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Mundos en ruinas

Cuando los malos ganan: videojuegos con la derrota como motivación

A veces los héroes no pueden ganar sin perder antes. Exploramos cómo usan algunos juegos las victorias de sus villanos.

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Cuando los malos ganan: videojuegos con la derrota como motivación

Aviso: este artículo incluye spoilers de Final Fantasy VI, Ocarina of Time y Dragon Quest XI, aunque se tratan de forma individual por si queréis saltar alguno.

Final Fantasy VI sigue siendo, 27 años después de su estreno, la entrega de la saga con más personajes principales. Aunque algunos son opcionales y podemos completar el juego sin verlos delante, el equipo puede sumar la friolera de catorce miembros, y eso obviando ciertos secundarios que se unen de forma puntual. Como consecuencia, el desarrollo de vez en cuando tiene que formar grupos, que se separan y se dirigen hacia diferentes lugares para que el jugador siga sus pequeñas aventuras antes de volver a unirlos. Un solución efectiva para poner algo el foco en todos y, de paso, ampliar la escala de una historia coral que no tiene un protagonista claro (aunque personajes como Terra o Locke se encarguen de abrirla y sobresalgan sobre el resto).

Sin embargo, hay un tramo, con el juego ya muy avanzado, donde de repente nos quedamos solos. El juego reduce de golpe el equipo a Celes, desertora del imperio al que habíamos estado haciendo frente hasta ese momento. Celes se encuentra a sí misma en una isla remota con la única compañía de Cid, secundario no jugable que cae enfermo después de velar por ella, y al que debemos alimentar con los peces que seamos capaces de capturar en la orilla. Algo que el jugador no sabe es que no todos son beneficiosos, y pese a nuestras buenas intenciones, Cid puede fallecer. De hecho, lo más seguro es que lo haga, porque el tiempo que tardemos en llevárselos también es un factor determinante. De darse el caso, es otra pérdida que se suma a la larga lista de Celes, quien, deprimida, se dirige a un acantilado cercano para saltar al vacío.

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Final Fantasy VI: recomponiendo la fantasía rota

Esta impactante secuencia sucede por pocos minutos a lo que debería haber sido, según convenciones del género, el clímax triunfal de Final Fantasy VI. Desde la emblemática introducción, con Terra, Biggs y Wedge dirigiéndose hacia Narshe a bordo de sus mechas, pasando por la huída en el castillo sumergible de Edgar, la infiltración en territorio enemigo que cruza los caminos de Locke y Celes, el abordaje de un tren fantasma por parte de Sabin, Shadow y Cyan o la suplantación de una cantante de ópera para captar la atención del capitán Setzer (entre muchas otras viñetas memorables), la historia parece destinada a culminar en el enfrentamiento contra el emperador Gestahl, principal escollo para que los humanos y la legendaria raza de los Espers (las invocaciones de FF VI) puedan vivir en armonía.

Muchas horas después de empezar, Gestahl y su secuaz Kefka localizan tres estatuas mágicas, fuente de la clase de poder arcano que puede liarla mucho y muy rápido si cae en las manos equivocadas, y se alzan con ellas en medio de una isla flotante al que nuestros protagonistas deben acudir para detener sus planes. El tablero y las piezas están dispuestas para la batalla final, pero Kefka cambia las reglas: encolerizado tras un ataque de Celes, el inestable bufón (primera cobaya de la experimentación en humanos con la magia de los Espers) usa el poder de las estatuas para asesinar al emperador y destruir el mundo ante el estupor de Terra y compañía, que no pueden hacer otra cosa que intentar huir de la isla flotante mientras todo se viene abajo. A sus pies, los continentes se resquebrajan, acabando con incontables vidas en el proceso.

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No hay jefe que derrotar, no hay victoria milagrosa en el último minuto. El desarrollo se interrumpe con el planeta en llamas antes de avanzar un año y llevarnos a la isla donde Celes y Cid malviven hasta que el segundo deja de hacerlo. Claro que también podemos salvarlo, pero eso no cambia la inmensa sensación de pérdida que afecta tanto a Celes como un jugador que ha pasado veinte o más horas conociendo y entrenando a una decena de personajes para acabar como ella, varado en una isla solitaria después de fracasar en su misión. Los elaborados planes de la resistencia para acabar con el imperio son arrastrados lejos por las olas, que sirven como única banda sonora en uno de los raros momentos en los que el juego decide prescindir de música.

