en entregas anteriores o posteriores, impidiendo que los atajos —posibles, pero no tan omnipresentes— trivializasen el tamaño. Y a pesar de la inevitable repetición de recursos en aldeas y mazmorras, el mundo seguía ofreciendo vistas nuevas horas después de empezar a explorarlo. Como juego de 2002 para revisitar en 2022, la geometría no es particularmente compleja y la distancia de dibujado peca de corta —aunque la versión de PC y sus mods pueden transformarlo con pocos esfuerzos—; pero a pesar de ello, incluso ahora Morrowind sigue ofreciendo los entornos más originales y diferenciados de la saga.

Frente a la fantasía medieval europea tradicional de Daggerfall antes y Oblivion después, o la nórdica de Skyrim, Morrowind aprovechaba su viaje hacia la tierra natal de los dunmer (elfos negros) para plasmar unas flora, fauna y arquitectura menos derivativas de otras obras del género, jugables o no. Árboles con forma de setas, medusas voladoras, viviendas talladas en el interior de plantas bulbosas o caparazones gigantes, tormentas de arena roja... Vvarden era un lugar exótico, a veces casi alienígena, así que explorarlo no solo resultaba interesante por la libertad y las decisiones de todo buen RPG, también por la sensación de adentrarnos en un mundo genuinamente nuevo, imaginado específicamente para cobrar vida en este juego.

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Consecuencia de elección

Pero más allá de sus placeres audiovisuales (Jeremy Soule se estrenó como compositor y su música contribuyó de sobremanera a la atmósfera), lo que hizo de Morrowind un clásico capaz de tutear a juegos con mayor extensión y mejores gráficos fue tanto su libertad de elección como, más importante, las consecuencias de esas elecciones. Es decir, si bien algo que no ha faltado en ninguna entrega previa o posterior a Morrowind ha sido la posibilidad de crear un personaje a nuestra medida, ir en cualquier dirección y aceptar casi cualquier misión en cualquier momento; lo que rara vez ha estado a su nivel ha sido cómo esa libertad respondía de vuelta.

Elegir una raza u otra al empezar, por ejemplo, no solo era una decisión estética, que también; no solo cambiaba las estadísticas iniciales; que también; y no solo otorgaba ventajas pasivas permanentes; que también; además influía en cómo nos trataban otras razas. Vvarden era, como ya hemos dicho, la tierra de los elfos oscuros, pero obviamente no eran sus únicos habitantes. El Imperio también tenía presencia, con varios asentamientos repartidos por la región, y muchos de los núcleos urbanos estaban habitados por orcos, argonianos, guardas rojos, khajitas y demás. No obstante, no todos los nativos veían con los mismo ojos esta multiculturalidad, y optar por un elfo negro como personaje, si bien no necesario, abría antes y mejor algunas puertas.

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Pero esto solo era la punta del iceberg, porque luego estaban los demás factores como el género (con efecto en algunas estadísticas y misiones), las clases, los signos de nacimiento, la infinidad de personajes dispuestos a entrenarnos habilidades a cambio de dinero, las mil y una potenciaciones y efectos que podíamos conseguir vía alquimia, la creación de hechizos personalizados, la posibilidad de imbuir efectos mágicos en armas y equipamientos... Que esa es otra, ¿sabéis cuántos objetos se podían equipar en nuestro personaje en Morrowind? Más de una docena contando anillos, amuletos o piezas individuales de armadura y ropa que eran solapables.

O lo que es lo mismo, los personajes no se limitaban a poner túnicas o corazas metálicas sobre sus cuerpos desnudos, también ropa interior u otras prendas, bien por decisión estética o bien por añadir beneficios a la mera defensa, dando más oportunidades de validación a la exploración, el comercio, el hurto y el encantamiento de objetos. ¿Era un sistema con margen para explotar? Desde luego. Pero era parte del viaje: empezar desde lo más bajo, un preso recién liberado con problemas para matar a una simple rata; y acabar siendo el guerrero más poderoso de todo Vvarde a medida que subíamos niveles, equipábamos o consumíamos bienes y nos asegurábamos un físico adecuado para movernos con soltura a pesar de ello.

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Esta consideración es importante porque si el juego ahora tiene un hándicap claro al lado de Oblivion y Skyrim, al menos para iniciarse, es hasta qué punto todo está condicionado por las estadísticas. Morrowind no solo era un RPG en el sentido de “golpeas cosas, consigues experiencia y subes numeritos”, también en el de “si tienes poca destreza con un tipo de arma, los ataques ni siquiera golpean aunque estés a un palmo del enemigo”. O de “si has vaciado la barra de fatiga, los hechizos pueden fallar aunque tengas la inteligencia y los puntos de magia necesarios para ello”.

