Tiger Woods: 50 años de éxito y sombras
Uno de los deportistas más importantes de la historia alcanza el medio siglo de una trayectoria tan turbulenta como esencial para entender el deporte moderno.


Esta no es la historia de Bill Gates, pero también comienza en un garaje. En el del número 6704 de la calle Teakwood, en Cypress (California, EE UU). Allí comenzó la gran obra de Earl Woods, un hombre que dedicó media vida a la Armada y la otra media a dar forma al que acabaría siendo uno de los mejores deportistas de todos los tiempos. Earl golpeaba bola tras bola contra una red mientras a su espalda, sentado en una trona, antes incluso de echar a andar, un bebé al que él y Kultida, su madre, habían decidido llamar Eldrick, pero que pasaría a la historia como Tiger Woods o simplemente Tiger, seguía la trayectoria de la pelota con ojos curiosos. Ese bebé cumple este martes 50 años. De luces y sombras. De éxitos y de fracasos. Una vida como otra cualquiera y al mismo tiempo una vida como ninguna otra.
Nada de lo que ha ocurrido en este medio siglo de existencia del Tigre se entiende sin ese episodio. Sin la figura de Earl. Con el tiempo Tiger ha querido hacerle un hueco especial en su biografía a Kultida, que estuvo ahí para celebrarle en lo mejor y para levantarle en lo peor. Pero eso es una madre, al fin y al cabo. Earl, en cambio, no fue lo que cabe esperar de un padre. Ni para bien ni para mal. No es uno de esos personajes tipo Gjert Ingebrigtsen. Tiger nunca le habría puesto delante de un juez. Su pecado fue convertir a su hijo exactamente en lo que él quería que fuera, cortar de raíz la posibilidad de que explorara cualquier otro camino, convertirse en la única referencia posible. Y ahí llevó, hasta su fallecimiento en 2006, la penitencia. Porque es justo decir que, sin su influencia, Tiger no sería una figura capital para entender el golf contemporáneo y el deporte como el inmenso negocio que es en la actualidad, pero también que su ejemplo le acabó llevando a una espiral de relaciones extramatrimoniales y otros problemas extradeportivos en la que se perdieron muchos de sus mejores años. Es esa etapa la responsable de que Tiger, salvo milagro a la altura de su chaqueta verde en 2019, cuando alcanzó los 15 Grand Slams y se detuvo, seguramente para siempre, la persecución a Nicklaus, que sigue marcando el tope con 18, vaya a ser recordado como uno de los mejores golfistas de la historia, y no como el mejor.
Llegado 2007, cuando en los despachos de IMG, su agencia de representación entonces, sudaron sangre para desbaratar la publicación en los tabloides del primer escándalo sexual que involucraba a Tiger, este ya sumaba 12 grandes, había completado el Grand Slam, lo que se dio en llamar ‘Tiger Slam’ (los cuatro grandes conquistados de forma consecutiva, aunque no en el mismo año) y amasaba 54 de las 82 victorias que acredita a día de hoy en el PGA Tour, empatado en el récord histórico con Sam Snead. Había pasado 345 semanas, las primeras 264 de forma consecutiva, como número uno del ranking. Nadie lo sabía, pero su esplendor estaba a punto de apagarse.
El descenso a los infiernos
La caída libre comenzó el 3 de mayo de 2006. El día que Kultida llamó a Tiger para comunicarle la muerte de su padre, víctima del cáncer. La noticia le pilló en casa de una de sus amantes (llevaba casado con Elin Nordegren desde 2004), Jamie Jungers. Cuentan Jeff Benedict y Armen Keteyian en Tiger Woods, el libro que mejor ha cartografiado a esta leyenda, que Tiger no soltó ni una lágrima. En lugar de eso, le pidió a Jungers tener sexo, buena muestra del deterioro psicológico que por entonces arrastraba. La muerte de Earl no hizo sino ahondar en el problema. Tiger, programado casi desde la cuna para no dejarse dominar por las emociones ni exteriorizarlas, para actuar como un autómata (en ocasiones casi como un psicópata) en el campo, la única vía que Earl consideraba posible para que su hijo triunfara en un mundo de blancos ricos, pagó los platos rotos con su cuerpo. Se le metió en la cabeza que quería ser un SEAL (una de las unidades de operaciones especiales más exigentes del planeta) en honor a su padre, y empezó a entrenar como tal en la base naval de Coronado, al sur de California. En un ejercicio en el que se preparaban para despejar edificios hostiles, se rompió por primera vez el ligamento cruzado anterior.

