Las estrellas también lloran; lágrimas de triunfadores
Repasamos los momentos más emblemáticos en que las estrellas del deporte se han emocionado hasta el punto de dejarnos ver sus lágrimas
A pesar de ser considerados algunos de los mejores deportistas de la historia, grandes campeones como Cristiano Ronaldo, Federer o Messi también han llorado a lo largo de su carrera.
Acostumbrado al triunfo, la máquina perfecta del tenis ese día se derrumbó. Con dos micrófonos delante, mirada al suelo, sin palabras que brotaran de su garganta, Roger Federer suspiraba e intentaba detener sus lágrimas hasta que no pudo más y empezó a llorar sin consuelo. La emoción contenida desencadenó en una sincera ovación del público que duró varios minutos. Rafa Nadal le miraba compungido a escasos metros. Era el año 2009 en Melbourne y el manacorí acababa de ganar una preciosa batalla de 4 horas y 23 minutos en cinco sets que impedía al suizo igualar a Pete Sampras con 14 títulos de Grand Slam. “Siento lo de hoy. Sé cómo te sientes ahora, es realmente difícil. Pero recuerda, tú eres un gran campeón, tú eres uno de los mejores de la historia, tú superarás los 14 títulos de Sampras, estoy seguro”, le dijo el tenista español al suizo, la otra mitad de una de las más bellas rivalidades de la historia del deporte, al comenzar su discurso de agradecimiento por el campeonato. Federer resopló fuerte, con el sabor a sal de la tristeza recorriendo sus mejillas. Y el balear añadió: “Felicidades por toda tu carrera, siempre es un placer jugar contra ti, mis mejores deseos para el resto de la temporada”. En esos instantes, las lágrimas del tenista de Basilea ya eran un torrente incontenible en una extraordinaria ceremonia de premiación que todavía continúa siendo recordada.
Es una realidad: el mundo está hecho por y para los ganadores, los perdedores apenas encuentran su sitio en las páginas en blanco de novelas underground con tanta sobreexposición de flashes, vítores y confeti. El éxito es el camino y el destino. Los grandes campeones del deporte como modelo a seguir para todos. Guapos, impecables, sin conocer lo que es la frustración. Pero a veces ellos también lloran y no son sollozos de felicidad. Es la vida, sonrisas y lágrimas, vences y pierdes, te caes, aprendes y vuelves a levantarte hasta que el futuro te trae una nueva caída. Chile derrota a Argentina el pasado verano en la final de la Copa América Centenario y Messi, el jugador de los cinco balones de oro, también se derrumba. Manos en la cintura, mirada perdida, boca entreabierta, lágrimas agolpándose en el lagrimal, respiración cortada que le deja sin aliento, su amigo Kun Agüero llorando con su cabeza sobre la espalda del diez argentino, ninguna palabra puede consolarle, imágenes del partido a cámara lenta que se suceden en su memoria. “Ya está, se terminó para mí la selección”, dijo el jugador argentino a los medios de comunicación al finalizar ese encuentro tras perder su cuarta final con la Albiceleste. Y prosiguió: “Lamentablemente lo busqué, era lo que más deseaba, no se me dio”. Palabras nacidas desde la rabia, salidas de algún punto indeterminado de nuestro cuerpo, ese punto que hace que nos duela el estómago, el corazón y hasta los párpados. Pero Messi regresó, al igual que Federer volvió a ganar y superó los 14 Grand Slam de Pete Sampras. Nada enseña más que el fracaso y la redención.
