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Prehistoria en el futuro

Antes de Forbidden West: los enigmas narrativos de Horizon Zero Dawn

A pocos días de la secuela, recordamos cómo Guerrilla enganchó a los jugadores mediante los misterios de la primera aventura de Aloy. Alerta: ¡spoilers!

Antes de Forbidden West: los enigmas narrativos de Horizon Zero Dawn

El intenso auge del mundo abierto vivido durante la década pasada —y ahora ya la presente— se ha convertido en una bendición o maldición en función de tanto el juego como el jugador. Aventuras, Shooters, juegos de rol, de carreras, Survivals... Ningún género se libra, y prácticamente ninguna compañía de tamaño grande o mediano ha querido dejar pasar la oportunidad de dar su propio giro a la fórmula. Por supuesto, esta ansia de ofrecer juegos amplios y abiertos precede por mucho a la generación pasada. O a las propias tres dimensiones: durante los ochenta, la saga Ultima ya llevó los tableros de Dragones y Mazmorras a mundos digitales con desarrollos no lineales, donde cada jugador trazaba su camino y escribía su historia.

Pero lo que antaño era una proeza, ahora es estándar. Y lo que es estándar, termina cayendo en la rutina. El avance tecnológico ha puesto los open world en 3D y HD al alcance de cada vez más estudios, pero también ha derivado en una mayor dificultad para destacar, para mantener el interés hasta los créditos. Antes, decir que tu juego duraba 40 horas era un reclamo. Ahora, nuestro lado más cínico salta como un resorte. ¿40 horas haciendo qué? ¿Dando paseos? ¿Repitiendo los mismos dos o tres tipos de misiones con pequeñas variaciones? Los mundos abiertos han dejado de ser un gancho en sí mismo. Se necesita algo —bastante— más para no caer presa de la fatiga.

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Nota: el texto incluye spoilers. Es recomendable haber completado Horizon Zero Dawn antes de leerlo.

El nuevo horizonte de Guerrilla

Estrenado hace ya casi cinco años, en febrero de 2017 (marzo en Europa), Horizon Zero Dawn fue uno de esos casos que sí logró abrirse paso a través del creciente escepticismo con el formato. Con la mayoría de notas en el terreno del sobresaliente y más de diez millones de copias vendidas, el juego de la holandesa Guerrilla Games solo se puede catalogar de éxito rotundo. Un éxito que, naturalmente, debe mucho al respaldo económico y mercadotécnico de Sony; pero tal y como la tibieza con Days Gone demostraría después, también uno capaz de aportar suficiente por cuenta propia como para que ahora nos encontremos a pocos días de recibir su secuela.

Está claro que ser un prodigio audiovisual —en especial para su escala y plataforma— no le perjudicó. Pero Horizon, al igual que Aloy, era más que una cara bonita. No necesitaba muchos minutos para evidenciar que, tras años saltando entre Killzone y Killzone, Guerrilla se había deleitado dando forma a esta nueva visión. Un mundo primitivo en el futuro, donde guerreros con pintadas tribales salían a cazar animales robóticos con arcos y flechas. Un mundo donde el jugador también se podía vestir con pieles, crear sus propias armas y emboscar a criaturas metálicas cada vez más grandes y peligrosas. Atándolas, aturdiéndolas, explotando sus debilidades con diferentes tipos de flechas, usando contra ellas cañones arrancados de sus propios cuerpos.

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El combate de Horizon era bueno, incluso genial cuando se trataba de estos encuentros —no tanto contra humanos—. Pero convertirse en una suerte de Monster Hunter light, más amable que el de Capcom, era un atractivo que se revelaba a medio o largo plazo. En el corto, era su narrativa la que llevaba la voz cantante. Y con esto no nos referimos simplemente al argumento. La historia de Aloy como paria convertida en heroína es una que se veía venir desde que nuestra protagonista contaba con apenas seis años y correteaba con igual gracia y torpeza por la primera cueva del juego. Esa misma que exclamaba “¡Estamos en un futuro postapocalíptico!” antes de que pudiésemos dudar si sus anacronismos eran producto de un universo alternativo.

Horizon no era un juego particularmente receloso a la hora de esconder sus giros y sorpresas entre humo y espejos, ponía casi todas las piezas del puzle a la vista porque sabía que tener un puzle con esas piezas era intrigante. Los vestigios del mundo conocido por el jugador no eran grises y decrépitos como en un Fallout, y las tribus que moraban entre ellas tampoco podían narrar el pasado perdido como los supervivientes de un The Last of Us. Ni siquiera se querían adentrar en las ruinas donde aguardaban las respuestas, así que habían empezado a reconstruir sus sociedades a partir de los fragmentos incompletos y descontextualizados de la superficie.