A partir de Oblivion, Bethesda se movería hacia un action RPG más típico y básico, donde las estadísticas seguían condicionando el combate, pero las colisiones se registraban siempre como impactos, y otros aspectos como el éxito de las conversaciones o el uso de ganzúas se podían alterar con habilidad mecánica vía minijuegos. Pero en Morrowind no era el caso. Morrowind era rol puro y duro, basado en papel, lápiz y dados. Con tiempo y dedicación, podías hacer virguerías: acertar cada espadazo, eliminar de un lanzamiento mágico a cualquier enemigo, correr sobre agua, levitar... El cielo era el límite, literalmente. Pero solo con tiempo y dedicación. Desde que experimentases, eligieses atributos, armas, hechizos o alquimia para especializarte, y te embarcases en la aventura de la superación.

En tu Casa o en la mía

Pero el complejo entramado de sistemas y mecánicas con las que moldear el personaje no era más que la mitad del componente rolero. El otro era nuestro papel en el mundo, las repercusiones a través de nuestra mediación en los asuntos de los gremios o las Grandes Casas de Vvarden. El concepto de los gremios de luchadores, magos, ladrones, etc. ha sido una de las principales señas de The Elder Scrolls desde siempre; pero las Casas, en cambio, fueron un factor diferencial clave de esta entrega concreta. Porque Morrowind podía ser la tierra de los elfos negros, pero estos no se agrupaban bajo una única cultura. Bajo un líder o creencias comunes.

La Casa Hlaalu, por ejemplo, nos recibía ya en Balmora, primer núcleo urbano importante si cumplíamos el recado que iniciaba la trama principal (para acto seguido interrumpirse temporalmente con el fin de que buscásemos otras actividades). Esto se debía a que era la facción más abierta a otras razas por su manifiesto interés en el comercio, y aceptaban de buen grado a cualquier jugador dispuesto a colaborar.

Oficinas de la Casa Hlaalu en Balmora.
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Oficinas de la Casa Hlaalu en Balmora.

La Casa Redoran, por su parte, se asentaba más al norte, en las tierras áridas de Ald’ruhn, y tenía convicciones algo más nacionalistas, aunque toleraba al Imperio, al gremio de luchadores y aceptaba entre sus filas a los guerreros más diestros de cualquier raza que le prestasen sus servicios.

Distrito interior de la Casa Redoran en Ald’ruhn.
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Distrito interior de la Casa Redoran en Ald’ruhn.

Y luego estaba la Casa Telvanni, con sede en Sadrith Mora y liderada por hechiceros. Esta era la más aislacionista de las tres a las que podíamos entrar (aunque existiesen otras), pero su ansia de sobreponerse al gremio de magos hacía que también aceptasen extranjeros si demostraban un gran dominio de las artes mágicas.

Entrada a Sadrith Mora.
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Entrada a Sadrith Mora.

La genialidad de esta estructuración, como podréis imaginar incluso si no lo habéis jugado, es que cada Casa no ofrecía simplemente una subtrama paralela a la que apuntarse y completar antes de pasar a otra o regresar a la trama principal. Estas facciones tenían diferentes requisitos basados en los atributos de nuestro personaje tanto para entrar como para escalar puestos (hasta convertirnos en el señor de nuestra propia fortaleza a nombre de la Casa en cuestión); y sus intereses a menudo chocaban de forma directa con los de las otras Casas, por lo que, una vez enrolados en cualquiera de ellas, las otras nos cerraban sus puertas.

A pesar de la absurda cantidad de poder que podíamos acumular con un personaje a la larga, Morrowind no estaba diseñado para que el jugador hiciese todo en la misma partida. Lo estaba para que eligiésemos un camino (adoptásemos un rol), explorásemos sus consecuencias y luego, si nos apetecía, las contrastásemos con las de un segundo o incluso tercer personaje. De este modo, las facciones no funcionaban como historias compartimentalizadas y el mundo resultaba más verosímil. La Casa Telvanni podía requerir altos atributos mágicos, pero era consecuente y nos recompensaba con hechizos que serían útiles para ese personaje, aunque sus miembros nos cogían recelo si colaborábamos con el gremio de magos. Y la Casa Hlaalu podía hacernos engañar a miembros de la Casa Redoran para sonsacarles información porque, total, sus misiones ya estaban fuera de nuestro alcance.

