Cuando la narrativa vence a la mecánica del tedio
Cloudpunk y la narrativa improbable
Millones de personas pasean deslumbradas por Night City. Nosotros nos sumergimos en otra urbe menos lujosa que la de Cyberpunk 2077 pero igualmente hipnótica y arrebatadora, la Nivalis de Cloudpunk
En los mundos abiertos, si hay algo que se ha criticado siempre esto ha sido las misiones de recadero. Hablas con un personaje, te da algo para llevar de A a B, realizas la entrega en el destino y vuelta al inicio para cobrar los honorarios. Este recurso tan socorrido en los sandbox suele implementarse para llenar los huecos de la narrativa principal y alargar así la experiencia general de juego. Se asegura además que pateemos el mapa de un lado a otro, que para algo los desarrolladores han invertido una indecente cantidad de horas de trabajo levantando un mundo.
Las denostadas misiones de recadero son el impase entre dos momentos interesantes, la publicidad en televisión que interrumpe la película en el momento menos indicado, los tiempos muertos que rompen el ritmo del partido, el bostezo por la rutina antes de que en tu vida ocurra algo mínimamente interesante. ¿Cómo es posible que un juego que tiene como principal mecánica este tipo de misiones no nos mate de aburrimiento y, por el contrario, sea capaz de mantenernos enganchados de principio a fin? Bienvenidos a Cloudpunk y su narrativa improbable.
Una megalópolis levantada sobre un mar embravecido a base de apilar voxels, como si Minecraft fuera oscuro y recargado en lugar de colorido y minimalista. Viajamos en nuestro aerodeslizador a través de la noche eterna bajo una eterna lluvia. Esquivamos elegantemente los negros rascacielos ribeteados con grandes anuncios de neón a la vez que maldecimos el concurrido tráfico. Somos Rania, habitante de las zonas rurales de la Península Oriental recién llegada a una ciudad solo sólida e imponente en su apariencia. Nivalis se mantiene en pie con cinta adhesiva y esperanza, nos dice un ingeniero derrotado por una labor imposible. Ha llegado un momento en que las vidas que salvo arreglando algo son las mismas que se pierden precisamente por arreglarlo.
Cloudpunk, desarrollado por Ion Lands (perfecto nombre para acompañar en los créditos un juego como este), nos muestra el discurso habitual del ciberpunk: grandes corporaciones, un entorno que es también personaje protagonista, tintes de cine negro clásico y escritura más negra aún, personajes desarraigados que a su vez hunden sus raíces de forma involuntaria en una ciudad que devora a sus hijos; ausencia de luz natural en favor de fluorescentes y neones, música de notas largas sintetizadas deudoras de Vangelis; inteligencias artificiales como nuevos dioses, capitalismo y desigualdad social en su máxima expresión, trapicheos callejeros de piel artificial y lo último en droga sintética. Neolenguaje que asimila una población conformada por seres humanos con implantes cibernéticos y androides que pugnan por un lugar en esa sociedad enferma, deudores todos de mentes literarias como las de Gibson o Sterling.
La mítica frase que abre Neuromante (William Gibson, 1984), la novela pilar del movimiento Ciberpunk, ya da pleno protagonismo al entorno, a la ciudad. Allí Rania, esa currante recién llegada a Cloudpunk, una agencia de mensajería que se mueve en los límites de la legalidad, solo escucha los ecos de las grandes gestas cibernéticas. Su misión es mucho más banal: repartir paquetes sin hacer preguntas.
En el prólogo de la versión en cómic de Neuromante (Tom de Haven, Bruce Jensen, 1989), Jacinto Antón nos narra una anécdota que le contó el propio Gibson (aunque cambia en matices en la Wikipedia, tomamos de base lo publicado en este prólogo de 1989 de primera mano por Jacinto ya que, básicamente, coinciden en lo esencial). William Gibson, tras un complejo y agotador proceso de escritura de la que sería su primera novela, decidió premiarse con una salida al cine para relajarse. Se metió en la sala que proyectaba la recientemente estrenada Blade Runner (Ridley Scott, 1982)… Y salió horrorizado. La inseguridad que le había acompañado durante toda la ardua escritura de Neuromante llegó a su cenit en aquella epifanía. En palabras de Jacinto, Gibson “Pensó que todo el mundo diría que se había inspirado en el film”.