Federer y Messi no son los únicos. En París, también el pasado verano, Cristiano Ronaldo lloró. Era la final de una Eurocopa y una lesión le obligaba a ser sustituido. La impotencia se apoderó de él. Hierático, petrificado, sentado sobre el césped, no se lo podía creer. Las lágrimas le brotaron cuando tuvo que ser sacado del campo en camilla. Se tapó la cara, pero no era la primera vez que lloraba: doce años antes, también en una final de la Euro con Portugal, un joven Cristiano Ronaldo lloró. Charisteas, con su gol, tuvo la culpa. Como después la tendría España en las lágrimas de Balotelli tras la final de la Euro 2012 o la tendría el F.C. Barcelona en el lloro de Pirlo tras la final de la Champions de 2015. La tristeza no diferencia entre ganadores y perdedores, la frustración siempre llega. Roberto Baggio fue el mejor jugador del Mundial de Estados Unidos 1994, pero falló el penalti definitivo que le dio el título a Brasil. Nadie pudo consolarle. Paul Gascoigne sacó todo su talento (que era muchísimo) en el Mundial de Italia 1990, pero su imagen más icónica en ese campeonato son sus lágrimas tras ver en semifinales ante Alemania una amarilla que le hubiera impedido jugar la hipotética final. Inglaterra no se clasificó porque, como dijo Lineker, autor del gol inglés en ese partido, “el fútbol es un juego simple: 22 hombres corren detrás de un balón durante 90 minutos y al final los alemanes siempre ganan”. Y, por supuesto, los germanos vencieron en los penalties.
Las lágrimas de felicidad nunca se quieren olvidar (Pau Gasol o Michael Jordan ganando el anillo de la NBA, Mourinho o Guardiola levantando la Champions, Fernando Alonso adjudicándose el Mundial de F1 y multitud de casos más), pero esta historia no trata de esas lágrimas. Porque hay otras lágrimas que desearías no haber visto jamás. Como los gritos desgarradores de dolor de Ronaldo tras romperse su rodilla derecha y volver a lesionarse nada más regresar al campo con el Inter ante la Lazio. En cambio, también hay otras lágrimas que aparecen a medio camino entre el recuerdo y el olvido, entre la desdicha y la motivación. Es el caso de las lágrimas de Derek Redmond. En los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, este atleta británico, doble medallista mundial y campeón europeo en la prueba de relevos de 4x400 metros, partía como uno de los máximos favoritos para subir al podio en la prueba de 400 metros lisos. Pleno de forma física cuando empezó la cita barcelonesa, Redmond logró el mejor tiempo en la primera ronda y ganó su serie en cuartos de final antes de afrontar las semifinales con la condición de ser uno de los rivales a batir. Sin embargo, tras ir perfectamente situado para sellar su pase a la final, algo le ocurrió al atleta inglés cuando habían transcurrido 250 metros. Su tendón de la corva se rompió y no pudo seguir corriendo. Arrodillado sobre la pista, con la mano sobre la frente, roto de dolor, el personal sanitario intentó sacarle de la pista, pero él decidió que quería acabar una prueba que había terminado para el resto de corredores hacía ya minutos. Cojeando, con pequeños saltos, con la boca desencajada, Redmond hizo la última curva del tartán cuando de repente apareció a su lado una persona que había burlado la seguridad del estadio y había bajado desde la grada. Era Jim, su padre. Apoyado sobre el hombro derecho de su progenitor, Derek Redmond completó entre lágrimas los últimos 100 metros de la prueba hasta cruzar la línea de meta. Todas las personas que estaban en el estadio, 65.000, le tributaron una increíble ovación y el atleta británico rompió a llorar todavía más profundamente. “No sé si era mi obstinación, el estado de ánimo en el que estaba, pero me dije: ‘Estoy aquí, no voy a salir de la pista, voy a terminar esta carrera si es la última carrera en la que voy a correr”, explicó años después el propio atleta sobre ese momento. Y añadió: “Lo único que pasaba por mi mente era que no podía creer que me hubiera ocurrido a mí, otra lesión en la semifinal olímpica cuando estaba en el mejor estado de forma de mi vida”.
La organización decidió descalificar a Derek Redmond al considerar que no había finalizado la carrera al cruzar la meta junto con su padre, pero el atleta inglés había conseguido algo mucho más importante que pasar a una final olímpica: describir con su gesto al deporte. Así es el deporte, como la vida, te caes y te levantas, vuelves a caer y te vuelves a levantar. Así fueron las lágrimas de Derek Redmond, las lágrimas de un triunfador. Que perdió y, sin embargo, ganó. Otros, al contrario, casi siempre ganan y muy pocas veces pierden.