De aquellos polvos, estos lodos. Desde entonces la cosa solo fue a peor. Empezaron a aflorar los testimonios de mujeres que decían haber mantenido relaciones sexuales con él, que llevaron a Elin Nordegren a pedir un divorcio consumado en 2010, a través de un acuerdo que reportó a la modelo sueca, madre de Charlie Woods, quien ya hace sus pinitos en el golf de base con muy buenas trazas, unos 100 millones de dólares. El quirófano se convirtió en una segunda casa para Tiger, que además se enganchó a los opiáceos para lidiar con el dolor cuando su mente, configurada para controlarlo (ganó el US Open de 2008 con el cruzado todavía roto y dos fracturas en un pie, con una mueca de desgarro interior en cada swing), ya no daba más de sí.
Desde 2010 hasta ahora, desde sus 35 a los 50, la madurez de un golfista profesional, Tiger ha ganado solo un grande, el Masters de 2019, su resurrección tras estar semiretirado por sus problemas de espalda en el lustro anterior, cuando llegó a ser detenido en 2017 por conducir bajo los efectos de fármacos y se aireó en los medios la foto que nadie imaginó, la de un Woods convicto, con rictus de zombi, completamente irreconocible. Había tocado fondo.
Resurrección y ocaso
Lo reconoció y supo reinventarse. Ganó el Tour Championship, la final del PGA, en 2018. Una marabunta humana invadió la calle del 18 de East Lake para acompañarle en sus últimos pasos en ese torneo. La gente, la misma que le había aupado al estatus de dios viviente, la misma que se había regocijado después en su desgracia, en esa cosa tan humana de jalear la caída del que ha tenido éxito, todavía le seguía queriendo; sus compañeros, que se habían hecho mucho más ricos de lo que podían imaginar antes de su irrupción gracias los patrocinios que atraía la presencia en el circuito de un fenómeno de este calibre, le seguían respetando; los ejecutivos de torneos, cadenas de televisión y empresas relacionadas con el PGA todavía se pirraban por tenerle en cartera, por mucho que durante un tiempo su imagen no fuera la que quiere vender un deporte construido en parte sobre la ética intachable de tipos como Nicklaus, Ben Hogan o Arnold Palmer, los yernos de América, gente que aparentemente no rompió un plato en su vida.

Todo estaba dispuesto para un segundo acto que terminaría de conducir a Tiger a la cima histórica del golf, pero el destino tenía otros planes. Justo cuando volvía a asomar la cabeza, la vida se empeñaba en pegarle un martillazo. En 2021, en una carretera de Pacific Palisades, cerca del Riviera Country Club, donde la semana anterior había ejercido de anfitrión en el Genesis Invitational, su coche se salió de la calzada. Salvó la vida, pero sufrió daños severos en las piernas, incluidas fracturas abiertas en la tibia y el peroné de la derecha. Fue su sentencia de muerte deportiva. Desde aquello ha aparecido en 11 torneos profesionales, y entre retiradas obligadas y cortes fallados ha completado cuatro.
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La expectativa real pasa ahora por verle en los grandes y poco más, mientras va cobrando un papel cada vez más relevante en la administración del PGA como portavoz de los jugadores y en los círculos golfísticos se debate cuánto falta para que empiece a jugar torneos del Champions Tour, el circuito para mayores de 50. Los que dirigen ese negociado se relamen ante la posibilidad de incorporar al Tigre, sabedores de que hoy por hoy sigue siendo la gran fuerza motriz de este deporte. Nadie atrae a tantas marcas, ni vende tantas entradas ni sienta a tanta gente delante del televisor como Tiger Woods. No ha hecho del mundo “un lugar mejor”, como aventuraba su padre en un discurso delirante en 1996 con el que Tiger, que nunca se vio a sí mismo como un Mesías, que ni siquiera quiso encasillarse como afroamericano, con todo lo que eso conlleva, dado que su ADN incluye también partes asiáticas, caucásicas y de los nativos americanos, no convivió bien. Pero es el responsable de que el golf sea hoy un deporte más transversal, más democrático, más popular y más espectacular de lo que era antes de que ganara (por 12 golpes, el mayor margen de la historia, y con 21 años, más joven que nadie) el Masters de 1997, el primer grande que jugaba como profesional. Ese es su legado.
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