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Sus supersticiones eran fáciles de desmitificar por un jugador que sabía cómo era la vida antes, y también por una Aloy inquieta y directa, que no había crecido tan condicionada por ellas. Su papel de paria destinada a grandes cosas, cliché como podía ser, permitía que ambos compartiesen tanto la curiosidad por el mundo como la falta de remilgos a la hora de preguntar por él. Así, juntos descubríamos las tradiciones de los Nora y los conflictos de los Carja, capaces de nutrir la capa más superficial y presente del mundo nuevo con años de historia; pero también recomponíamos los fragmentos del viejo, ahora cubierto por la hierba y las flores.

Uno de los mayores aciertos en ese sentido fue la implementación del Foco, artilugio con funciones jugables equivalentes al escáner de Samus en Metroid Prime (desencriptado de documentos, detección de puntos débiles) y el sentido brujo de Geralt en The Witcher 3 (rastreo de objetivos), pero además esencial a nivel narrativo para explicar por qué Aloy era diferente incluso antes de tener en cuenta su origen: aunque su código genético le terminase abriendo puertas literales, cerradas para cualquier otra persona, tener desde pequeña acceso a información invisible para los demás había moldeado su visión del mundo y construido una realidad que los adultos de las tribus ni siquiera podrían empezar a entender. En unas culturas dominadas por el chamanismo, la fantasía era ciencia y la ciencia, fantasía.

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La tragedia optimista de Zero Dawn

El hueco entre estos mundos opuestos era por donde se deslizaba el jugador para explorar y otear las ruinas; derrotar a las máquinas o sabotearlas tras descubrir los secretos de sus fábricas (las futuristas mazmorras opcionales); activar hologramas y mensajes de audio de hace siglos o leer libros narrando eventos del último par de décadas; encontrar proyecciones de edificios reales perdidos en el tiempo o cumplir recados más rudimentarios para personajes en apuros. Con el paso de las horas, la fantasía primitiva y la ciencia ficción postapocalíptica se fundían más y más, ofreciendo descubrimientos que no solo no eran contradictorios (como las batallas de naves espaciales en el por lo demás medieval Ultima), se retroalimentaban para dar coherencia a lo que siempre habían sido dos caras de la misma moneda.

El conflicto Carja que condicionaba todo el panorama político, por ejemplo, no solo tenía su razón de ser en las ambiciones y trifulcas más mundanas de esta tribu y su escisión (los Carja Sombríos), sino en “La Locura”, una crisis provocada por la repentina agresividad de máquinas que antes eran pacíficas. La incapacidad para explicar el cambio llevaría, cómo no, a elucubrar toda clase de teorías, incluyendo la necesidad de satisfacer al Sol con sacrificios humanos, algo que desencadenaría en enemistad abierta con otras tribus, así como una guerra civil cuyas consecuencias todavía sacuden la región cuando Aloy abandona por primera vez su hogar.

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El motivo real detrás de La Locura de las máquinas, por supuesto, no guardaba relación con el Sol o ningún otro astro, sino con un conflicto en el sistema de terraformación planetario creado por los humanos de antaño. Esos que nadie recordaba —o, mejor dicho, conocía—, pero seguían comunicándose con nosotros a través de las grabaciones. Fantasmas de un pasado cada vez más claro, y a la vez más trágico. La historia presente, esa que nos hacía acompañar a Aloy desde su descubrimiento del Foco hasta el climático encuentro final con HADES (una de las IA integradas en el sistema de terraformación) culminaba con el esperable tono triunfal, la materialización del arco que todos anticipábamos desde que nuestra protagonista era un bebé. Pero de fondo quedaba el poso de la otra historia, la tragedia de Zero Dawn.

El proyecto que inicialmente parecía destinado a combatir una plaga de máquinas reveladas contra humanos —otro cliché con as en la manga—, en realidad se orientaba a dar una segunda oportunidad a la Tierra después de la ya inevitable extinción. En paralelo a la ligera aventura de Aloy perfilábamos registro a registro los meses finales de su elusiva “madre”, Elisabet Sobeck, encerrada junto a un grupo de científicos para crear ese sistema de terraformación mientras el mundo colapsaba por completo. El principal conflicto de Horizon, curiosamente, nunca se llegaba a mostrar en pantalla; solo se describía mediante las palabras de sus víctimas y se insinuaba mediante los escalofriantes restos de demonios metálicos. Porque nuestra imaginación siempre podría albergar mayores horrores que los flashbacks de un juego para +16 años.