Hasta ese punto, Final Fantasy VI ya había hecho méritos para alzarse como una de las mejores entregas de la saga, pero es este “mundo en ruina” el que recontextualiza y eleva todavía más su narrativa. Pone de manifiesto que la pérdida y el duelo, temas ya presentes antes del cataclismo a través del envenenamiento de la familia de Cyan, la incapacidad de Locke para dejar atrás a su novia fallecida Rachel o el asesinato del general Leo conectan a los personajes más allá de la rivalidad con el imperio. El dominio de Kefka es, por supuesto, algo temporal. Sabemos que tiene que existir algún modo de alcanzar un desenlace más positivo antes de que aparezcan los créditos. Pero sirve como el perfecto catalizador para una segunda mitad donde se ahonda en estos temas con otro grado de complicidad por parte del jugador.

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Donde la primera parte había seguido las pautas de un guion estudiado para entrelazar multitud de arcos, presentando personajes y lugares a un ritmo ligero gracias a su estructura más lineal, la segunda nos deja en la mitad del nuevo mapa sin más direcciones u objetivos que buscar al resto del grupo. No sabemos dónde han ido a parar, ni siquiera si están vivos, así que el juego adopta un formato de pseudo open world para que lo averigüemos por nuestra cuenta, preguntando a NPCs por posibles pistas y adentrándonos en los pueblos para ver si hay suerte. De hecho, tras reunirnos con al menos Edgar y Setzer, ya se presenta la opción de ir a por Kefka. Incluso Terra y Locke, aparentes protagonistas durante los primeros compases de la aventura, pueden ausentarse del enfrentamiento final. Pero optar por una revancha temprana, si bien posible, es casi antiético dado el mensaje del juego.

Así como Celes encuentra la motivación para seguir adelante en la esperanza de que los demás sigan vivos y el jugador encuentra, además, una motivación jugable en la restauración del equipo para hacer frente a Kefka, el mundo en ruinas ofrece oportunidades terapéuticas para los otros personajes. Setzer visita la tumba de una amiga, fallecida en un accidente de barco volador, para darle al vehículo un nuevo propósito. Cyan deja de suplantar la identidad de un hombre muerto enviando flores y cartas para contentar a su viuda. La pintora de poderes mágicos Relm hace entrar en razón a su abuelo Strago, ahora miembro de una secta. Terra, de ascendencia Esper, se siente por primera vez aceptada en su forma real y decide seguir luchando para dar un futuro a los niños huérfanos. Y Locke debe despedirse de forma definitiva de Rachel, a la que consigue revivir momentáneamente para encontrar el perdón por un accidente.

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Infinidad de detalles sobre el pasado de estos personajes, como el misterioso ninja Shadow, solo se revelan si los encontramos entre los restos del posapocalipsis, escenario ideal para mostrar su cara más vulnerable antes de reforzarlos y prepararlos para la batalla final. Llegados los créditos, con Kefka ya convertido en polvo nihilista, el grupo corre de nuevo hacia el barco volador para escapar, pero esta vez en un clima de euforia. Muchos de los daños son irreversibles. El mundo nunca volverá a ser el mismo, tanto por la nueva distribución geográfica como por las pérdidas humanas sufridas. Pero ellos han crecido como ningún reparto antes — y pocos después— justo porque “el malo” se dio el lujo de ganarles primero.

Ocarina of Time: recuperando el tiempo perdido

Resulta irónico ligar el enorme plantel de un Final Fantasy con el único protagonista mudo de un Zelda, pero Ocarina of Time es un caso especial, incluso dentro de su saga. Como primera entrega 3D, en ella se establecieron convenciones aún vigentes como los combates, el uso de ítems y la resolución de puzles aprovechando al máximo el espacio ofrecido por esa dimensión extra. En el ámbito narrativo, además, también significó un elaborado uso de la cámara en secuencias mucho más abundantes que en los precedentes A Link to the Past y Link’s Awakening. Fue un gran paso adelante para Nintendo, aunque uno a veces algo minusvalorado al lado de otras épicas contemporáneas, con argumentos más enrevesados, toneladas de diálogos y a menudo también doblaje. Ocarina seguía con textos y el recurrente conflicto entre Link, Zelda y Ganon en su centro. Aunque había una diferencia clave respecto a iteraciones previas y posteriores: esta vez, Ganon conseguía acceder a la Trifuerza.

