Sam Bradford, el quarterback de mil vidas y cero resultados
El nuevo jugador de los Minnesota Vikings tiene una nueva oportunidad en un mundo, el de la NFL, que es conocido por concederlas con tanta facilidad.
El próximo domingo, 11 de septiembre, los jugadores de los Minnesota Vikings saltarán al Nissan Stadium dispuestos a comerse el mundo. Habrá discurso de su entrenador, Mike Zimmer, en el vestuario. Habrá gritos de ánimo, abrazos y golpes de motivación. Habrá carreras y nervios a la hora de pisar el césped. Toda la temporada 2016 aguarda tras ese primer paso, ese primer día, y la adrenalina estará por las nubes.
Para muchos será una sensación novedosa. Son rookies, o chicos de los equipos de prácticas, que por primera vez se ven en estas. Pero incluso para los veteranos será especial: no todos los años crees que tienes opciones de pelear por la Super Bowl. Y, como saben en que negocio están metidos, la mayoría de estos veteranos son muy conscientes de que puede no haber otro día inaugural en el horizonte.
Sin embargo, habrá un hombre entre ellos que tiene todo el derecho del mundo a no estar nervioso. Ni por las expectativas ni por el miedo a que algo salga mal, porque todo le ha salido mal y él parece inmune. Se trata de Sam Bradford, de profesión superviviente.
Es todo un misterio lo de este jugador. Es como el protagonista de una película de guerra en plena escena de combate. A su alrededor, como pasa en la guerra, todo es muerte, destrucción, caos y desesperación. Pero, como espectador, sabes que el protagonista va a sobrevivir. En la NFL es muy fácil desaparecer al primer fracaso. Las segundas oportunidades no existen. Como en la guerra. Pero Sam Bradford ha gastado mil vidas y aquí sigue, entre nosotros.
Bradford comenzó a gastar vidas ya en la universidad. Jugaba con Oklahoma y, en el año 2009, decidió no presentarse al draft, donde se esperaba que fuese el primer elegido, para pelear por el título nacional. En el primer partido de la temporada, frente a BYU, se lesionó en el hombro y su equipo perdió el partido. En una sola tarde los dos asuntos que le ocupaban, el uno del draft y el título nacional, parecían irse a hacer puñetas. De hecho, regresó a los campos y en el partido de máxima rivalidad, frente a Texas, reagravó su lesión de hombro, tuvo que operarse y dijo adiós a su carrera universitaria.
¿Perdió el uno del draft? No, los Saint Louis Rams pasaron por alto cualquier duda sobre su físico y se gastaron la elección en él. Cuando digo gastar me refiero a gastar a lo grande. Antes de firmar el presente convenio colectivo, los elegidos tan arriba en el draft ganaban sin duelo. El caso de Bradford fue, de largo, el del mayor contrato de la historia de un rookie: 78 millones de dólares en 6 años.
En 2010 debutó en la NFL con los Rams. Titular desde el día uno, por supuesto. Jugó los 16 partidos de la temporada regular y lanzó la impresionante cantidad de 15 intercepciones. Pero, aunque su salario era de megaestrella, como es lógico se le perdonaron los errores típicos de un rookie. Nada que objetar.
En 2011 comenzó a mostrar debilidades físicas, sobre todo en un tobillo que le dio la lata todo el año. Jugó diez partidos y, en ellos, el equipo sólo pudo sacar una victoria. Acompañó seis touch downs totales, cifra pírrica se mire por donde se mire, con seis intercepciones, y fue cómplice de unos Rams que se quedaron en un récord de 2-14, válido para ser el segundo peor equipo de la NFL.
El problema con esto es que en el draft del 2012 había dos quarterbacks de los de perder la cabeza con ellos: Andrew Luck y Robert Griffin III. Era una situación con potencial devastador para Bradford, pues no había demostrado nada en la liga y la tentación de quedarse con una de las dos superestrellas que asomaban en el horizonte era potente. Sobrevivió, por supuesto. Los Rams empaquetaron el número dos a los Redskins y consiguieron una cantidad tan impresionante de elecciones en el draft que, con un Bradford digno de su expectativa inicial, serían candidatos a Super Bowl en breve.
Y, sin llegar a esa exageración, lo cierto es que aquella temporada fue decente. En la 2012, Bradford jugó con confianza y elevó su rendimiento. El equipo ganó siete partidos y se posicionó para que el 2013 fuese su año.
No lo fue.
Es más, el calvario de las lesiones se asomó a la vida de Sam Bradford de nuevo. En la jornada siete se rompió los ligamentos de la rodilla izquierda y dijo adiós a la temporada. En ese momento, tampoco nos volvamos locos, habían ganado tres partidos.
Para más dolor e infortunio, en la pretemporada de la campaña 2014 se volvió a romper por la rodilla izquierda y se perdió todo el año. Suena cruel, pero es la verdad: no se suele dar la oportunidad a un QB con ese historial de lesiones. Es un puesto de tanta trascendencia e importancia que los equipos no están dispuestos a una gran inversión si no lo tienen seguro.
No en el caso de nuestro protagonista. Chip Kelly estaba revolucionando los Philadelphia Eagles, en un nuevo rol de entrenador y general manager, y decidió mandar a Saint Louis a Nick Foles, una cuarta ronda y, ojo, una segunda, para conseguir al QB maestro de la superviviencia.
La temporada fue muy dura, muy complicada. Las tensiones por el poder en la franquicia afectaron a todos los estamentos, incluidos los jugadores. Además, el sistema de Kelly resulta extraño en las manos de un pasador, nada corredor, como Bradford. Jugó 14 partidos y, en ellos, los Eagles ganaron siete. Lanzó 14 interecepciones y 19 touch downs, con números que nada tienen que ver con una estrella, ni siquiera con un QB de los de perder la cabeza con él. Concluyó el año, eso es cierto, dejando las mejores sensaciones de su estancia en Philadelphia.
Para pasmo de propios y extraños, tan escaso bagaje, tanto en su carrera como en su poca impronta en Philadelphia, le valió un nuevo contrato de nada menos que 36 millones de dólares en dos años, con 26 asegurados. Pero, para mayor pasmo aún, su equipo, tras esa inversión, pegó un giro de 180 grados y tiró la casa por la ventana para adquirir el número dos del draft con el que elegir a Carson Wentz, otro QB, el pasado mes de abril.
Bradford, consciente de que eso era su fin, que le habían metido no al heredero en casa, sino al mismísimo usurpador, se enfadó y amenazó con no jugar hasta ser traspasado. La sangre no llegó al río, que no es tonto, y siguió con su manual de supervivencia, siendo el buen soldado. Le sobró para hacerse con el puesto de titular en agosto y para preparar la temporada como el indiscutible dueño del ataque de los Eagles...
... salvo que este mismo fin de semana, a ocho días de comenzar la temporada, los Minnesota Vikings han dado una primera ronda y una cuarta del próximo draft para hacerse con sus servicios. A un equipazo que tiene una señora defensa y a un señor corredor, Adrian Peterson, con el que, por cierto, ya estuvo dos años en la universidad de Oklahoma. Así que el jugador, otra vez, era valorado en un precio descomunal y se iba a pelear con los mejores.
Mil vidas. Imposible de matar. Cero resultados. Sea por mala suerte, por el equipo, por las lesiones, por él... no importa: cero resultados. Y ahí sigue, imperturbable, una oportunidad tras otra. Ahora, encima, con el mejor equipo a su alrededor del que haya disfrutado nunca ¿será su fin si fracasa aquí también? Bueno, yo no apostaría por ello.