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A la luz del día, Horizon Zero Dawn trataba sobre tribus y caballos robóticos; pero en la penumbra de sus cuevas, lo hacía sobre desesperación y sacrificio. Sobre una milicia absolutamente desbordada, sin posibilidad de lograr la más mínima victoria. Sobre millones de vidas perdidas para intentar rascar segundos extra de tiempo. Sobre las angustias de ingenieros trabajando sin descanso mientras las ciudades caían y los bosques ardían, transformado la climatología misma del mundo. Y también sobre la traición de Ted Faro, involuntario causante del apocalipsis por sus máquinas, pero intencionado responsable de la Edad Oscura posterior por impedir que el proyecto siguiese su curso a la hora de legar toda la información a la nueva humanidad criada cientos de años después en los laboratorios automatizados.

Y sin embargo, en medio de toda esa miseria, Horizon encontraba el lado positivo. Dejaba una rendija para que la luz bajase hasta las profundidades. Como bien decía Aloy antes de saber la mitad de la historia, la vida no había dejado de existir. “Elisabet nos salvó de algún modo”, aseguraba en una de sus conversaciones con Sylens. Y así fue. Tanto por su contribución a GAIA, la IA encargada de dirigir la terraformación y restaurar la humanidad llegado el momento —además de gestar a la propia Aloy con su código para anticiparse a los efectos de La Locura—, como por su sacrificio sellando la compuerta defectuosa que habría dado al traste con toda la operación en el último momento. Un heroico gesto final, eso sí, solo posible gracias a todos los demás sacrificios previos, que habían ralentizado a las máquinas día tras día durante meses.

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Lecciones del viejo mundo

Hay un buen puñado de ideas, mensajes y temas que se pueden extraer de un juego de mundo abierto con 40 horas de contenido (si sumamos las secundarias) como es Horizon Zero Dawn, pero pocos se manifiestan de una forma tan recurrente y manifiesta como la importancia del conocimiento. El ansia de conocimiento fue lo que empujó a Aloy a entrenar y dejar atrás su vida de paria, incluso si ello suponía perder la relación con Rost, su adoptiva figura paternal. Y el ansia de conocimiento fue también lo que empujó a Sylens a colaborar con HADES, poniendo en marcha eventos que casi desencadenan en un segundo apocalipsis de potencial irreversible.

Del mismo modo, el temor al conocimiento fue lo que empujó a Ted Faro a borrar milenios de historia y sabiduría, a cancelar el plan de APOLO y provocar un amanecer de la humanidad anclado en mitos y leyendas cientos de años después de nuestra era. Su negativa a ser juzgado por una equivocación de consecuencias catastróficas resultó en un mundo que no solo no pudo aprender de los aciertos pasados, tampoco de los errores. Los nuevos humanos volvían a ser víctimas de prejuicios y guerras, pero además debían lidiar con un contexto, el de las máquinas y las inteligencias artificiales, que no entendían porque no formaba parte de su evolución: estaba ahí antes que ellos y, si Aloy no lo remediaba, estaría ahí después de su extinción.

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Y claro, fue también la sed de conocimiento de los jugadores la que para tantos hizo de este título sobre cazar criaturas de metal con arcos y flechas una experiencia absorbente y fascinante en vez de otro juego de mapa enorme con dificultad para sobresalir entre la multitud. Aunque gran parte de la exposición se agolpaba en varios puntos clave del desarrollo, la posibilidad de encontrar muchos descubrimientos de forma libre los hacía nuestros, y la capacidad de Guerrilla para impregnar de historia y cultura los entornos, las criaturas y las indumentarias también dibujaba un tapiz rico y sugerente sin necesidad de recurrir a palabras. Un mundo digno de ser explorado a fondo incluso si la jugabilidad no era la más intrincada de un action RPG.

Dentro de una semana, Forbidden West dará continuidad a ese mundo llevándonos hacia rincones desconocidos del mismo, con mejores gráficos, nuevas mecánicas y las promesas de subir el listón que siempre acompañan a una buena secuela. Ahora los fans ya son eso, fans. Simpatizan con Aloy y tienen ganas de saber a dónde le llevarán los siguientes pasos de su aventura. Pero la intriga original será difícil de recapturar. Los mecanismos internos de este post-postapocalipsis ya han quedado a la vista, así que los escritores necesitan desplegar una creatividad similar o incluso superior para atrapar a los jugadores hasta la hora diez, la quince y la veinte. Aunque visto lo visto en Zero Dawn, tampoco suena como la más arriesgada de las apuestas.

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Horizon: Zero Dawn

  • PS4
  • PC
  • Acción
  • Aventura

Horizon: Zero Dawn es lo nuevo de Guerrilla Games y Sony, los creadores de la saga Killzone, para PlayStation 4 y PC, una aventura de acción ambientada en un mundo post-apocalíptico en el que las máquinas se alzan como especie dominante del planeta. Aloy, una joven marginada de una sociedad tribal, se enfrentará a ellas en un mundo de desarrollo abierto.

Carátula de Horizon: Zero Dawn
9.2