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El hecho de que Link creciese para permitirnos jugar con su versión adulta después de empezar siendo apenas un niño nunca fue un secreto guardado con esmero. De hecho, dicha versión adulta fue la primera mostrada por Nintendo, y siguió apareciendo en el material promocional hasta el lanzamiento, donde figuraba en anuncios y la propia caja del juego. El “giro”, por tanto, era previsible, y seguramente ningún lector salte esta parte del texto incluso aunque decida hacerlo con las otras porque la transición entre edades es uno de los elementos más populares y definitorios de Ocarina of Time. Su valor real, sin embargo, no reside en el giro como elemento de sorpresa, sino en la forma en la que permite recontextualizar Hyrule aunque esta no se transforme a un nivel tan dramático como el mundo de Final Fantasy VI.

La primera parte de la aventura, vista en retrospectiva, siempre ha consistido en hacer el trabajo sucio para Ganondorf. El líder de la raza Gerudo necesita las piedras espirituales que custodian las tribus Kokiri, Goron y Zora para acceder al Reino Sagrado, pero no logra conseguirlas por su cuenta y altera el orden natural de estos pueblos, perturbando la perceptiva conciencia de Zelda y propiciando la cadena de eventos que llevan a Link hasta la apertura de la Puerta del Tiempo: la maldición del Gran Árbol Deku pone todo en movimiento, y tanto sellar la caverna Dodongo (donde los Goron obtienen su comida) como maldecir también a Jabu-Jabu (el pez guardián de los Zora) sirve como pretexto para que el héroe se gane el favor de las tribus y consiga las piedras. Es aceptado como uno más, y esa confianza sentencia a Hyrule.

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Decir que este tramo de Ocarina representa la infancia suena a perogrullada porque, claro, jugamos con un niño. Pero el paralelismo va más allá de ese aspecto superficial. Para la saga, también supuso la infancia de las tres dimensiones, dado que el interior del Gran Árbol Deku, la caverna Dodongo y la tripa de Jabu-Jabu se encargan de introducir mecánicas y tipos de diseño inviables pocos años antes. Son las mazmorras más fáciles del juego, pero están repletas de cosas nuevas para aprender. Y lo mismo ocurre con el mundo fuera de ellas. Desde entonces los Goron y los Zora se han convertido en razas recurrentes, pero tanto para este Link, que nunca había puesto un pie fuera del bosque Kokiri, como para los jugadores de 1998, adentrarse por primera vez en los dominios de ambas razas era una experiencia de descubrimiento.

También representa la ingenuidad. La ingenuidad de Link, que sigue sin cuestionar indicaciones que llevan al desastre. Y la ingenuidad de Zelda, que antes de los créditos pide perdón a Link por no comprender el peligro que entrañaba abrir el Reino Sagrado y hacerle perder su infancia. Porque el “niño hada”, como se refieren a él tantos personajes, sí es el héroe capaz de hacer frente a Ganon, pero no en ese momento, así que su espíritu es sellado durante siete años en un lugar seguro. Tiempo suficiente para crecer, y también para que su némesis someta Hyrule. Tras salir del Templo del Tiempo después de lo que para nosotros han sido minutos, el juego revela que Ganondorf ha levantado una fortaleza voladora en el lugar donde antes estaba el castillo, que la bulliciosa capital ahora es pasto de los zombis ReDead y que el resto de tribus también pagan las consecuencias con nuevos y peores problemas.

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El bosque Kokiri ha sido infestado por monstruos y los antiguos vecinos de Link se ven obligados a recluirse; la ciudad Goron ha quedado casi vacía porque sus habitantes fueron encerrados en el Templo del Fuego; y el dominio Zora está completamente congelado, imposibilitando la vida en sus aguas. Ganondorf incluso ha mediado en el rancho Lon Lon favoreciendo al capataz Ingo, menos preocupado por el bienestar de los caballos que por contentar al nuevo señor oscuro. Regresar a estos lugares y enfrentarse a sus cambios no solo es una forma de sacar más partido a un conjunto de niveles ya construidos, también es un modo de simbolizar la maduración de Link más allá de su físico. De que la ingenuidad dé paso a la responsabilidad. El tono se vuelve más serio y las mazmorras son más complicadas, pero la necesidad de seguir adelante es inequívoca. Tenemos que solucionar los problemas que hemos originado, incluso aunque haya sido de forma involuntaria.