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Huelga decir que destellos de esta clase de diseño se han vuelto a ver después, como en el caso de la guerra civil de Skyrim, donde podemos enrolarnos en uno u otro bando para llevarlo hacia la victoria. Pero dista de ser la norma o estar implementado al nivel de Morrowind. Arriba nos hemos centrado en las Casas de los elfos negros por ser un aspecto único de la tercera entrega; pero esa clase de fricciones no solo se daban entre ellas, sino también entre los gremios tradicionales (como el de luchadores y el de ladrones) u otras organizaciones establecidas en Vvarden.

El progreso dentro de algunas de estas facciones, además, tampoco era lineal: varios personajes repartidos por la isla podían encargarnos misiones que nos encaminaban hacia un mismo fin, un mismo puesto dentro de esa facción. Algo que, evidentemente, le impedía crear la misma clase de ritmo y suspense que tuvieron algunos de los gremios posteriores (como el de asesinos en Oblivion, quizá el mejor ejemplo de lo que se puede lograr con el enfoque opuesto), pero le acercaba más a esa sensación de contenido orgánico que sustentara Daggerfall. Por eso Morrowind no solo es la entrega intermedia en número, también lo es por representar un esporádico punto de unión entre dos vertientes de la saga cada vez más alejadas entre sí.

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La vida después de Morrowind

Morrowind fue creado en un clima de incertidumbre, tras varios proyectos de poco éxito (Battlespire, Redguard) y un cambio en el liderazgo del estudio. Pero sus más de cuatro millones de copias vendidas pusieron bajo Bethesda el colchón que necesitaba. Oblivion se desarrolló con otra clase de seguridad, y con Xbox 360 como plataforma prioritaria. Se aumentó el número de desarrolladores, se empezó a doblar cada línea de diálogo y, también, se empezaron a quitar opciones. Menos especialidades en la que invertir puntos, menos condicionantes para movernos, luchar o acceder a misiones, menos ramificaciones, menos consecuencias interfacciones.

Y, por supuesto, se estrenó el GPS mágico que nos dirigía hacia el objetivo de la misión actual sin necesidad de prestar atención a señales o abrir el diario. Es cuestionable si la alternativa de Morrowind fue siempre mejor, ya que algunas indicaciones podían pecar de obtusas (“ve hacia el sur, coge a la derecha, luego a la izquierda, bla bla”) y orientarse en Vivec (ciudad laberíntica con varios cantones de múltiples pisos casi idénticos) definitivamente era un cacao innecesario. Pero Oblivion, en vez de pulir el diseño, diseminó el contenido por un mundo más plano, nos indicó con el dedo a dónde ir en casi todo momento y nos ofreció teletransporte instantáneo sin necesidad de recurrir a zancadores, barcos o magos. Vendió el doble.

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Para un fan de Morrowind es díficil no sacar la vena cínica incluso antes de llegar a Skyrim, y eso que, más allá de los problemas derivados del autonivel (enemigos que se adecuaban automáticamente al jugador y minimizaban la sensación de progresión), Oblivion dio un giro más moderado. Las mejoras también estuvieron ahí, por supuesto, y no solo en los gráficos. The Elder Scrolls IV y V fueron más accesibles, aumentaron el espectáculo, mejoraron la puesta en escena. Oblivion recuperó los caballos de Daggerfall, ausentes en Morrowind. Y Skyrim traería los dragones, primero para enfrentarnos a ellos y luego también para surcar los cielos. Así que no podemos llegar aquí y decir que todo fue cuesta abajo porque no es ni remotamente cierto.

Pero sí es cierto que nunca hemos recibido realmente un Morrowind 2.0. Un RPG donde las elecciones vayan bastante más allá de “ahora me dirijo a la ciudad A o a la ciudad B”, de “ahora hago el gremio X o el gremio Y”. Un juego que, sin ser obtuso por el mero hecho de serlo, sepa apretar al jugador, que lo empuje a seguir experimentando y descubriendo nuevas posibilidades muchas horas después de dejar la pantalla de creación de personaje atrás. A rolear más partida tras partida. Podríamos aludir a cierta saga de From Software que nació durante el auge de The Elder Scrolls y desde entonces se ha convertido en una influencia constante para el medio. Pero nos lo ahorraremos. Porque, de nuevo, llega con mirar hacia Morrowind. Quizá no fue el RPG perfecto, pero sí dejó la plantilla para uno que podría serlo.

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The Elder Scrolls III: Morrowind

  • XBX
  • RPG
Una gran libertad de movimiento y un extenso mundo para explorar son las cartas de la nueva entrega de Elder Scrolls, que supone el estreno de la serie en Xbox.
Carátula de The Elder Scrolls III: Morrowind
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