Las diferentes 'muertes' de Kobe, Duncan, Manning y A-Rod
Cuatro de los grandes referentes de la historia del deporte norteamericano se han retirado el mismo año, pero cada cual a su manera
Cada ser humano es único. Pese al empeño de uniformarnos los unos a los otros bajo etiquetas simples, fáciles de manejar, la realidad de nuestra diversidad emerge en cada instante de nuestra vida. No sólo desde un punto de vista físico, algo fácil de comprobar en aspecto, gestos y ademanes, sino también en cuanto a nuestra personalidad, que por más que se pueda encuadrar en algún grupo genérico acabará por mostrar sus rarezas y peculiaridades. Si esto es verdad para todos más aún lo es para aquellos de nuestra especie que son rara avis per se, cima física y social de nuestra era, como son los deportistas de élite. Y nos vamos al extremo si, encima, son leyendas en lo suyo.
Hemos tenido un ejemplo perfecto de lo descrito en el anterior párrafo este año. Casi sin darnos cuenta hemos visto a cuatro deportistas extremos, superiores, únicos, legendarios, decir adiós a la vez. Estamos hablando de cuatro dioses, sin asteriscos, del deporte norteamericano: Kobe Bryant, Tim Duncan, Peyton Manning y Álex Rodríguez. Pues bien, cada uno de ellos ha afrontado su adiós con la personalidad y la imagen que, probablemente de forma inconsciente, han cultivado a lo largo de su carrera. Han muerto (deportivamente) como se podría esperar de ellos y sólo de ellos, de nadie más, con su “yo” imponiéndose por última vez a la normalidad homogénea.
Kobe Bryant ha sido más grande que sí mismo en la NBA, si eso es posible. Ha sido un personaje de la Marvel hollywoodiense, un archivillano convertido en héroe socarrón cuando el guión le tornó en vencible. Odiado y amado. Chulo. Provocador. Tierno. Mal compañero y carismático líder. Cinco anillos y una cantidad de canastas asombrosas que, en este aspecto al menos, sólo rivalizan con otro jugador de baloncesto en la historia: Él. Refundó los Lakers, la imagen de los Lakers intratables al menos, y la hundió por los suelos en sus últimos años. Su contrato fue un exceso que les llevó a los peores registros de victorias en temporada regular que se recordaban en el lugar. Todo a la vez.
Para la estocada final escogió, porque fue escogido, meter sesenta puntos y acompañarlos de fuegos artificiales lanzados a mano por el mismo en un partido intrascendente contra los Utah Jazz en el Staples Center. No hubo programa resumen, telediario, web deportiva del planeta que no se hiciera eco.
Nadie no especializado, sin embargo, se hizo eco del último partido como profesional de Tim Duncan. Fue el 12 de mayo en el Chesapeake Energy Arena de Oklahoma City. Los Spurs perdían la serie de semifinales de conferencia ante los Thunder. 19 puntos y 5 rebotes en 34 minutos quedaron escritos en el “boxscore” para Timmy. Fue la última vez que le vimos competir en la NBA. Porque de eso se trataba, sólo de eso: de competir.
Tim Duncan. El tipo clave que ha fundamentado los últimos casi veinte años de los Spurs, la franquicia con más victorias de la liga en ese periodo y que acompaña con otros cinco anillos. Ese titán que navegó las oscuridades generacionales de individuos que creían que todo se resolvía en el uno contra uno, con mates estratosféricos sobre gigantes franceses, sin hacer mucha “practice” o sonriendo igual que el resto de jugones. Construyó el baloncesto esencial del siglo XXI en la NBA, el imponente y aplastante que nos ha llegado hasta hoy; de la defensa al movimiento de balón, de un entrenamiento al siguiente.
Nos dijo adiós con un párrafo en una nota de word en mitad del verano, sin más. No cabía la posibilidad de que se fuera de otra manera.
Peyton Manning, por su parte, siempre fue un perfeccionista. Un estudioso del football que no dejaba nada a la improvisación. Por no dejar, ni siquiera se quedó en el tintero una rivalidad de las que forjan libros y documentales: él contra Tom Brady. ¿Cómo debería acabar la carrera de un señor que ya había perdido el físico pero no el olfato, las piernas y el brazo pero no el cerebro? Pues con un anillo, claro, con un título de la Super Bowl en el que, además, por el camino quedase eliminado su rival, que no enemigo.
Manning ha hecho todo según el manual. Ídolo universitario en Tennessee, primera elección del draft, Super Bowl ganada con esos mismos Indianapolis Colts que apostaron por él, récords de cualquier categoría de pase imaginable, buen esposo, buen padre, buen republicano, buen americano. Incluso su marcha a los Denver Broncos fue un dechado de virtudes clásicas: honradez, respeto, lágrimas, empatía con la decisión de los Colts, apostarlo todo por John Elway, otra leyenda como él...
Así que, de forma eficiente y dejando el estrellato a la defensa, mutó en una pieza más del engranaje, un buen y leal soldado de un ejercito mayor, para quedarse con su segundo anillo y, dos meses después, en traje y corbata, con un discurso que, seguro, le llevó tiempo escribir y corregir, dijo adiós a la NFL.
¿Y Álex Rodríguez? Despedido, echado, expulsado, cortado, mandado al carajo por los New York Yankees, equipo que ya hace mucho tiempo que no le soportaba.
A-Rod ha sido una cima como jugador, con números de meterle entre los mejores de todos los tiempos de un deporte, una liga, que lleva disputándose, ojo, desde la época de los indios y los vaqueros, cuando las franquicias de la MLB eran un acontecimiento ambulante de ciudad en ciudad.
Pero, ay, también es una de las caras de la era de los esteroides y los anabolizantes. Un mentiroso compulsivo. Un engreído que se creía por encima del bien y del mal, al que acusaron de egoísta y mal compañero demasiadas veces, el que tenía tanta presencia en las páginas rosas como en las deportivas de la prensa de Nueva York.
Alguien así se va obligado por su equipo, cuando ya no tiene valor como jugador y puede ser despreciado como no se atreverían a hacerle en su cima física. Incluso su entrenador, Joe Girardi, se toma el lujo de dejarle en el banquillo, como un miserable reserva, en su semana de despedida. La grada de Fenway Park, en Boston, que tanto le detestó, pidiendo verle una vez más y el entrenador de los Yankees diciendo que nones, que quería ganar el partido, como si hubiese alguien en el mundo que no fuese capaz de ver que lo que hacía era devolverle alguna de las afrentas recibidas en muchos años de infeliz matrimonio.
No se puede acabar de forma más diferente. Kobe en medio de una película de enorme presupuesto, Duncan en el silencio y la competición pura, Manning sirviendo a su deporte y a su equipo hasta el último anillo y A-Rod humillado por su entrenador y su franquicia. Tal y como vivieron encontraron su final. Ni más ni menos.