Dicho esto, también hay un lado positivo. Volver siete años más tarde brinda una oportunidad única para conocer cómo ha impactado la primera visita de Link de una forma normalmente solo posible en secuelas. Los duendes Kokiri, todavía niños, no le reconocen con su forma adulta (ya que Link es un hyliano adoptado por el Gran Árbol Deku) y le recuerdan con melancolía. El Goron que queda en la ciudad y nos orienta hacia el Templo del Fuego no es otro que el hijo de Darunia, también llamado Link en honor a nuestra pequeña hazaña en la caverna Dodongo. Ruto, la princesa de los Zora, nos echa en cara nuestra desaparición porque incluso de adulta seguía con intención de hacer valer la improvisada proposición de matrimonio. Y en el medio de todo ello, Zelda: capaz de huir ese fatídico día siete años atrás, ha alcanzado una madurez más plena y utiliza una identidad falsa (Sheik) para ocultarse de Ganondorf y asistir a Link durante su precipitado desarrollo a adulto.

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Bajo su fachada colorida y para todos los públicos, Ocarina of Time es uno de los juegos más nostálgicos jamás creados. No ahora, mirando hacia los noventa, sino dentro de su propio contexto, del mundo que habitamos mientras sostenemos el mando. Hyrule pasa de ser enorme e intimidante a un lugar familiar, lleno de amigos, para luego privarnos de la oportunidad de crecer entre ellos. En el proceso de enmendar sus errores, Link también se ve forzado a afrontar ese tiempo perdido. A ver cómo la reconexión con Saria, Darunia o Ruto, representantes de la amistad más pura, el amor fraternal y el interés romántico, es efímera porque deben partir hacia el Reino Sagrado para velar por el mundo como sabios. Y tras derrotar, ahora sí, a Ganondorf, la huella del viaje ya es demasiado profunda como para volver a la normalidad. Usando la ocarina, Zelda lo devuelve a su cuerpo de niño, pero el reajuste no es fácil para la mente del que ya se ha convertido en adulto. El Héroe del Tiempo se ha quedado, paradójicamente, sin un tiempo que le pertenezca de verdad.

Dragon Quest XI: en busca de otro futuro

Dragon Quest XI no solo es la última entrega de esta legendaria saga de rol japonés, sino quizá también la mejor. Su éxito reside en la capacidad para modernizar la fórmula sin grandes experimentos o desviaciones, ofreciendo combates por turnos de aroma clásico, un mundo amplio y variado para explorar y también un elenco de personajes (Verónica, Servando, Jade, etc.) que en seguida se hace querer y se eleva por encima de la cotidianidad que domina las primeras horas, cuando no hay una amenaza apremiante y el grupo se envuelve en las pequeñas historias autoconclusivas de cada pueblo por el que pasan. Es lo que podríamos denominar como primer acto y, aunque ya dura casi tanto como otros juegos completos, culmina en un fracaso repentino: Mórdegon, villano hasta entonces solo mencionado de pasada, irrumpe, se hace con la Espada de la Luz que estaba punto de reclamar el Luminario, y destruye el árbol Yggdrasil, sumiendo al mundo en una era de oscuridad.

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Para la serie Dragon Quest es un momento chocante, pero cualquier fan de Final Fantasy VI puede identificar al instante la naturaleza y potencial de este recurso. El grupo se divide y, aunque la posterior edición S ha tomado la cuestionable decisión de introducir nuevos capítulos intermedios para ponernos al día con varios personajes por separado, luego recae en el Luminario la tarea de reexplorar este mundo derrotado para encontrar a sus compañeros desaparecidos. Rob, Servando, Jade, Erik... Poco a poco, todos se van uniendo durante un desarrollo algo más encorsetado que el del juego de SNES (aquí hay que dar con todos), pero también dominado por eventos que ayudan a definirlos y a reforzarlos antes de la verdadera batalla final. Erik rescata a su hermana, dada por muerta tras convertirse en estatua de oro; Servando se enfrenta a su padre para revelarle su amor por el mundo circense; incluso el Luminario, protagonista mudo como manda la tradición, tiene tiempo a liberar el espíritu atormentado del suyo, asesinado poco después de su nacimiento.

