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Bud Spencer: adiós al nadador que no quería ser actor

Antes de consagrarse en el cine, Carlo Pedersoli, como así se llamaba, triunfó en la natación y fue dos veces olímpico. Ha fallecido a los 86 años.

Bud Spencer: adiós al nadador que no quería ser actor
AMRO MARAGHIAFP

Cumplidos los 86 años, el intérprete que más veces sacó su mano a pasear en la pantalla grande, mantuvo ese aspecto duro que le abrió las puertas de la industria cinco décadas antes hasta el fin de sus días. Pero antes de convertirse en el cómico orondo del Spaghetti-western que todos conocemos, Carlo Pedersoli, que así es como se llamaba realmente, fue un reconocido deportista de élite que batió varios récords nacionales y ganó medallas en la década de los cincuenta.

El inevitable paso de los años hizo mella en el rostro de Bud Spencer. El icónico héroe ‘pulp’ de los setenta, inseparable guardaespaldas cinematográfico de Terence Hill -su eterno compañero de viaje-, era un venerable anciano de piel curtida, al que hacía tiempo habían hecho abuelo. Un gigante napolitano de voz grave y manos marchitadas por la edad, que a pesar de apoyarse en un bastón, conservaba intacta la imagen del hombre rudo de antaño.

Bajo las marcas del tiempo, aún destacaban unos ojos entreabiertos que no miraban, sentenciaban, como si la estrella de cine todavía tuviera asuntos pendientes con el mundo. Pero no se dejen engañar por las apariencias. Tras esa rotunda fachada, se ocultaba en realidad un sujeto muy inteligente, de amplia cultura, irónico sentido del humor y certificada bondad. Un hombre entregado a la causa benéfica desde que empezó a ganar dinero en ese ingrato negocio del cine del que más de una vez había renegado. Pasaron los años, pero por el camino, Míster Spencer no había perdido ni un ápice de carisma.

Tras licenciarse en derecho fue capaz de gestionar una importante compañía aérea (vinculada al Vaticano) de la que fue dueño y fundador, administró su propia marca de ropa infantil y compuso canciones de éxito para diversos vocalistas de su país. Todo un talento el de este señor, que siempre tuvo los pies en el suelo. Carlo Pedersoli nació el 31 de octubre de 1929 en el seno de una familia acomodada del barrio de Santa Lucía, una zona especialmente castigada por los bombardeos del bando aliado durante la Segunda Guerra Mundial. El primer hijo de los Pedersoli ya nació grande, nada menos que 6 kilos de bebé. Después llegó su hermana Vera. “No andabamos sobrados, fuimos niños de la posguerra, pero la carne no faltaba en casa” Recordaba el napolitano. El niño mostró desde temprana edad grandes cualidades deportivas, especialmente en natación donde ganó premios infantiles en los clubes locales donde estaba inscrito. Inició en Roma sus estudios universitarios.

En ese momento la natación ya era su prioridad, pero en 1947 su familia emigró a Buenos Aires. Mientras su padre hizo fortuna en los negocios, Pedersoli aprendió en la capital argentina a hablar el perfecto castellano del que hace gala hoy en día, uno de los seis idiomas que domina. Gran parte de su adolescencia la pasó en Brasil, en Río de Janeiro, donde desarrolló las cualidades que tenía como nadador. Con una estatura de 1’94 m, el joven sacaba partido de su envergadura física dentro de la piscina y conseguía destacar del resto sin apenas esforzarse, sobre todo en las pruebas de sprint, por lo que intensificó sus entrenamientos hasta convertirse en deportista de élite. Regresó a Roma para fichar en 1949 por el equipo de natación del mítico club SS Lazio. Allí consiguió siete campeonatos nacionales consecutivos en los 100 metros libres, su especialidad. El 19 de septiembre de 1950, en una competición celebrada en Salsomaggiore, se convirtió en el primer italiano en bajar del minuto en los 100 metros libres dejando el récord nacional en 59.5 segundos. Tan solo tenía 20 años. Su palmarés aumentó con la llegada de los Juegos Mediterráneos celebrados en Alejandría en 1951, ganando dos medallas de plata. Fue convocado para los Juegos Olímpicos de Helsinki 52 y Melbourne 56, jugando un buen papel al llegar a semifinales en ambas ocasiones.

Pedersoli no solamente triunfó en la natación, también lo hizo en waterpolo, donde fue integrante del carismático equipo “Settebello” y puso fin a su carrera deportiva al ganar la medalla de oro con la selección italiana de waterpolo en los Juegos del Mediterráneo de Barcelona en 1955. “El deporte me enseñó los grandes valores de la vida”, Comentó el actor. Al mismo tiempo que transcurría su carrera deportiva, Carlo hizo pequeños papeles en el cine. Debutó gracias a su imponente físico como soldado pretoriano en la superproducción ‘Quo Vadis’ (1951) que se estaba rodando parcialmente en Roma. El inexperto actor compartía plano con Peter Ustinov, uno de los protagonistas de la película, aunque no tenía ni una sola línea de diálogo. Su gran éxito fuera de las piscinas estaba aún por llegar. Pedersoli viajó mucho, sobre todo por Sudamérica, desempeñando trabajos de toda índole; bibliotecario, obrero de la construcción o vendedor de coches en un concesionario.