Podemos imaginar la mirada de Gibson iluminada en la sala oscura por aquella infernal visión de Los Ángeles en Blade Runner, observando sin pestañear, como ese gran ojo que llena la pantalla en los primeros compases de la película y que será elemento fundamental y recurrente a lo largo de la proyección. La potencia de aquellas imágenes marcaron desde entonces un canon sobre el que levantar ciudades en los relatos futuristas más oscuros en las décadas siguientes. Lo hizo la literatura, el cine y, por supuesto, los videojuegos. La ciudad de Cloudpunk se manifiesta como una de las representaciones más fieles de aquella gran urbe de Blade Runner.
Nivalis, que es la mayor urbe del planeta y mide cien kilómetros de ancho y mil de alto, se expresa en la verticalidad de sus rascacielos en mitad de una lluvia incesante. Los neones de cientos de metros cubren las fachadas escupiendo su publicidad. Logos corporativos, mensajes informativos, carteles de discotecas y restaurantes de comida rápida, todo está remarcado con el fulgor corpóreo de los mejores trabajos de Douglas Trumbull, con la visión ochentera del futuro. Las autopistas de luz aglutinan el tráfico denso, pero es habitual escuchar el sonido de sirenas retumbando en húmedos y estrechos callejones, o sentir cómo los coches voladores silban sobre las cabezas de los atribulados transeúntes.
Al igual que en Blade Runner y al contrario que en Sueñan los androides con ovejas eléctricas (Philip K. Dick, 1968), la novela en la que se basa la película de Ridley Scott, la ciudad de Cloudpunk se ve y se siente viva, superplobada de viandantes y basura. El Kipple (o Kippel), término acuñado por Dick en su novela que describe lo inservible que se acumula dentro y fuera de edificios hasta el punto que se asimila a estos, campa a sus anchas en ambas obras, película y videojuego. Los gráficos con base en el Voxel aceptan plenamente el concepto alumbrado por Dick. Los edificios y las calles de Nivalis están plagados de protuberancias, de abandono, de infinidad de objetos sin dueño que se abrazan a suelos y paredes.
Los accidentes se suceden de forma aleatoria e inevitable a lo largo y alto de Nivalis llevandose por delante la vida de decenas de personas.Todo falla, todo se viene abajo. La ciudad se mantiene en un delicado equilibrio. A veces vemos cómo algunos edificios colapsan y caen por puro cansancio, otros por bombas colocadas por grupos terroristas. En mitad del caos, nuestra insignificante protagonista guarda en su corazón cierto humor y optimismo, tal vez como única forma de no desmoronarse ante la inmensidad que la rodea.
Rania se mueve entre rascacielos en un HOVA, un utilitario volador de la empresa. Estrena trabajo como repartidora en una noche que se prevé larga. En el maletero, el paquete que debe entregar; como compañía, Camus, una parlante inteligencia artificial representada con la foto de un perro. Las conversaciones se suceden casi sin descanso, con la IA, pero también con un jefe que va abriendo su corazón según avanzan las horas y con los clientes que van y vienen en esta primera jornada. Poco a poco y sin descanso, vamos viendo cómo se va construyendo la narrativa a base de diálogos. No hay parones en la jugabilidad, todo fluye en continua marcha.
Así, sabemos que quien se asfixia en la Tierra busca su suerte en las Colonias allá a lo lejos, en las estrellas, donde el trabajo es duro pero también existe la esperanza de algo mejor. Los demás sobreviven como pueden en una Tierra contaminada, apilando su miseria en gigantescos bloques de apartamentos. La convivencia se da entre humanos, pero también con IA y androides conscientes de su existencia.