Este segundo acto es, por tanto, una revisión en toda regla del concepto de mundo en ruinas de Final Fantasy VI y, de cerrarse tras la revancha contra Mórdegon, podríamos haberlo omitido o simplemente citarlo de forma superficial. Pero no. Porque llegados a Arbolia, lugar natal de las gemelas Serena y Verónica, descubrimos que la segunda se sacrificó durante la destrucción de Yggdrasil para salvar a los demás. No hay nada que podemos hacer por ella, y su cuerpo sin vida se convierte en luz ante la atónita mirada de sus compañeros y el jugador, hasta entonces en un estado de falsa seguridad porque Verónica era tanto la más joven (en apariencia al menos, por la maldición que la había revertido a niña) como la principal hechicera ofensiva del grupo. Es un mazazo moral, aunque también una oportunidad de evolución para Serena, que decide cortar la melena para dejar su versión pasada atrás y hereda los poderes de Verónica para ayudar al Luminario en el resto de su viaje.

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Después, el juego retoma su curso natural, el equipo derrota a Mórdegon y la paz vuelve al mundo. Corte a créditos. Pero la historia no termina. Dragon Quest XI, de nuevo, desafía las convenciones y ofrece un falso epílogo que pronto se revela como el tercer acto. La exploración casual de unas ruinas lleva al descubrimiento de que quizá exista un modo de revivir a Verónica. Claro que tiene truco, y en realidad involucra volver hacia atrás en el tiempo para detener la destrucción de Yggdrasil. Y justo eso hacemos: tras un pequeño debate colectivo, el Luminario se embarca en una nueva aventura, aunque lo hace en otra línea temporal, donde sus compañeros ignoran todo lo transcurrido a partir de la ascensión al árbol porque para ellos no ha llegado ni llegará lo que para nosotros (jugador y Luminario) fue el acto dos.

Esto, naturalmente, plantea un dilema, porque por un lado significa conseguir un final más satisfactorio para todos; pero, por otro, también deshacer tanto la evolución de Serena como la de los demás personajes, que alcanzarán los siguientes créditos siendo personas virtualmente diferentes a las que dejamos atrás. Tampoco es que el destino le vaya a poner las cosas fáciles y, tras derrotar a un Mórdegon más débil y confuso que el de la otra línea temporal (las secuencias en las que todavía se hace pasar por rey de Heliodor e intenta robar sin éxito la Espada de la Luz son delirantes), el juego les castiga introduciendo a otro villano incluso más temible, Khalasmos, que en el acto dos no regresaba gracias a la intervención del propio Mórdegon.

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Esta reescritura literal del guion hace que el tercer acto sea una de las partes más interesantes y a la vez controvertidas de Dragon Quest XI, que consigue llegar al final tras un desarrollo extremadamente largo incluso para los estándares de este género, aunque lo hace a costa de menoscabar algunas de sus decisiones más valientes. Es cierto que de no existir el acto tres, probablemente tampoco existiría el sacrificio de Verónica, principal catalizador para justificar una medida tan drástica. También que explorar un futuro alternativo es una idea atractiva en sí misma, al margen de las consecuencias retroactivas. Y también que estas licencias dan pie a conectar la historia de una forma más directa con Dragon Quest III, cuyos protagonistas también se ven envueltos en la revisión de la historia para esta vez redibujar la línea temporal de la saga en unos términos algo más generales.

Nuestra intención no es ni mucho menos decir que sea una mala decisión, solo señalar su existencia y relación con otros juegos donde los creadores también se dan el lujo de dejar que los villanos ganen. En Ocarina of Time, esta clase de manipulación temporal dio, de hecho, pie a varias líneas con diferentes juegos técnicamente incompatibles entre sí. Por su parte, Final Fantasy VI, primitivo como puede parecer ahora al lado de los otros dos, es el que apostó de una forma más radical por esta propuesta, preservando cada cambio e incluso dejando que sus personajes quedasen a la deriva si el jugador optaba por ello. Diferentes juegos, diferentes enfoques, diferentes objetivos. Y en esas diferencias reside su encanto. A veces simplemente queremos un final feliz, aunque tiende a serlo más si el camino no nos lo pone demasiado fácil.

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Dragon Quest XI S: Ecos de un pasado perdido - Edición definitiva

  • PS4
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  • XBO
  • PC
  • RPG

Dragon Quest XI S: Ecos de un pasado perdido - Edición definitiva es la versión definitiva del aclamado RPG de Square Enix para Switch, PC y Xbox One que incluye el mismo contenido que la versión original, pero se han añadido historias específicas de distintos personajes, música orquestal y la posibilidad de alternar entre ver el mundo en HD o al estilo retro de 16 bits. Además, incluye audio en japonés y en inglés.

Carátula de Dragon Quest XI S: Ecos de un pasado perdido - Edición definitiva
9.3