Probó suerte en el mundo de la música, pero su destino como actor estaba marcado por su demoledor físico de deportista. “Jamás tuve ningún deseo de ser actor, mi mujer era hija del productor más grande que había en Italia, Giuseppe Amato, pero nunca hablamos con él para que yo me dedicara a la interpretación. Mi suegro murió en 1964 y dos años después, un agente llamó a mi mujer y le dijo: Su marido siempre ha sido fuerte y grande como cuando competía. Quiero hablar con él. Me ofreció un papel protagonista en una película del Oeste y yo ni siquiera sabía montar a caballo. Le pedí dos millones de liras por rodarla porque era la cantidad que tenía que pagar en dos letras que me vencían en los meses de rodaje. El aceptó”. Poco a poco los proyectos fueron acumulándose sobre su mesa. “En ese momento cualquiera podía ser actor. Cada toma se repetía 25 veces.

La mayoría de los héroes del Oeste eran medio analfabetos, pero daba igual porque con mascullar 40 palabras era suficiente. ¡Era espantoso!, No es de extrañar que en mi vida quisiera ocuparme de otras cosas”, sentenciaba Spencer en 2004. Aconsejado por los productores, Carlo ya había cambiado su nombre por Bud Spencer, mucho más apropiado para figurar en los créditos de aquellas películas rodadas en los desiertos de Almería. Los actores ocultaban su origen europeo para dar la impresión de ser estadounidenses y Pedersoli no fue una excepción. Había elegido el nombre de Bud por la cerveza Budweiser que le encantaba y Spencer en homenaje a Spencer Tracy, el gran actor norteamericano, ídolo de su juventud. Con ese nombre protagonizó el film “Dios perdona.. yo no” (1967), con el también actor italiano Terence Hill, al que conoció en España y del que pronto se hizo buen amigo.

En esta primera colaboración protagónica, que arrasó en la taquilla italiana, fijarían el popular antagonismo de sus personajes. El gordo y bruto de buen corazón encarnado por Spencer frente al astuto y pendenciero perfil encarnado por Hill. Fórmula que repetirían en futuras colaboraciones, aumentando su fama de forma meteórica. En una década pobre en obras maestras como fue la de los setenta, el western, se encontraba en pleno declive. Sólo Peckinpah y su portentosa película “Grupo salvaje” (1969), servía de relevo a maestros como Hawks o Ford. Al mismo tiempo Leone había culminado con éxito su “Trilogía del dólar”, con gran aceptación por parte de crítica y público. Cine que inundó las pantallas europeas durante más de una década, de estética cochambrosa, limitaciones presupuestarias y poblado de personajes carentes de moralidad, dueños de frases lapidarias. El Spaghetti-western estaba ya explotado y poco más podía dar de sí. Ese año, de forma inesperada, llegó el éxito internacional para Spencer y Hill. Fue con la película “Le llamaban Trinidad” (1971), sin duda su mejor film juntos. Obra dirigida por Enzo Barboni que aportaba entre otras cosas, una comicidad inusual en las películas del Oeste de la época y donde el reparto de bofetones “marca de la casa” de Spencer y Hill, como forma de arreglar los problemas, aparentaba una supuesta ausencia de pretensiones de la cinta. "Descubrimos que en el cine mudo se hacía reír a la gente sin hablar, a través del lenguaje corporal y ésa fue la clave en nuestro caso. Hicimos un humor que sirviera para todo el mundo, no sólo para un país".

Detrás del hilarante mosaico de la parodia se escondían mensajes subversivos. Había crítica social, burla a la autoridad e irreverencia hacia las cuestiones religiosas. Recursos que Mel Brooks -autor de la genial “El jovencito Frankenstein”-, copiaría en una muy inferior película llamada “Sillas de montar calientes” (1974), parodia del Oeste clásico. La química entre Spencer y Hill plasmada en los ocurrentes gags del film fue la clave del éxito internacional por lo que compartieron varias películas en décadas posteriores. Bud Spencer nunca fue olvidado por sus seguidores, especialmente en Alemania, donde se le consideraba toda una leyenda. Prueba de ello fueron las interminables colas que se formaron el día que presentó su biografía en un gran centro comercial de Múnich en el año 2010.

El actor que sufría de un delicado estado de salud en los últimos meses, falleció rodeado de su familia en un hospital romano. La última palabra que pronuncio fue ‘gracias’ según comentó su hijo Giuseppe a los medios.