Camus, la inteligencia artificial integrada en nuestro vehículo, no solo comparte nombre con el novelista, filósofo y ensayista francés de origen argelino Albert Camus, sino que, entre sumisos comentarios, es capaz de recurrir al físico estadounidense Robert Oppenheimer y a su cita de un viejo poema hindú tras la explosión de la bomba atómica sobre Hiroshima.
Y es que los androides y las IA sienten el vacío más allá de su adn programado por humanos. La Ley de igualdad de androides les dio derechos, y mientras unos se casan a modo de capricho con la alta burguesía, otros son insultados con el término pellejudo rescatado de Blade Runner mientras buscan injertos de piel para sus rostros desgastados. En la enorme torre de Finanzas Anderson, dos mil androides apellidados Anderson (mil son Sr. Anderson y mil Sra. Anderson) trabajan sin salir nunca de allí para un jefe, el humano Señor Anderson, que posiblemente hace mucho tiempo que murió. Entre toneladas de burocracia telemática algunos ya han empezado a mirar con curiosidad más allá de las ventanas de sus oficinas. Abajo, en las calles, androides que han sufrido cortocircuitos deambulan en busca de la memoria perdida.
Otros desean amar, tal vez no como un componente que les dé alma, sino como un modo de ser aceptados. Y entran a Rania en la barra de un bar, midiendo las palabras que ejerzan la magia, buscando suplantar la química a base de combinación lingüística y de retorcer las frases de cine que guardan en sus discos duros.
Los HOVAs tienen un limitador de altura, por lo que a los niveles superiores de la ciudad solo se puede llegar utilizando ascensores: Los directores ejecutivos no quieren que los espiéis por la ventana. Quieren su intimidad, nos dicen desde Control. Allí las élites se gastan un dineral en caprichos, y les acercamos paquetes cuyo envío cuesta mucho más que lo que contienen. Para ellos somos menos que nada, pero si les caemos en gracia, tal vez nos adopten por un tiempo como mascota sexual con la que matar el aburrimiento.
Como también nos dicen desde Control, los comerciantes están tan lejos de las nubes como de las cloacas. Nosotros visitaremos ambos extremos, y de las cúspides comentadas bajaremos en picado hasta los pilares que sustentan Nivalis. Allí, el hambre y el frío reinan, y supone una envenenada curiosidad para los que miran desde las terrazas mullidas por el calor de la superficie. Como nos dice Retsh, un vagabundo sucio y de larga barba: Bienvenida al safari de la pobreza. Así se vive aquí.
La religión se da alrededor de CORA, un ser digital que copa las frases hechas sustituyendo al antiguo Dios. Se podría decir que Cloudpunk da cancha a su propia visión del Mercerismo, el culto del que hablaba Dick en Sueñan los androides con ovejas eléctricas y que ignoró Blade Runner.
El distrito mercantil, el barrio chino, los Altos de Cambria, hay un torrente de personas, ideas, multitudes… que borran todo a su paso. Cloudpunk construye su narrativa a base de insuflar vida a una ciudad y sus gentes. Bien escrito, con evidente amor por las palabras, el juego crece por encima de su limitada mecánica a base de compartir con nosotros mil pequeñas historias. Los anhelos, miedos, sueños y esperanzas de una miriada de seres anónimos... como nuestra protagonista.
Dejamos sola a Rania, asomada a la gran urbe desde el pequeño balcón de su apartamento. Su nombre no ocupará titulares en los periódicos digitales de su mundo, baste que hayamos recogido aquí, en el nuestro y en las líneas de este reportaje, la calidez con la que ella y los habitantes de Nivalis han compartido con nosotros sus humildes pero valiosas vidas.
- Aventura
Una historia neon-noir en una lluviosa metrópolis cyberpunk. Es tu primera noche de trabajo en Cloudpunk, un servicio de reparto. Hay dos reglas: nunca falles un reparto y no preguntes por el contenido del paquete. Cloudpunk es una aventura a cargo de ION LANDS para PC, PlayStation 4, Xbox One y Switch.